Julián Herranz: «El carisma de Juan Pablo II es el de Cristo»
«Después de la elección, quiso cenar y dormir con los demás en Santa Marta. El arzobispo de Wensminster, que es muy lanzado, inició una canción de felicitación que, al final, seguimos todos»
Juan Manuel de Prada. E. E./
El cardenal Julián Herranz es un hombre enjuto, atezado y ascético, de cabellos en los que aún no se ha posado el invierno. En su conversación se funden los rasgos del estoicismo cordobés y la «finezza» romana, templados por un apasionamiento tranquilo que nunca se incendia ni desborda. Presidente del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, Su Eminencia guarda recuerdos de una juventud dedicada al estudio de la psiquiatría que un día rectificó para -como él gusta de repetir, en una expresión muy elocuente- «enamorarse de Cristo» y consagrarse al sacerdocio, descubriendo que el hombre no es, como quería Freud, un «animal reprimido», sino, como prefería Victor Frankl, un «ángel reprimido» que debe aceptar a Dios para entender mejor su naturaleza. «Mi vida está llegando al final -nos dice sin énfasis-, pero me confieso feliz, porque descubrí cuál era la voluntad que se me dictaba desde lo alto y traté de seguirla. Así hallé la verdadera felicidad. Ésa que el agnosticismo religioso y el relativismo moral quisieran ahogar en el fango, rebajando la naturaleza humana, degradándola hasta convertirla el algo que sólo satisface instintos, y no las ansias espirituales que anidan en nuestro corazón.
-Sin embargo, parece que cuando la Iglesia defiende valores que nos saquen del fango se tropieza con la incomprensión. -Cuando la Iglesia -superando esa filosofía- defiende el verdadero sentido de la dignidad de la persona, del amor, del matrimonio o de la familia, no es que se esté defendiendo a sí misma, sino que está defendiendo una serie de valores humanos que lo han sido de culturas y religiones muy diversas, a lo largo de miles de años, y que han servido de referente para el verdadero progreso de la humanidad. Si esos valores se pierden habrá, no un progreso, sino un regreso de humanidad, de cultura, de civilización. Si esos valores se pierden, si se confunde la libertad con el libertinaje, se llegará a la perfecta confusión entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto.
-¿Qué podría detener, a su juicio, esta deriva? -Hacen falta en Europa intelectuales de inteligencia limpia, aunque no sean católicos. En Italia, afortunadamente, dichos inttelectuales existen; algunos, como Galli della Loggia, o el presidente del Senado, Marcello Pera, han mantenido con Benedicto XVI, cuando aún era cardenal, apasionados y muy fructíferos debates. Intelectuales que reconozcan el empobrecimiento sufrido por el hombre posmoderno, sometido a una especie de sectarismo positivista que no respeta una serie de valores que pertenecen a una ética natural. De la naturaleza humana surgen una serie de derechos que no pueden ser sometidos a transacción en los parlamentos; son derechos anteriores a la democracia, derechos que no pueden ser negociados, adulterados o manipulados al antojo de una mayoría. Detecto en algunos sectores de la sociedad europea -y especialmente de Bélgica y España- una anulación de esas coordenadas de valores, el mismo rechazo a sus raíces culturales que ha caracterizado en la historia a los pueblos en decadencia. En Italia y en otras naciones no sucede, afortunadamente, lo mismo, existe una confluencia entre el pensamiento cristiano y el pensamiento laico muy provechosa para ambos. Me gustaría que lo mismo sucediese en España.
-Sin embargo, es sobre todo en España donde se presenta ahora una imagen torva de Benedicto XVI -Lo presentan como el gran inquisidor, el hombre duro e inflexible. Pero se trata de una leyenda negra. Cuando vean de verdad como es, la leyenda negra va a desaparecer. Siempre, claro está, que no haya medios de información o corrientes de tipo político que insistan en querer tratarlo con esa etiqueta forzando la realidad. Yo lo conozco bien, es un hombre de una sencillez y afabilidad extraordinarias. La gente que no tenga prejuicios, que sea sincera, que sea abierta, que quiera conocer la realidad, olvidará esa imagen falsa que se nos ha ofrecido de él. Pero creo que a algunos, aun sabiendo que esa imagen no se corresponde con la realidad, les interesará mantener esa especie de espantapájaros. ¿Por qué? Muy sencillo. Porque las ideas del Papa no van a ser condescendientes con la ideología que con un sentido totalitario ellos quieren imponer desde los medios políticos y de información pública que tienen en sus manos. Esa ideología es la del agnosticismo religioso y del relativismo moral. Quienes son partidarios de esta filosofía destructiva estarán muy interesados en mantener e incluso en hinchar esa imagen deformada de Benedicto XVI.
-Incluso se ha pretendido tergiversar la emoción que estalló tras la muerte de Juan Pablo II... -En los días que mediaron entre la muerte de Juan Pablo II y la celebración de las exequias, he visto desde mi despacho ese mar de gente, durante las veinticuatro horas del día. Por la noche bajé muchas veces a la plaza de San Pedro: muchos querían confesarse, incluso gente que llevaba alejada de la Iglesia años y años. Uno dijo: «Quiero llegar a ese hombre que me habla de Cristo a ver si Cristo me ayuda a salir de la droga». Yo me preguntaba: «¿Qué va a ver esta gente, en pie durante tantas horas? ¿Un muerto, acaso? No, va a ver a un Vivo. En aquel que estaba allí, humanamente muerto, ellos habían visto a Cristo. El carisma de Juan Pablo II es el carisma de Cristo. Pienso que el mundo va a ver reflejado ese mismo carisma en su sucesor Benedicto XVI, porque va a ser un pontificado que yo llamaría de la «continuidad dinámica». Uno y otro nos enseñan que la felicidad es Cristo, frente a las felicidades puramente temporales y pasajeras que seducen a tantos. ¡Cuánta tristeza hay en la sociedad de la abundancia! ¡Qué pena me da saber, por ejemplo, que en las farmacias de Bélgica -y no me sorprendería que ocurra pronto en España, si las cosas siguen así- se venden unos kits para quienes se quieren suicidar! A quienes en la «sociedad consumista» se han alejado de Cristo, perdiendo así la paz y la alegría, Juan Pablo II les enseñó que Cristo es el «Camino, la Verdad y la Vida». Cierta «inteligentsia» ha visto en las efusiones de aquellos días un acto de idolatría; y es que desde el agnosticismo religioso y el relativismo moral, estas cosas no se entienden, incluso se teme que sean verdad, que la fe en Cristo arrastre a la gente, y haga descubrir la dimensión trascendente y religiosa de la vida, las categorías de eternidad, las únicas que pueden poner serenidad en el alma y dar respuestas a tantas preguntas que el hombre se hace y que el agnosticismo y el relativismo moral no saben responder.
-¿Cómo fueron los días del Cónclave? -Para mí, fueron un continuo recurrir al Espíritu Santo, a quien tengo gran devoción. Me pude recoger más en casa, para rezar mucho y encomendarme a la Virgen, la esposa del Espíritu Santo. No me pasaba por la cabeza el miedo de ser elegido, porque sabía que no tenía ninguna posibilidad. Yo creo que estaban más inquietos los que de alguna manera podían temer -no digo ambicionar- que fueran ellos los elegidos. Es casi infantil y muy pobre clasificar a los cardenales en conservadores o progresistas, de derecha o de izquierda. Estas son categorías que caben en una cuestión de orden político. Aquí lo que cada uno aporta es una reflexión sobre los problemas más acuciantes. Nuestra preocupación primordial era de naturaleza pastoral: los cardenales del Primer Mundo constatan la extensión de un fundamentalismo laicista que está intentando paganizar las sociedades cristianas, con una negación de la fe y un querer excluir la dimensión religiosa de la vida pública, relegándolo a la pura conciencia, e incluso poniendo límites a la posibilidad de educar las conciencias, limitando la patria potestad que tienen por derecho natural los padres.
-¿Permaneció ajeno a los dimes y diretes de la prensa? -Durante el Cónclave sí. Los días precedentes echaba una simple ojeada a los resúmenes de prensa. Muchas de las cosas que se decían sobre el Cónclave o eran obvias o se quedaban a nivel sociológico. Y yo me tenía que mover a un nivel teológico y pastoral. Se trataba de examinar los problemas y esperanzas de la Iglesia y de buscar la persona que reuniera más condiciones para ser el mejor instrumento de Dios en esas circunstancias. Y eso es lo que ha pasado. La emoción que se siente en la Capilla Sixtina llevando el voto en alto hacia el altar donde se halla la urna, bajo el Juicio Final de Miguel Ángel, es indescriptible. Entonces se pronuncia el juramento solemne de elegir en conciencia al que parece más digno para ser el sucesor del Apóstol Pedro como Pastor de la Iglesia universal. La responsabilidad es muy grande. Yo es la cosa más seria que he podido hacer en mi vida. Había un silencio en la Capilla Sixtina enorme, un gran espíritu de oración y recogimiento. Yo cogí la costumbre de ir encomendando al Espíritu Santo a los que iban pasando en fila delante para votar, porque pensaba que ellos también me encomendaban a mí.
-Y, tras el recogimiento, la alegría. -Una alegría inmensa. Cuando llegamos a la papeleta 77 del elegido, nos levantamos en pie aplaudiendo. Era una forma de dar gracias a Dios, de alabar al Espíritu Santo, que nos había llevado ya en la cuarta votación a la cifra necesaria. Al cardenal Ratzinger lo vi en ese momento como lo he visto siempre: es un hombre de una gran paz y serenidad interior. Como carácter es distinto a Juan Pablo II, que era arrollador; él tiene otra forma de ser más suave, pero eso no quiere decir que sea frío o distante o tímido. Él es un bávaro, o sea algo así como el andaluz alemán. Menos «prusiano», pero con capacidad de dominio de sentimientos, lo cual no quiere decir que no los tenga. Al estar acostumbrado al diálogo de las ideas, que no se imponen sino que se proponen, habla con la gracia y la elegancia intelectual de quien está dialogando y no soltando una arenga. Lo que me impresionó más cuando explicó las razones -lo hizo en latín- por las que eligió su nombre, fue la mención a San Benito, patrón de Europa, cuyo lema era: «Nihil Christo praeponatur», «Nada se anteponga a Cristo».
-¿Cómo fue su convivencia con el nuevo Papa en Casa Santa Marta? -La víspera de que lo eligiéramos Papa coincidí en la misma mesa con él para cenar; él se encargó de servirnos el agua y el vino a los demás, aunque era el Decano del Colegio y el que estaba presidiendo el Cónclave. Con gran sencillez escuchaba, preguntaba, cedía en el ascensor el paso. Ya después de la elección, quiso cenar y dormir con los demás en Santa Marta. El arzobispo de Wensminster, que es muy lanzado, inició una canción de felicitación que, al final, seguimos todos. Luego entonamos una oración litúrgica, «Oremos pro beatisimo Papa nostro», que sonaba como una especie de «Gaudeamus Igitur». A la mañana siguiente, en el ascensor, al bajar al desayuno, antes de acudir a la Capilla Sixtina para la misa concelebrada, el Papa iba con el cardenal Biffi, que le había preguntado qué tal había dormido. El Santo Padre no dijo ni bien ni mal, seguramente porque habría pasado toda o buena parte de la noche trabajando en el Mensaje que al final de la concelebración nos leyó en un perfecto latín. Biffi, que tiene un gran sentido del humor, le dijo: «Yo normalmente apenas duermo cuatro horas. Hoy, que ya por fin me he quedado tranquilo, he dormido cinco». Su Eminencia es un conversador fluvial, transparente y generoso que no ha mirado ni una sola vez el reloj, durante las casi dos horas que ha durado esta entrevista. Ahora, al intentar compendiarla en unas pocas líneas, me he sentido como aquel niño o ángel que San Agustín se encontró en una playa, tratando de encerrar en un hoyo excavado en la arena el agua del cóncavo mar.
2 comentarios:
Me encanta tu blog. ¿Te lo había dicho?
Gracias, Adosinda. Me nima bastante. Mi blog ha bajado dos puntos :'( y me has vuelto así :)
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