Benedicto XVI puede jugar un papel relevante en el despertar de Europa, si es que tal cosa llega a suceder, porque los grandes trazos de su programa son mucho más que religiosos. De un año a esta parte, han ocurrido tantas cosas extrañas en mi entorno que empiezo a perder la capacidad para sorprenderme. En los últimos días he asistido al extraño espectáculo de un nutrido grupo de amigos, del mundo profesional y académico, agnósticos bien avenidos con la Iglesia, clásicos liberal-conservadores cosmopolitas que han seguido con exagerado interés las ceremonias de despedida a Juan Pablo II y, sobre todo, que desde un primer momento se han ilusionado con la posibilidad de que el veterano y carismático cardenal Ratzinger, el genuino panzercardinal, fuera elegido por sus iguales para asumir la cátedra de Pedro. Puede parecer curioso, e incluso gracioso. Pero, sobre todo, es una muestra indicativa de que están sucediendo cosas muy graves en nuestra sociedad. En circunstancias normales, estas personas hubieran mantenido una respetuosa y distante atención.
Ellos no forman parte del club y, por lo tanto, no son quienes para participar. Pero no ha sido así. Es evidente que no estaban preocupados por que otros candidatos actuaran de forma heterodoxa. Si deseaban a Ratzinger era porque representaba mejor que ningún otro la alianza entre inteligencia analítica y firme defensa de los principios. Se ha repetido hasta la saciedad que es el crítico por excelencia del relativismo. El atractivo de Ratzinger para los liberal-conservadores agnósticos no reside en su defensa de una ortodoxia que, en gran medida, desconocen, sino en su reivindicación de los principios y valores, en la afirmación de que existe el bien y el mal, lo justo y lo injusto, la verdad y la mentira. No todo vale. No todo es relativo. Una cosa es respetar la opinión de un individuo y otra es aceptar que todos y ninguno tenemos razón. Legado judío y cristiano Para cualquier liberal-conservador resulta evidente que el conjunto de principios que rigen nuestra filosofía política son resultado de la evolución del pensamiento occidental a partir del legado judío y cristiano, del Antiguo y del Nuevo Testamento. Tanto Hobbes como Locke, tanto Constant como Tocqueville, son incomprensibles sin ese legado. Nuestro concepto de la dignidad humana, de su libertad y trascendencia, son judeo-cristianos. El liberalismo ha construido sobre él una filosofía de convivencia y progreso con firmes pilares. Nuestra moderna sociedad de masas, el Estado de Bienestar, ha desarrollado comportamientos escasamente liberales. Los firmes valores se han relativizado. Confundimos el respeto y la educación con el todo vale. Instituciones milenarias son socavadas en el marco de una comunidad que considera los principios como restos anacrónicos de una etapa primitiva del desarrollo humano. Lo políticamente correcto es dar por sentado que Occidente ha sido un desastre, que sus enemigos tienen buena parte de razón y que debemos renunciar a nuestra propia identidad. Si nos fijamos en nuestro entorno inmediato, el problema es distinto.
Frente al relativismo general, aquí nos encontramos un ataque frontal por parte del Gobierno a esos principios y valores. Tratan de imponernos una nueva moral clara y decididamente anticristiana y antiliberal. A través de la vía democrática se intentan barrer los propios fundamentos de la democracia. Muchos agnósticos, consciente o inconscientemente, se han sentido por estas razones próximos a la Iglesia y se han reconocido en las sucesivas intervenciones del cardenal. La afirmación de la verdad frente a la mentira, de lo justo frente a lo injusto, es recibido por muchos, en muy diversos puntos del planeta, como un maná vigorizador, como una esperanza para salir del agujero moral en el que nos encontramos. El conjunto de las iglesias cristianas son algo más que clubes de espiritualidad.
Nuestra historia está intrínsecamente unida a la experiencia religiosa judeo-cristiana y, para nosotros, la Santa Sede es, además, un referente. Las sociedades desarrolladas están generando monstruos que las devoran. El consumismo idiotiza y hace que las sociedades pierdan sentido crítico, fuelle moral y acaben siendo fácilmente manejables por demagogos de variopinta calaña. Muchos agnósticos leen a Ratzinger buscando sus reflexiones sobre la evolución de Occidente, el papel de los valores o la dignidad humana. Los judíos suelen decir que los antisemitas pueden ser unos salvajes, pero no son idiotas. Lo mismo podemos afirmar de todos aquellos que, de una forma u otra, combaten el cristianismo. Saben lo que hacen, voluntariamente tratan de minar un baluarte de los principios y valores que sustentan nuestra entera civilización, nuestro sentido de la dignidad y la libertad humana. Sin visión a largo plazo El Viejo Continente no se encuentra en uno de sus mejores momentos. Falta una visión en el largo plazo, una política económica sensata y decidida, falta valor para asumir los retos de nuestro tiempo y sobra conformismo, cobardía y apaciguamiento. No hemos llegado a esta situación por casualidad. La combinación de materialismo y relativismo tiene efectos letales, evidentes en esa falta de ob-jetivos, de grandes metas colectivas. Ésta es nuestra nave y no tenemos otra.
Benedicto XVI puede jugar un papel relevante en el despertar de Europa, si es que tal cosa llega a suceder, porque los grandes trazos de su programa son mucho más que religiosos. Los cardenales sabían lo que hacían eligiendo a Ratzinger. Su papado no será largo, pero muchos confiamos en que sea intenso. No hace ni dos días de su elección y la artillería mediática ya ha lanzado cargas de variado calibre contra él. Criticaron despectivamente a Juan Pablo II durante años, quisieron capitalizar los sentimientos que su enfermedad y fallecimiento provocaron, pero han captado todo el significado de la elección de Benedicto XVI y han comenzado las acciones de deslegitimación y descrédito. Pueden ser malvados, pero no idiotas. Por la misma razón que ellos le critican, otros, creyentes o no, reconocemos su autoridad en la defensa de esos valores esenciales para nuestra forma de concebir la vida. Lo confieso. Yo era uno de esos agnósticos que seguí con detalle las ceremonias de despedida de Juan Pablo II y de convocatoria del Cónclave. Es verdad, yo deseaba la elección de Ratzinger, aunque tuviera pocas esperanzas. Era demasiado bonito para ser verdad. Como otros muchos europeos, confío en lo mucho que este hombre puede hacer por nuestro viejo y decaído continente. Nuestra moderna sociedad de masas, el Estado de Bienestar, ha desarrollado comportamientos escasamente liberales La combinación de materialismo y relativismo tiene efectos letales evidentes en la falta de objetivos de grandes metas colectivas.
Florentino Portero, Analista del Grupo de Estudios Estratégicos. Expansión.
Ellos no forman parte del club y, por lo tanto, no son quienes para participar. Pero no ha sido así. Es evidente que no estaban preocupados por que otros candidatos actuaran de forma heterodoxa. Si deseaban a Ratzinger era porque representaba mejor que ningún otro la alianza entre inteligencia analítica y firme defensa de los principios. Se ha repetido hasta la saciedad que es el crítico por excelencia del relativismo. El atractivo de Ratzinger para los liberal-conservadores agnósticos no reside en su defensa de una ortodoxia que, en gran medida, desconocen, sino en su reivindicación de los principios y valores, en la afirmación de que existe el bien y el mal, lo justo y lo injusto, la verdad y la mentira. No todo vale. No todo es relativo. Una cosa es respetar la opinión de un individuo y otra es aceptar que todos y ninguno tenemos razón. Legado judío y cristiano Para cualquier liberal-conservador resulta evidente que el conjunto de principios que rigen nuestra filosofía política son resultado de la evolución del pensamiento occidental a partir del legado judío y cristiano, del Antiguo y del Nuevo Testamento. Tanto Hobbes como Locke, tanto Constant como Tocqueville, son incomprensibles sin ese legado. Nuestro concepto de la dignidad humana, de su libertad y trascendencia, son judeo-cristianos. El liberalismo ha construido sobre él una filosofía de convivencia y progreso con firmes pilares. Nuestra moderna sociedad de masas, el Estado de Bienestar, ha desarrollado comportamientos escasamente liberales. Los firmes valores se han relativizado. Confundimos el respeto y la educación con el todo vale. Instituciones milenarias son socavadas en el marco de una comunidad que considera los principios como restos anacrónicos de una etapa primitiva del desarrollo humano. Lo políticamente correcto es dar por sentado que Occidente ha sido un desastre, que sus enemigos tienen buena parte de razón y que debemos renunciar a nuestra propia identidad. Si nos fijamos en nuestro entorno inmediato, el problema es distinto.
Frente al relativismo general, aquí nos encontramos un ataque frontal por parte del Gobierno a esos principios y valores. Tratan de imponernos una nueva moral clara y decididamente anticristiana y antiliberal. A través de la vía democrática se intentan barrer los propios fundamentos de la democracia. Muchos agnósticos, consciente o inconscientemente, se han sentido por estas razones próximos a la Iglesia y se han reconocido en las sucesivas intervenciones del cardenal. La afirmación de la verdad frente a la mentira, de lo justo frente a lo injusto, es recibido por muchos, en muy diversos puntos del planeta, como un maná vigorizador, como una esperanza para salir del agujero moral en el que nos encontramos. El conjunto de las iglesias cristianas son algo más que clubes de espiritualidad.
Nuestra historia está intrínsecamente unida a la experiencia religiosa judeo-cristiana y, para nosotros, la Santa Sede es, además, un referente. Las sociedades desarrolladas están generando monstruos que las devoran. El consumismo idiotiza y hace que las sociedades pierdan sentido crítico, fuelle moral y acaben siendo fácilmente manejables por demagogos de variopinta calaña. Muchos agnósticos leen a Ratzinger buscando sus reflexiones sobre la evolución de Occidente, el papel de los valores o la dignidad humana. Los judíos suelen decir que los antisemitas pueden ser unos salvajes, pero no son idiotas. Lo mismo podemos afirmar de todos aquellos que, de una forma u otra, combaten el cristianismo. Saben lo que hacen, voluntariamente tratan de minar un baluarte de los principios y valores que sustentan nuestra entera civilización, nuestro sentido de la dignidad y la libertad humana. Sin visión a largo plazo El Viejo Continente no se encuentra en uno de sus mejores momentos. Falta una visión en el largo plazo, una política económica sensata y decidida, falta valor para asumir los retos de nuestro tiempo y sobra conformismo, cobardía y apaciguamiento. No hemos llegado a esta situación por casualidad. La combinación de materialismo y relativismo tiene efectos letales, evidentes en esa falta de ob-jetivos, de grandes metas colectivas. Ésta es nuestra nave y no tenemos otra.
Benedicto XVI puede jugar un papel relevante en el despertar de Europa, si es que tal cosa llega a suceder, porque los grandes trazos de su programa son mucho más que religiosos. Los cardenales sabían lo que hacían eligiendo a Ratzinger. Su papado no será largo, pero muchos confiamos en que sea intenso. No hace ni dos días de su elección y la artillería mediática ya ha lanzado cargas de variado calibre contra él. Criticaron despectivamente a Juan Pablo II durante años, quisieron capitalizar los sentimientos que su enfermedad y fallecimiento provocaron, pero han captado todo el significado de la elección de Benedicto XVI y han comenzado las acciones de deslegitimación y descrédito. Pueden ser malvados, pero no idiotas. Por la misma razón que ellos le critican, otros, creyentes o no, reconocemos su autoridad en la defensa de esos valores esenciales para nuestra forma de concebir la vida. Lo confieso. Yo era uno de esos agnósticos que seguí con detalle las ceremonias de despedida de Juan Pablo II y de convocatoria del Cónclave. Es verdad, yo deseaba la elección de Ratzinger, aunque tuviera pocas esperanzas. Era demasiado bonito para ser verdad. Como otros muchos europeos, confío en lo mucho que este hombre puede hacer por nuestro viejo y decaído continente. Nuestra moderna sociedad de masas, el Estado de Bienestar, ha desarrollado comportamientos escasamente liberales La combinación de materialismo y relativismo tiene efectos letales evidentes en la falta de objetivos de grandes metas colectivas.
Florentino Portero, Analista del Grupo de Estudios Estratégicos. Expansión.
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