domingo, abril 03, 2005

Juan Pablo II vive

Ismael Medina

JUAN PABLO II no ha muerto. Vive ya para la eternidad en el seno del Padre. Su cuerpo cayó en el sepulcral silencio de lo efímero y con el tiempo será sólo ceniza. Pero su alma ha hecho ya el último y definitivo camino de su peregrinar sin descanso por entre una humanidad herida para llevar la Verdad evangélica del amor, del perdón, de la fraternidad, de la justicia, de la libertad, del sacrificio, de la ejemplaridadad. De lo que Dios hecho hombre en la carne de Jesús el Nazareno vino a predicarnos y refrendó con el suplicio y la muerte en la Cruz.

No es hora de enarbolar crespones luctuosos ni de lacerar el alma con lamentos. No es hora de fúnebres condolencias sino de repique a Gloria.. El ejemplo de Juan Pablo II, siempre cercano a los que sufren y reconfortándolos con su propio calvario, nos conduce al reencuentro con aquellos primeros cristianos que, tras enterrar los despojos de sus seres queridos, se reunían en la explanada que da acceso a las catacumbas romanas de San Calixto y celebraban con gozo que sus muertos habían sido elegidos por Dios anticipadamente para la felicidad infinita de Su presencia.

El alma de Juan Pablo II se evadió del cuerpo doliente cuando se celebraba la liturgia del Domingo de Misericordia que él instituyo para que se celebrara una semana después del Domingo de Resurrección y como coronación de la Pascua. Ese encadenamiento simbólico resulta a la postre harto más aprehensible y de superior hondura para el creyente que un tratado de teología. La fe hay que sentirla y vivirla en lo más profundo del alma. Y recrecerla cada día, recobrándola de las caídas. Siempre sin miedo y con alegría. Como Juan Pablo II, lo mismo cuando era sólo Karol Wojtila que tras ser elevado a la Silla de Pedro.

No han faltado en esta hora los que lamentan con falsa compunción que el Papa mostrara las lacras de su salud a lo largo del calvario en los últimos años de pontificado. Incordia la imagen del activismo evangélico desde el dolor al hirsuto racionalismo materialista de nuestro tiempo. Juan Pablo II, un alma gigante, nos ha mostrado que el fundamento de la fe para el católico radica en una sincera imitación de Cristo. Nos ha enseñado que hemos de tener el valor de dar testimonio público de la fe en la sociedad de nuestro tiempo, sin miedo a incomprensiones, despegos o burlas.

Laín Entralgo enseñaba a los de nuestra generación en la mocedad universitaria la comprometida virtud de lo que llamaba el heroísmo cotidiano, construido a partir de una vocación de servicio y de la exteriorización espontánea y sin alardes de nuestras convicciones. En cierta medida, aunque con proyección trascendente, es lo que nos enseñó Juan Pablo II, primero con su compromiso como seglar, luego como sacerdote y finalmente como Vicario de Cristo.

Juan Pablo II no fue conservador ni progresista, adjetivaciones estúpidas muy de nuestro confuso tiempo, sino tan sólo un fiel siervo de Dios, templado en la fragua del duro vivir junto a los acosados por la persecución, por las calamidades, por la injusticia y por todas aquellas desventuras que Jesús enumeró en las Bienaventuranzas como prenda para ver a Dios; y también en la de nuestros místicos. Se enfrentó a los problemas del mundo, siempre en son de paz, sin que le temblara la voz ante los poderosos para poner en evidencia sus yerros. Pero defendió con rigor el depósito evangélico de la fe predicada por Cristo sin mostrar debilidad alguna frente a quienes, fuera y dentro de la Iglesia, pretenden acomodar la enseñanza del Salvador a los desvaríos de una sociedad desnortada y a sus propias desviaciones. Firme en la fe, enérgico en su defensa, servidor del Pueblo de Dios, cercano siempre a la gente y conmiserativo, Juan Pablo II desgastó durante un cuarto de siglo las Sandalias del Pescador para predicar la Verdad en un mundo revuelto y envenenado por la Mentira.

Juan Pablo II vivirá con su rotunda personalidad en la memoria histórica, no sólo de la Iglesia. Pero vive en el regazo de Dios, hecho aliento de eternidad, para seguir mostrándonos el camino de la salvación, que nunca será un camino complaciente sino el tránsito hacia un paraíso difícil que habremos de ganar, como él hizo, con la alegre canción del sacrificio, del amor al prójimo y de la Verdad.

Hoy, día de Gloria y de Misericordia, Te doy gracias, Señor, por habernos deparado durante todos estos años un Papa como Juan Pablo II, hecho carne de Cruz y verbo apostólico.

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