CUANDO un ser realmente querido muere, la muerte deja de ser un acontecimiento social, nos interpela directamente y nos golpea con violencia, nuestra propia instalación en el mundo se ve alterada. Las cosas no presentan el mismo color, los matices cálidos y brillantes giran a fríos y oscuros. La euforia vital se contrae, se atenúa la alegría de vivir, nuestros proyectos se reducen y se hacen relativos. La muerte no es ya una remota posibilidad, ha cobrado presencia, es una realidad que también a mí me afecta: las letras del tiempo se presentan en plazos inexorables.
Cuando un ser querido muere, nuestro entorno queda empobrecido, el tejido de relaciones que daban sentido a nuestra vida sufre un desgarrón, se hunde parte de nuestro mundo. Agustín de Hipona, en sus 'Confesiones', relata en tonos dramáticos la pérdida de un amigo en plena juventud: las tinieblas inundaban su corazón, la muerte aparecía por doquier, su recuerdo se volvía tortura al saberlo perdido, por todas partes lo buscaba y no lo encontraba. Le faltaba la mitad de su alma. Tenía tedio de la vida y miedo a la muerte. Y nos da la razón: «Había muerto aquél a quien yo amaba como si no hubiera de morir. Había amado a aquel hombre que había de morir como si fuese inmortal». Le sorprendió que muriera el que consideraba inmortal, porque lo había amado como si realmente lo fuese.
Pero el amor siempre procede así, quiere durar eternamente. En el entusiasmo del amor, estimamos a la persona amada como inmortal y pretendemos que la situación feliz permanezca perpetuamente. Bien lo expresó Nietzsche: «Toda alegría quiere eternidad ¿Profunda, profunda eternidad!». Y Unamuno: «La sed de eternidad es lo que se llama amor entre los hombres; y quien a otro ama es que quiere eternizarse en él». Junto con él, unido a él, anhela permanecer en una dicha eterna. Por eso el amor es atisbo y vislumbre de un mundo distinto cuya ley sea la libertad. Del mismo modo, Gabriel Marcel: «Amar a uno es decirle: Tú eres inmortal». Tú no morirás, continuarás viviendo conmigo, en la unidad del nosotros, como persona, en tu verdadera realidad. «Aunque no pueda tocarte ni verte, yo sé que estás conmigo».
Una vez más, se adelantó Platón: «El amor es deseo de inmortalidad». El amor no se conforma con una posesión temporal del objeto amado, quiere que lo bueno nos pertenezca siempre. Por eso, en el amor, descubrimos la inmortalidad: en su dimensión profunda, tiene un no sé qué de perennidad, el amor se jura eterno. Y la deseamos. Pretendemos que nuestros seres queridos vivan eternamente, no nos resignamos a su total extinción. Ni a la nuestra, en el amor entrevemos nuestra vocación más auténtica.
Este hambre de inmortalidad se ha manifestado siempre a través de los tiempos. Ya el neandertal enterraba reverentemente a sus muertos -orientados al Sol naciente, en posición fetal- los teñía con ocre rojo, símbolo de la vida, y los dotaba de utensilios que facilitasen su actividad en el más allá. En los albores de la historia, la primera obra maestra de la literatura universal nos narra la epopeya de Guilgamesh, que parte animoso en busca de la inmortalidad. La religión irania, desarrollando la antigua concepción indoeuropea, no sólo nos describe el viaje del alma después de la muerte, sino que proclama la resurrección de los cuerpos y el juicio final. El culto a los antepasados es testigo de la creencia china en la vida de ultratumba, en el confuciano Libro de los Ritos se lee que el alma espiritual y su fuerza vital vuelven al cielo, mientras que el cuerpo y el alma sensitiva permanecen en la tierra. Sin duda alguna, debemos incluir el ansia de pervivencia entre los más antiguos, intensos y apremiantes deseos de la humanidad.
Porque resulta claro que la muerte definitiva convierte la vida en un sinsentido. La conciencia reflexiva no puede ser simplemente un relámpago entre dos eternidades de tinieblas. Es impensable que vengamos del silencio y retornemos al silencio. Es violento y antinatural quebrar una vida que quiere seguir viviendo. «No hay muerte natural su presencia hace problemático el mundo» (Simone de Beauvoir). Por ello, se comprende la actitud: si tenemos que perecer, perezcamos; pero no sin resistencia, no hagamos que la nada sea una justicia.
Ahora bien, el mundo no es producto de la necesidad, sino del amor. Dios no es menesteroso, no tenía necesidad alguna de crearlo. Nos ha puesto en la existencia como personas, no como simples instrumentos. ¿Tiene sentido que un Dios bondadoso cree al hombre con ansias de infinito para dejarlo caer en el abismo del no ser? ¿Es comprensible que le haya dado conciencia de su existencia en el mundo simplemente para sienta la angustia de la muerte y se precipite en la nada? «Un Dios que no otorgara la inmortalidad no sería un verdadero Dios» (L. Feuerbach).
Si estuviera en nuestras manos, el ser amado nunca dejaría de existir. Pero Dios sí que puede hacerlo, y no se arrepiente de sus obras: el deseo de inmortalidad, tenaz en el hombre, equivale a una promesa implícita. Ante la muerte, podemos, pues, confiar en la bondad de Dios, y refugiarnos en la esperanza: «Tú, el Dios leal, me salvarás» (Salmo 30,6).
Cuando un ser querido muere, nuestro entorno queda empobrecido, el tejido de relaciones que daban sentido a nuestra vida sufre un desgarrón, se hunde parte de nuestro mundo. Agustín de Hipona, en sus 'Confesiones', relata en tonos dramáticos la pérdida de un amigo en plena juventud: las tinieblas inundaban su corazón, la muerte aparecía por doquier, su recuerdo se volvía tortura al saberlo perdido, por todas partes lo buscaba y no lo encontraba. Le faltaba la mitad de su alma. Tenía tedio de la vida y miedo a la muerte. Y nos da la razón: «Había muerto aquél a quien yo amaba como si no hubiera de morir. Había amado a aquel hombre que había de morir como si fuese inmortal». Le sorprendió que muriera el que consideraba inmortal, porque lo había amado como si realmente lo fuese.
Pero el amor siempre procede así, quiere durar eternamente. En el entusiasmo del amor, estimamos a la persona amada como inmortal y pretendemos que la situación feliz permanezca perpetuamente. Bien lo expresó Nietzsche: «Toda alegría quiere eternidad ¿Profunda, profunda eternidad!». Y Unamuno: «La sed de eternidad es lo que se llama amor entre los hombres; y quien a otro ama es que quiere eternizarse en él». Junto con él, unido a él, anhela permanecer en una dicha eterna. Por eso el amor es atisbo y vislumbre de un mundo distinto cuya ley sea la libertad. Del mismo modo, Gabriel Marcel: «Amar a uno es decirle: Tú eres inmortal». Tú no morirás, continuarás viviendo conmigo, en la unidad del nosotros, como persona, en tu verdadera realidad. «Aunque no pueda tocarte ni verte, yo sé que estás conmigo».
Una vez más, se adelantó Platón: «El amor es deseo de inmortalidad». El amor no se conforma con una posesión temporal del objeto amado, quiere que lo bueno nos pertenezca siempre. Por eso, en el amor, descubrimos la inmortalidad: en su dimensión profunda, tiene un no sé qué de perennidad, el amor se jura eterno. Y la deseamos. Pretendemos que nuestros seres queridos vivan eternamente, no nos resignamos a su total extinción. Ni a la nuestra, en el amor entrevemos nuestra vocación más auténtica.
Este hambre de inmortalidad se ha manifestado siempre a través de los tiempos. Ya el neandertal enterraba reverentemente a sus muertos -orientados al Sol naciente, en posición fetal- los teñía con ocre rojo, símbolo de la vida, y los dotaba de utensilios que facilitasen su actividad en el más allá. En los albores de la historia, la primera obra maestra de la literatura universal nos narra la epopeya de Guilgamesh, que parte animoso en busca de la inmortalidad. La religión irania, desarrollando la antigua concepción indoeuropea, no sólo nos describe el viaje del alma después de la muerte, sino que proclama la resurrección de los cuerpos y el juicio final. El culto a los antepasados es testigo de la creencia china en la vida de ultratumba, en el confuciano Libro de los Ritos se lee que el alma espiritual y su fuerza vital vuelven al cielo, mientras que el cuerpo y el alma sensitiva permanecen en la tierra. Sin duda alguna, debemos incluir el ansia de pervivencia entre los más antiguos, intensos y apremiantes deseos de la humanidad.
Porque resulta claro que la muerte definitiva convierte la vida en un sinsentido. La conciencia reflexiva no puede ser simplemente un relámpago entre dos eternidades de tinieblas. Es impensable que vengamos del silencio y retornemos al silencio. Es violento y antinatural quebrar una vida que quiere seguir viviendo. «No hay muerte natural su presencia hace problemático el mundo» (Simone de Beauvoir). Por ello, se comprende la actitud: si tenemos que perecer, perezcamos; pero no sin resistencia, no hagamos que la nada sea una justicia.
Ahora bien, el mundo no es producto de la necesidad, sino del amor. Dios no es menesteroso, no tenía necesidad alguna de crearlo. Nos ha puesto en la existencia como personas, no como simples instrumentos. ¿Tiene sentido que un Dios bondadoso cree al hombre con ansias de infinito para dejarlo caer en el abismo del no ser? ¿Es comprensible que le haya dado conciencia de su existencia en el mundo simplemente para sienta la angustia de la muerte y se precipite en la nada? «Un Dios que no otorgara la inmortalidad no sería un verdadero Dios» (L. Feuerbach).
Si estuviera en nuestras manos, el ser amado nunca dejaría de existir. Pero Dios sí que puede hacerlo, y no se arrepiente de sus obras: el deseo de inmortalidad, tenaz en el hombre, equivale a una promesa implícita. Ante la muerte, podemos, pues, confiar en la bondad de Dios, y refugiarnos en la esperanza: «Tú, el Dios leal, me salvarás» (Salmo 30,6).
Antonio Álamos Olmos/Profesor de Filosofía
Sí, Antonio, «amar es decir: tú no morirás»
No hay comentarios:
Publicar un comentario