La celda sellada de Sor Lucía
Vittorio MESSORI escritor y periodista
Sor Lucía, añadiendo más enigma al enigma (o para el que lo prefiera, más casualidad a la casualidad), se ha ido un día 13, la misma fecha en la que tuvieron lugar las apariciones en la Cova da Iria, en la desolada estepa azotada por el viento del Atlántico; la misma fecha también en que Alí Agca apuntó su pistola contra Juan Pablo II.Pero la desaparición de la última vidente no ha cerrado el caso. Es más: quizá lo ha reabierto hacia horizontes desconocidos. No sabemos qué encontrarán en su inaccesible celda de enclaustrada en la que, como ha confirmado el obispo de Coimbra, sor Lucía podría haber tenido otras apariciones; la celda en la que ha escrito un diario en el que ha redactado cartas para los papas, donde ha apuntado sus intuiciones místicas. La celda ya ha sido sellada y todo lo que hay dentro de ella será revisada por teólogos y monseñores de confianza enviados, se supone, por el mismo cardenal Ratzinger que, como custodio de la ortodoxia, debe cuidarse de tentaciones visionarias que siempre vuelven. Y tampoco puede negarse que esas cartas terminen, apartadas para siempre, en alguna sección no consultable del Archivo Secreto del Vaticano.
A diferencia de santa Bernardette que, en el convento de Nevers vivió como una monja más excepto en su continuo sufrimiento físico, la carmelita Irmá Maria Lucia de Jesus y do Coraçao Inmaculado (para el siglo Lucía de Jesus dos Santos) siguió su misterioso destino de mediadora con «otra» realidad. Dicen que en el propio monasterio era venerada, pero nunca temida, como testigo de una dimensión inquietante, como depositaria de una sabiduría que no le venía ciertamente de su origen de campesina pobre e ignorante, sino de un privilegio sobrenatural.
Pablo VI quiso dedicar uno de sus pocos viajes al lugar de Fátima: aquel Papa intelectual, formado en la cultura francesa, no parecía moverse a gusto en el mundo de la mística. Sin embargo, con esta carmelita tuvo un largo coloquio privado, un tête-à-tête del que, quizá, quede una trascripción en las cartas de la difunta y en el que el Papa Montini quiso sondear las capacidades proféticas que se le atribuían a Sor Lucía. Es bien sabido que el Papa Juan Pablo II no ha dejado nunca de pedirle oraciones especiales para necesidades especiales: de la Iglesia y personales. Y fue el mismo Papa Wojtyla el que, violando de algún modo la prudencia milenaria del Magisterio en cuestiones de «revelaciones privadas», quiso que el propio Secretario de Estado leyera en su presencia -con posterior comentario teológico por el Cardenal Prefecto de la Congregación para la doctrina de la Fe- las pocas líneas escritas a lápiz por la religiosa cuando todavía era joven.
El tercer secreto. Era el mítico «Tercer Secreto». Una lectura solemne, que, lejos de disipar el misterio, ha abierto otros muchos: sobre la interpretación, sobre los contenidos, sobre la totalidad del texto revelado. Sigue, y seguirá quizá por siempre, la madeja inquietante que Fátima representa. Embrollada también por las pasiones políticas, por un anticomunismo militante que ha utilizado a menudo como una maza las palabras de la Virgen sobre los «errores que Rusia esparcirá en el mundo» y que ha acusado al Papa Juan Pablo II y a sus sucesores de no haber querido revelar el Tercer Secreto y haber rechazado proceder a la consagración de Moscú al Corazón Inmaculado de María, como pedía la aparición. Pero los misterios se han concentrado también alrededor del nombre de la oscura aldea, que se ha convertido en una de las metas de peregrinación más frecuentadas del mundo. ¿Por qué la Virgen ha querido aparecerse en el único lugar de Occidente que se llama igual que la hija predilecta de Mahoma, aquella «Fátima» que en el mundo islámico toma de algún modo (sobre todo para los chiíes) el papel que desarrolla María en el catolicismo? Ésta es venerada por los musulmanes, dispuestos a lapidar a quien ponga en duda su virginidad perpetua; pero todavía por encima de María está Fátima, la bella, la santa, la misericordiosa esposa de Alí, primo del Profeta. Según algunos magistrados (y con los cuales comparto lectura), el ambiguo «killer» que disparó en la plaza de San Pedro un trece de mayo, día en que la liturgia de la Iglesia celebra Nuestra Señora de Fátima, no fue pagado por los servicios secretos del Este, sino por integristas islámicos, probablemente iraníes, que querían vengarse del «atraco» sufrido. María, en Fátima, se había aparecido para ellos, no para los infieles cristianos que se habían apropiado del suceso: esto era lo que, desde hacía años, se gritaba en las escuelas coránicas.Preguntas, problemas, enigmas inextricables en torno a esta aparición singular, porque su verdad está entre las más evidentes en la historia de los carismas. Difícil, realmente, negar que «algo» grande y terrible sucedió en 1917 en aquel rincón de Portugal cuando tenemos tantas fotografías e incluso retazos cinematográficos que muestran una multitud de decenas de miles de personas, primero desconcertadas y después en fuga, aterrorizadas por el sol que «bailaba» y que después, rotando, parecía precipitarse sobre la tierra para incendiarla. Ni siquiera la masa de «espíritus fuertes», de «librepensadores» llegados de Lisboa y Oporto para burlarse de la «superstición» osó negar la realidad del evento aterrorizador. Es más, muchos se convirtieron al catolicismo más ferviente (como ocurrió con el corresponsal del periódico de las Logias, ásperamente anticlericales) y testificaron en el proceso de beatificación de los dos pastorcillos muertos pocos después, tal y como la Señora había predicho.
Resulta difícil pensar que Lucía, líder de aquel pobre grupito, no siga en los altares la suerte de sus primos. Aunque también aquí surge un enigma, o si se quiere, otra primicia en la Historia de la Iglesia: una especie de «santa anunciada», una persona predestinada aún estando viva a la gloria del Canon, la lista de los que son proclamados ejemplos e intercesores para el mundo.
María interviene en la Historia. Fátima, por tanto, no es más que un eslabón en la cadena de las intervenciones marianas reconocidas oficialmente por la Iglesia. Una serie de eventos que acompañan a la modernidad desde que surgieron en 1830, cuando tuvo lugar la aparición en París, en la rue du Bac, contemporánea a la caída definitiva de los Borbones, y por tanto, al final sin retorno del Antiguo Régimen. Lourdes, 1858, es contemporánea al triunfo del cientifismo, del positivismo ateo. Fátima, 1917, lo es de la revolución soviética. Banneux, en las Ardenas belgas, 1933 (la última aparición reconocida en Europa) coincide exactamente con la toma de poder por parte de Hitler. Existe, para los creyentes, una suerte de «historia paralela» que acompaña a la oficial, como si la Madre de Cristo quisiera intervenir en los momentos decisivos para confortar y advertir. De esta historia milagrosa, la carmelita muerta en Coimbra el primer domingo de cuaresma ha sido el último testigo. Al menos por ahora. (trad. M. Velasco)
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