lunes, abril 04, 2005

JUAN PABLO II: UN ENAMORADO DE CRISTO

CARDENAL JULIÁN HERRANZ

Si por llevar 26 años trabajando junto a Juan Pablo II alguien me pidiese resumir toda su vida en una sola palabra -algo semejante me sucedió ya en el caso de San Josemaría Escrivá-, no dudaría en señalar esta palabra: «Enamorado». Bien sé que sobre la riqueza y el impacto mundial de la vida y ministerio de Juan Pablo II se escribirán bibliotecas enteras. Pero la clave de la interpretación de todos sus dichos, escritos y hechos -de toda su vida- es, a mi modo de ver, una sola: su apasionado amor a Cristo. Un amor barruntado ya en los años de infancia y adolescencia en Wadowice, pero crecido con lucidez y fuerza arrolladora, en la etapa juvenil de Cracovia, también por influencia de su gran amigo Jan Tyranowski, que introdujo al joven Karol Wojtyla en el conocimiento de los místicos castellanos, especialmente de San Juan de la Cruz.

Proclamando ese amor quiso iniciar su pontificado en la Plaza de San Pedro el 22 de octubre de 1978: «¡Abrid las puertas a Cristo... Abridlas de par en par...! ¡No tengáis miedo!». Recuerdo bien la conmoción de todos y también el desconcierto de algún colega de la Curia Romana ante un Papa que más que hablar gritaba su amor a Cristo. Y pocos meses después escribía en su primera Encíclica, «Redemptor hominis», que «el hombre no puede vivir sin amor», y que es precisamente Cristo, el Amor de Dios encarnado, quien revela al hombre esa íntima realidad de su existencia y de su destino eterno: «Es Cristo redentor quien revela plenamente al hombre el hombre mismo».

En estos días he respondido a diversos periodistas que se suele hablar de los muchos récords batidos por el Papa (centenares de viajes apostólicos, encuentros con millones de fieles, documentos doctrinales y disciplinares publicados, etc., etc.), pero nadie habla de otro récord que en mi opinión es precisamente el que ha hecho posible todos los demás: el récord de horas diarias pasadas ante el sagrario. Es ese trato contemplativo con el Amor lo que ha dado a Juan Pablo II el impulso de evangelizador para ir a anunciar a Cristo en todos los areópagos del mundo: desde la Asamblea General de las Naciones Unidas hasta los poblados aborígenes de Australia, pasando por el mismo Areópago de Atenas.

El sábado 3 de mayo de 2003, cuando el Airbus 321 de «Alitalia» que llevaba a Juan Pablo II a España volaba sobre el Mediterráneo, los eclesiásticos del séquito pasamos uno a uno a saludar brevemente al Papa. Desde la ventanilla se veían ya las costas del Levante entre los F-18 de escolta que habían salido a nuestro encuentro. Me limité a decir al Papa que agradecía a Dios la posibilidad de acompañarlo a la tierra de San Juan de la Cruz y Santa Teresa. Juan Pablo II me apretó fuertemente la mano y sonrió, haciendo visible esfuerzo para vencer la rigidez parkinsoniana de sus músculos faciales. Después dijo, y me parece justo recordarlo para los lectores españoles: «Todo viaje a España es para mí una gran alegría».

He recordado también otras veces las tres razones principales declaradas -también en conversaciones privadas- del profundo afecto de Juan Pablo II a España: la razón histórica de haber sido la tierra donde prendió la semilla del Evangelio ya desde los tiempos apostólicos; la razón cultural de un pueblo donde esas hondas raíces cristianas han inspirado obras literarias y artísticas, ordenamientos jurídicos e instituciones universitarias universalmente famosos; y la razón evangelizadora de los innumerables misioneros que salieron de España para iluminar y fecundar con la Buena Nueva de Cristo otros muchos pueblos y culturas.

Ahora, en estos conmovedores momentos del tránsito de Juan Pablo II a la vida eterna, al encuentro definitivo con el Amor, quisiera evocar una reveladora declaración que él hizo en Alba de Tormes, hablando de Santa Teresa de Ávila: «Ella, con San Juan de la Cruz, ha sido para mí maestra, inspiración y guía por los caminos del espíritu. En ella encontré siempre estímulo para alimentar y mantener mi libertad interior para Dios y para la causa de la dignidad del hombre». Ella, que también vivió y murió locamente enamorada de Cristo.

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