Para dejarse mirar por Él, para que su mirada, humanísima y sublimemente divina a la vez, nos toque el corazón y nos cambie la vida.
Madrid, 23/03/ 05 (Alfa & Omega)
Mirar a Jesucristo clavado en la Cruz con los ojos del cuerpo es una experiencia que el arte y la piedad cristiana nos ha facilitado a todos los que, por gracia, hemos nacido y vivido desde nuestra niñez en países de tradición cristiana.
En la Semana Santa española, con su bellísima tradición de las imágenes de los Cristos flagelados y crucificados, acompañados en los desfiles procesionales de la Virgen Dolorosa, nuestras pupilas se han llenado, año tras año, a lo largo de las diversas etapas de nuestra vida, de la visión conmovedora del rostro santísimo de Jesús clavado en la Cruz por nosotros y por nuestra salvación.
De nuevo, desde el Domingo de Ramos, hasta el Sábado Santo, las calles y plazas de nuestras ciudades y pueblos de España y, ¿cómo no?, también las de Madrid verán pasar al Crucificado, nuestro Salvador, representado en tallas esculpidas por los mejores artistas de todos los tiempos: lo verán las personas de edad, los padres y madres de familia, los jóvenes y, sobre todo, los niños... ¡Qué importante es que lo sepan mirar bien con los ojos del cuerpo, pero, sobre todo, con los ojos de su alma tan sencillamente abierta a las maravillas de Dios!
Madrid, 23/03/ 05 (Alfa & Omega)
Mirar a Jesucristo clavado en la Cruz con los ojos del cuerpo es una experiencia que el arte y la piedad cristiana nos ha facilitado a todos los que, por gracia, hemos nacido y vivido desde nuestra niñez en países de tradición cristiana.
En la Semana Santa española, con su bellísima tradición de las imágenes de los Cristos flagelados y crucificados, acompañados en los desfiles procesionales de la Virgen Dolorosa, nuestras pupilas se han llenado, año tras año, a lo largo de las diversas etapas de nuestra vida, de la visión conmovedora del rostro santísimo de Jesús clavado en la Cruz por nosotros y por nuestra salvación.
De nuevo, desde el Domingo de Ramos, hasta el Sábado Santo, las calles y plazas de nuestras ciudades y pueblos de España y, ¿cómo no?, también las de Madrid verán pasar al Crucificado, nuestro Salvador, representado en tallas esculpidas por los mejores artistas de todos los tiempos: lo verán las personas de edad, los padres y madres de familia, los jóvenes y, sobre todo, los niños... ¡Qué importante es que lo sepan mirar bien con los ojos del cuerpo, pero, sobre todo, con los ojos de su alma tan sencillamente abierta a las maravillas de Dios!
Mirar a Jesús, con los ojos del alma, mirarle clavado en la Cruz y escarnecido, mirar su cuerpo tan herido, sus afrentas y su muerte... es absolutamente imprescindible para comprenderlo en su más hondo significado; o, dicho con otras palabras, para dejarse mirar por Él, para que su mirada, humanísima y sublimemente divina a la vez, nos toque el corazón y nos cambie la vida.
Mirándole y contemplándole desde lo más profundo de nuestro ser, desde las raíces del alma, caeremos en la cuenta de que en la Cruz nos estaba amando hasta el extremo, hasta el punto de ofrecerse como víctima al Padre por nuestra salvación. Cargado con nuestros pecados, no duda en cumplir la voluntad de su Padre aceptando con todas sus consecuencias la única forma con la que se podía reconciliar al mundo con Dios: abriendo al hombre, a cada hombre y a la Humanidad entera, para siempre e irrevocablemente, el camino del perdón verdadero que integra y desborda las exigencias de la justicia por la vía de la misericordia: el camino del amor misericordioso.
Sin rehuir su mirada
Fijar la mirada del alma en Cristo crucificado, sin rehuir la suya, la que nos dirige a cada uno de nosotros, sólo es posible si, a renglón seguido, la bajamos avergonzados y arrepentidos de nuestra tremenda ingratitud para con Él. No es lo mismo haber pecado antes de conocer a Jesucristo, el Hijo Unigénito de Dios Padre, por el don de la luz del Espíritu Santo, que después de haber creído en Él, haber renacido con Él a la nueva vida de los hijos de Dios y, por lo tanto, después de haber conocido la esperanza en sus promesas de bienaventuranza eterna y de haberle amado y seguido por los senderos más decisivos de la propia historia personal y colectiva.
«El que no está conmigo está contra mí», dijo Él a sus discípulos en uno de esos momentos llenos de dramatismo de su vida pública, donde era preciso optar y decidirse por Él y su Evangelio del reino de Dios. En el pecado, cometido por los cristianos, quiéranlo o no, se asume una posición contraria a la de Cristo, se está en contra de Él.
El cristiano que peca gravemente, menosprecia la sangre derramada por Cristo en el Calvario, responde al sacrificio de su cuerpo y de su sangre, ofrecidos como víctima humano-divina por nuestra salvación, amándonos infinitamente, con el desconocimiento y el rechazo o, en el mejor de los casos, pasando cobardemente de Él.
Si queremos, pues, vivir fructuosamente esta Semana Santa, habremos de seguir el consejo de san Ignacio de Loyola tan emotivamente expresado en el Libro de los Ejercicios, al llegar a la Semana de las meditaciones de la Pasión del Señor (n. 203): el de pedir y sentir lo que «es propio de demandar en la Pasión, dolor con Cristo doloroso, quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Cristo pasó por mí».
La conversión de vida en la Semana Santa del 2005, para los cristianos de Madrid, pasa, pues, por el examen sincero y humilde de conciencia que ha de preguntarse de si estamos con Cristo o contra Él. Pregunta que hay que hacerse sin tapujos y falsos pretextos o disculpas hipócritas.
Toda situación de pecado mortal en cualquier ámbito de la vida personal o social, aunque no incluya la negación o el abandono explícito de la fe, entraña siempre un No al Cristo de la Cruz. Un No, sin embargo, reversible que puede, incluso, convertirse en un Sí, abriendo el corazón a su mirada misericordiosa y dejándose amar por Él.
En el sacramento de la Penitencia se encuentra el sitio más certero –¡en definitiva, el único!– donde ese encuentro con el perdón y el amor misericordioso de Cristo, a quien tanto le costó nuestra redención, se da en toda su verdad y se traduce en un nuevo comienzo de la vida y para la vida en Él.
¡Un cristiano, a quien le signifique algo en la configuración de sí mismo y de su existencia diaria la Pascua del Señor, no puede aspirar a su celebración gozosa, hoy como ayer y como mañana, si no busca a la Iglesia y en la Iglesia a Jesucristo, que por el ministerio de los sacerdotes, unidos a su obispo, le mira, le escucha la confesión de sus pecados, acoge sus lágrimas y le perdona con un amor que supera todas las capacidades de amar que creatura alguna, aun la más ensalzada en los cielos, pudiera nunca ofrecerle!
El mayor servicio que la Iglesia y los cristianos podemos prestar a los hombres de nuestro tiempo, encerrados herméticamente en sus pecados hasta el punto de declararse incapaces para reconocer su existencia, es el de la celebración, sentida y piadosa, de la liturgia de los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor con los frutos de verdadera conversión que de ella nacen.
¡Santa María, Madre del Señor y Madre nuestra, Madre de la Iglesia, Virgen Dolorosa, Santa María de La Almudena..., ayúdanos en esta Semana Santa a saber estar a tu lado, junto a la Cruz de tu Hijo, para que nos vea, y su mirada nos traspase el alma, y, así, nos cambie la vida y de pecadores pasemos de nuevo a ser hijos queridos!
+ Antonio Mª Rouco Varela
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