Uno de los dramas más frecuentes y nocivos en la educación superior es que un profesor no tenga metas claras. Pero, ¿qué es carecer de ellas? ¿Saben los profesores con certeza en qué consiste su papel y qué se espera de ellos? Analizar el binomio instruir-educar ayuda a contestar estas preguntas.
Desde el siglo XVII hasta nuestros días, las universidades han dividido sus cátedras: por una parte profesores-instructores –la mayor parte de los miembros del claustro– y sólo unos cuantos profesores formadores de criterio y carácter, que suelen dar materias humanísticas. Sería el caso de los profesores de ética, filosofía social u otras ramas de la filosofía. Parece que los profesores-instructores no educan y que los profesores-educadores en realidad no instruyen.
La universidad ideal, realmente interesada en la excelencia académica, debe tender a que cada profesor instruya y eduque. Una excesiva especialización --instructores por un lado y por otro educadores-- no resulta eficaz en la práctica.
Aun las clases de humanidades más abstractas fracasarían si no dotaran a los alumnos de ciertos conocimientos prácticos, si no fuesen capaces de resolver problemas con esos conocimientos. Es decir, el ejercicio intelectual de resolver problemas o, lo que es lo mismo, la capacidad de aplicar los conocimientos teóricos a la realidad, forma parte de lo que llamamos instrucción: suministrar conocimientos técnicos, con frecuencia destinados a su inmediata aplicación en el ámbito laboral.
Educar, en cambio, es formar criterio y carácter, conceptos nada fáciles de definir.
PARA FORMAR CARÁCTER Y CRITERIO
El carácter es la capacidad de mantener un esfuerzo continuado frente a dificultades interiores o exteriores de quien obra, por fuerte que sea el desgaste y la contradicción que implique.
Son dificultades exteriores las que presentan otros agentes con los que el sujeto debe interactuar; interiores, las que repercuten fundamentalmente en la afectividad, como el desaliento, la soledad, el miedo, el recuerdo de fracasos anteriores, dificultades de convivencia con profesores o condiscípulos, desconfianza en las propias capacidades, etcétera. También pueden ser escollos interiores la enfermedad, la falta de claridad para resolver problemas de alguna materia del currículum escolar, proclividad a distraerse por una exuberante memoria o imaginación inoportunas, etcétera.
El profesor también batalla con dificultades materiales de distinta índole: una crisis económica, problemas familiares, falta de recursos o condiciones materiales mínimas para impartir adecuadamente una asignatura, alumnos indisciplinados o poco interesados en la materia, burocratismo sofocante para iniciativas que la hagan más llevadera, falta de tiempo para preparar adecuadamente la clase...
Los alumnos perciben el carácter del profesor que se esfuerza por superar esos problemas y carencias, y desgraciadamente también las negligencias o esfuerzos tibios e insuficientes. La primera formación que puede dar un profesor a sus alumnos para templar su carácter es el testimonio de su esfuerzo personal.
Para la formación universitaria específicamente, el criterio es el conjunto de valores y finalidades de índole moral, presentes en la aplicación de los conocimientos teóricos. Abarca también una serie de aprendizajes para desempeñarse en el ámbito laboral; desde cómo entrevistar a una persona respetando su dignidad, pero sin dañar a la empresa que quiere contratarlo, cómo castigar a un empleado que ofende a un colega, cómo resolver un conflicto de intereses, cómo cobrar a los futuros clientes, cómo aconsejar a un empleado cuyo matrimonio naufraga, y mil situaciones más.
Muchas llevan implícito un problema de justicia y por tanto de dignidad humana, otras requieren solidaridad, otras misericordia, otras habilidad para acabar con una situación de abuso, etcétera.
VALORES Y TESTIMONIO DEL PROFESOR UNIVERSITARIO
¿Cómo facilitar al auténtico profesor universitario la comprensión de sus metas? ¿Qué pasa si prescinde de las labores básicas de instruir y educar?
Podemos afirmar que un profesor que no instruye adecuadamente a sus alumnos, al nivel de sus conocimientos más o menos incipientes y de acuerdo a lo que exige la materia en cuestión, perderá toda autoridad moral para tratar de formarles el criterio y el carácter.
La instrucción puede parecer poco importante si la comparamos con la formación de esas dos habilidades, pero es pura apariencia. ¿De qué sirve a una persona tener criterio y carácter si no sabe cómo realizar el trabajo específico que se le confía?
Lo mismo ocurre a quien tiene instrucción pero no carácter, de nada le servirá saber qué debe hacerse en cada momento si a las primeras dificultades se desalienta. O a una persona bien instruida en alguna profesión y con carácter, pero sin criterio: creará conflictos, no sabrá cómo jerarquizar las múltiples tareas a que ha de abocarse un equipo de trabajo, ni distinguir entre una desviación leve de una grave.
¿Falla el criterio?, habrá carácter para cosas como corrupción, arrogancia, prepotencia, mercantilismo... ¿Falta carácter?, quiebra de propósitos, incapacidad para luchar, desánimo o rechazo de un proyecto a las primeras dificultades. Fáciles explosiones cuando no se le da la razón, fáciles depresiones o tristezas a las primeras dificultades y, sobre todo, no es una persona confiable. No se le pueden encargar tareas delicadas que exigen fortaleza de ánimo y tesón.
No se forma el carácter con sermones ni exhortaciones, sino con la exigencia del profesor y el ejemplo de su propia conducta. Baste decir que en ocasiones resulta positivo hacer una alegoría entre el educador universitario y los padres, educadores por excelencia. Un padre o madre, que exijan a sus hijos cosas que ellos no hacen, crean reticencia o, mejor, repugnancia hacia esas metas que quieren inculcarles. Es la famosa frase de Emerson: «lo que eres no me deja oír lo que dices».
Algunos profesores son impuntuales, otros entregan tarde los resultados de los exámenes que aplican, o bien, explotan llenos de cólera ante un suceso de ordinaria administración en las aulas, como que dos alumnos conversen, uno se duerma, otro salga del salón… Si el profesor pierde la serenidad y se deja llevar por la ira, el ejemplo para los alumnos será de falta completa de templanza, es decir, de autodominio.
Puede ser poco equitativo, al calificar exámenes beneficiar a quienes le simpatizan y reprobar a los que le resultan antipáticos; con lo que falta a la justicia y al orden. Se puede decir tanto sobre cómo repercute esto en los alumnos que más valdrá dejarlo para otro momento.
Hay un elenco de actitudes o virtudes (como las denominaban los griegos y romanos de la antigüedad y también los pueblos orientales) que desde hace muchos siglos se consideran claves en la formación del criterio y el carácter de los alumnos: orden, justicia, fortaleza, ecuanimidad, templanza, etcétera. A sus opuestas podríamos denominarlas «actitudes que destruyen un esfuerzo educativo integral». Analicemos algunas:
1. Populismo
Actúa así el profesor que desea resultar simpático a toda costa a los alumnos, al director o a otros profesores. Con esta actitud casi siempre se vulnera algún deber de justicia y de profesionalismo, por ejemplo:
a) Criticar frente a los alumnos a otros profesores, directivos, o políticas y reglamentos de una universidad, para aparecer ante ellos como un profesor valiente y libre, simpático y ubicado siempre del lado de los alumnos. Ordinariamente coincide que esta clase de profesores son incapaces de comunicar esas críticas a los directivos o a los colegas tan mal juzgados, porque no les interesa arreglar el entuerto que fulminan con sus diatribas. Semejante actitud implica falta de lealtad y justicia para con la institución y sus colegas.
Esos profesores piensan que nadie descubrirá su doble discurso con colegas y directivos, a quienes adulan cuando están presentes y critican a sus espaldas, porque se creen grandes diplomáticos, pero se equivocan. En una universidad, aun de grandes dimensiones, toda crítica termina difundiéndose con todo y autor.
b) Acordar algunas decisiones con los alumnos contrariando la normativa de la institución, sus políticas, prescindiendo de acuerdos previos o de las personas responsables. Ejemplo: cancelar clases por motivos inconsistentes, cambios de fechas en exámenes, excepciones a quienes gritan más pidiendo misericordia en las calificaciones etcétera.
c) Vulgaridad. Cuando al profesor no le importa bajar el nivel intelectual de la clase con su vocabulario, chistes de mal gusto o expresiones altisonantes. Estos profesores deforman el honor y dignidad de las funciones universitarias. Actitudes así no se dan jamás en los clásicos o en los grandes líderes políticos. Es indispensable distinguir el humor que podemos emplear en un aula universitaria del usual de una taberna.
2. Apasionamiento
Por supuesto, es conveniente que un profesor ponga pasión en su clase, pero desastroso que se deje llevar por emociones para premiar o condenar de antemano intervenciones y evaluaciones de sus predilectos o sus proscritos. Es dejarse llevar por simpatías o fobias, por resentimientos, suspicacias y, en ocasiones, por una personalidad emocionalmente desequilibrada.
También incurren en estos defectos quienes tienen reacciones desmedidas de cólera o un entusiasmo artificial para agradar al auditorio. Ciertamente en ocasiones además de que se debe actuar en justicia castigando, es lógico que también se experimente afectivamente gran antipatía por el alumno en cuestión. Sin embargo, la razón es la que debe medir el acto de respuesta, no el apasionamiento.
3. Debilidad
Hay profesores que por falta de carácter no se atreven a mantener el orden en clase o a exigir en los exámenes un esfuerzo progresivo de los alumnos al nivel de una cátedra universitaria. Puede decirse que se manifiesta un exceso de benevolencia cuando la mayoría del grupo saca calificación máxima y no existe ningún reprobado. Es signo inequívoco de debilidad del profesor. También cuando el profesor permite el «copiadero» y no se esfuerza para vigilar la honestidad de los alumnos al contestar exámenes. Esta falta de carácter trasmina de alguna forma a los alumnos, quienes se acostumbran a salir del paso con esfuerzos mediocres y empiezan a ver con naturalidad que el profesor se haga de la vista gorda frente al fraude.
4. Violencia
Es falta de carácter que el profesor se deje dominar por la ira u otro tipo de susceptibilidades. También puede ser una idea equivocada de la excelencia académica el caso de los profesores que reprueban a más de la mitad del grupo. Algo anda mal, sobre todo si no ocurre lo mismo con otros profesores que saben exigir.
El profesor excesivamente exigente se reprueba a sí mismo, demuestra que ni aun los alumnos que hacen un esfuerzo razonable han entendido su materia o pueden seguirle el paso que, por excesivo, representa también una injusticia. Nadie da lo que no tiene. Ordinariamente esta violencia se origina en la falta de experiencia académica con su correspondiente inseguridad personal. Algún profesor que no domina su clase quiere salir al paso de cualquier crítica a base de violencia: reprobar a la mayoría.
La inseguridad, además de provenir de un escaso dominio de la materia, puede tener su fuente en otros factores: fracasos anteriores o timidez excesiva acompañada de carácter revanchista. Alguien tiene que pagar la tensión que vive el profesor inseguro.
La violencia es un precedente nefasto para que los alumnos asuman actitudes ecuánimes y equilibradas en el trato con sus compañeros y más adelante en su vida profesional. Es notorio cómo muchos de los que la sufren, en lugar de evitarla cuando deben conducir grupos humanos, repiten exactamente el esquema del profesor violento, en ocasiones reforzado.
5. Impuntualidad
La impuntualidad se da en la asistencia a clase o en la entrega de calificaciones. Precedente pésimo que envía una señal equivocada sobre la falta de justicia que implica, parece que todo da igual o que quien tiene el poder puede ser impuntual. No le obligan los deberes de justicia que cualquier líder tiene con sus colaboradores.
La impuntualidad también es falta de carácter, casi siempre refleja una personalidad caprichosa o blanda. Muchas dificultades se evitarían en la vida profesional si los estudiantes hubieran sido formados en la puntualidad.
El mal se agrava cuando la impuntualidad versa sobre la entrega de calificaciones, ya que entonces el alumno no sabe qué debe hacer para el examen final, si su estudio fue suficiente o si ha comprendido bien la materia. Si supiera que no lo es, podría haber reforzado su estudio con más tiempo o con una metodología más adecuada.
El impuntual siempre tiene una causa que lo justifica. Muchas veces parece disco rayado. La mayoría de los habitantes del D.F. atribuye su impuntualidad al tránsito, sin considerar que otros, que siempre llegan a tiempo, circulan en la misma ciudad y con las mismas dificultades. Los casos de excepción son explicables, en cambio, resulta grotesco que un impuntual sistemático atribuya su pésimo hábito al tránsito o a otra causa.
6. Clases mal preparadas
Incurre en este detestable vicio quien deja todo para el último minuto. Le suele suceder al que después de un esfuerzo serio de preparación, acompañado de un razonable éxito al impartir la cátedra, se confía y, en el curso siguiente, no dedica un esfuerzo similar y se limita únicamente a los apuntes del curso anterior. También incurre en esta anomalía quien consulta un solo libro sin intentar enriquecer ese esquema acudiendo a otros textos. Hay profesores que, sin darse cuenta, repiten de generación en generación este dislate, incluso sus alumnos saben por sus compañeros del año anterior qué chistes cuenta y en qué momento.
Los alumnos se percatan perfectamente cuando el profesor repite un libro. Muchos llegan a clase con el texto y en vez de atender al profesor se ponen a leerlo, y con razón, ya que lo encontrarán más amplio y sin las lagunas que deja toda exposición oral.
Conocí a un profesor que todos los años destruía sus apuntes y volvía a preparar cada clase, amén de que consultaba siempre nuevos textos y sobre todo artículos de revistas, donde suelen aparecer los avances de las ciencias o las artes.
Quien se comporta de manera rutinaria ha renunciado a la excelencia y aspira a una áurea mediocridad, se trata de un profesor desordenado y por tanto muy irregular en la calidad de su clase. Estos vicios dejan en los alumnos la idea de que se pueden hacer las cosas sin calidad y que las medianías son suficientes para tener éxito en la vida.
7. Egolatría
Este defecto, muy relacionado con el apasionamiento y la inseguridad, consiste en un deseo casi enfermizo de aparecer como uno de los mejores profesores de la institución de que se trate, aunque la falta de experiencia o la excesiva juventud justifiquen que no sea el primero. Preocupados en exceso por su prestigio, ordinariamente sus poses y actitudes suelen ser ridículas y mueven más a la risa que a la admiración.
Al ególatra no le interesa saber si sus alumnos están aprendiendo, sino salir muy bien evaluado al final del curso. Más que educar, busca ser halagado o temido. No sabe rectificar cuando un alumno le hace ver que cometió una equivocación, o decir «no sé», porque le parece indigno de un catedrático.
Por lo general, tampoco acepta recomendaciones de la dirección de la Escuela o Facultad donde imparte clases, le repugna ser criticado; mientras que un hombre inteligente y funcional, al revés, teme no detectar sus defectos y agradece las observaciones que le hagan las autoridades universitarias para mejorar su clase.
El ególatra piensa que los alumnos no sospechan sus limitaciones; sin embargo, siempre se dan cuenta que el profesor no sabe y consciente o inconscientemente prefieren a un hombre sencillo que las reconozca abiertamente.
Este tipo humano, por otra parte, es víctima indefensa frente a la adulación y piensa que se desdora si reconoce méritos en quienes imparten la misma materia. Suele menospreciar a profesores más jóvenes o mejores que él, y le resulta traumático enterarse de que alguno salió mejor evaluado que él.
A un profesor equilibrado y maduro le da gusto saber que los jóvenes vienen empujando con calidad académica, y lejos de molestarse felicita a la institución que ha sabido seleccionarlos.
También el ególatra suele tener reacciones desproporcionadas, con frecuencia anda «sentido» con algún funcionario o profesor a quien no perdona cosas que casi siempre carecen de importancia.
Un profesor maduro tiene buen humor, acepta críticas e incluso suele resolver situaciones tensas y de agresión con facilidad, en razón de su ecuanimidad. Recuerdo el caso de la película Paper Chase, en que un alumno desesperado porque el profesor siempre encuentra puntos flacos cuando lo interroga, decide investigar la mente de su profesor para evitar sus trampas dialécticas. Llegado el caso, no lo consigue; furioso ante el revés y a riesgo de ser expulsado, insulta al profesor: «usted es un hijo de…», quien responde: «es lo único razonable que usted ha dicho en esta clase».
El ególatra jamás asistirá a un curso de perfeccionamiento didáctico o a oír expertos de su especialidad, ya que en su notoria autoridad y patente superioridad cree que perdería el tiempo o dejaría una mala impresión entre sus colegas o entre los alumnos, quienes deben pensar que nadie sabe más que él.
A esta clase de profesores sólo les interesa oír su propia voz, nunca fomentan el diálogo, ni ponen casos para discutir con los alumnos. Utilizan como tapadera su «libertad de cátedra». No se atienen a ningún temario, disfrutan narrando anécdotas en las que ellos son el personaje victorioso, violan los reglamentos porque «son para profesores normales no para gente de su talento».
En el fondo, también es un caso típico de quien esconde su inseguridad tras la arrogancia, autoritarismo, poco respeto a los alumnos, a su tiempo y a la justicia en las calificaciones. Cuando reprueba a un alumno no da razones, su explicación es «porque lo digo yo». Un exceso muy extendido que representa una grave injusticia.
EDUCAR EN LA CORTESÍA, EL ORDEN, EL RESPETO Y LA JUSTICIA
Estas virtudes requieren reflexión y estudio para encontrar en cada una el término medio, pero también exigen que el profesor las viva, las ponga en práctica y demuestre con su conducta que cree en dichos valores.
Por ejemplo, un profesor que no permite que el salón esté sucio al comienzo de la clase y ruega a los alumnos que le ayuden a limpiar y ordenar, recogiendo papeles, enderezando las sillas…, o el que antes de marcharse borra el pizarrón por respeto al profesor que le va a suceder, ambos dan una lección útil para sus alumnos en el futuro.
Estas personas buscan inculcar respeto hacia la cátedra universitaria, por eso no permiten a los alumnos presentarse con vestuario estrafalario o con sombreros o gorras, les pide que se descubran como una forma gráfica de demostrar el respeto. Ese lenguaje, del que toda organización universitaria tiene que echar mano si quiere cumplir su función educativa, no se expresa con palabras sino con símbolos.
También forma en la justicia el profesor que explica por qué pone una mala nota. En una época como la que vivimos, la sociedad siempre exige la justificación de las decisiones que toman quienes ocupan cargos de gobierno. Ordinariamente sólo los prepotentes contestan «porque lo digo yo».
El profesor que vive la cortesía y el respeto no abusa de la ironía, si la utiliza es siempre sin ofender a nadie; llama la atención con moderación, sin gritos ni aspavientos. Jamás grita en clase, domina con la vista a su auditorio y se gana su respeto y afecto.
Si realmente desea ser un educador, no se mantiene indiferente ante nadie, salvo que el número de alumnos imposibilite dar seguimiento a cada uno. Cuando no se da ese caso y sólo presta atención a los más atentos, los más estudiosos o simplemente los más simpáticos, deja de ser verdadero educador, en principio debería hacer algo similar a lo que un padre de familia: atender más a los que tienen más problemas.
Tal vez, ante un alumno arrogante quepa la actitud de ignorarlo hasta que modifique su postura, pero lo normal es que esté pendiente de todos y encuentre una palabra de ánimo o de exhortación para los que se van rezagando.
Un profesor que educa en el orden se atiene al programa, examina justamente sobre lo que advirtió que sería materia de examen. El que desprecia el orden y la justicia suele hacer preguntas que nadie puede contestar para afirmar su autoridad.
El profesor educador mantiene una actitud de escucha ante lo que piensan los alumnos de la materia, sus dificultades y perplejidades. Sabe escuchar y también mandar a otro momento las cuestiones que se desvían del tema de clase, pero, ni las desprecia ni contesta de manera destemplada que esa pregunta no viene a cuento.
Trata de comprender las preguntas y, cuando no sabe la respuesta lo dice con sencillez, ofrece estudiar a fondo la cuestión y pide a los alumnos que hagan lo mismo para establecer un diálogo en la clase siguiente y encontrar la mejor respuesta al problema.
Para ser querido y respetado no se rebaja ni se comporta como un alumno más. Deja clara su autoridad y misión conductora sin caer en el extremo opuesto de tratar con olímpico desprecio a los jóvenes. Lo normal es que surja una corriente recíproca de simpatía y afecto entre un profesor que respeta las virtudes mencionadas y sus alumnos.
DOS EJEMPLOS
Un profesor de Historia del Derecho preguntó a sus alumnos las razones por las que evaluaban tan bien a otro colega, le contestaron: «porque ese profesor nos amaba».
Yo pregunté en una ocasión a un profesor de Derecho Administrativo qué hacía para que sus alumnos estudiaran y lo respetaran tanto. Su respuesta fue: «realmente no sé cómo explicarlo, ya que hago lo que todo profesor hace en su clase». Pero uno de los presentes, que fue su alumno, intervino: «Yo sí sé por qué todos aprecian su clase. Es porque usted siempre fue puntual, vino al cien por ciento de sus clases, su exposición siempre estaba perfectamente preparada y era exigente y justo».
http://www.istmoenlinea.com.mx/articulos/27306.html
Desde el siglo XVII hasta nuestros días, las universidades han dividido sus cátedras: por una parte profesores-instructores –la mayor parte de los miembros del claustro– y sólo unos cuantos profesores formadores de criterio y carácter, que suelen dar materias humanísticas. Sería el caso de los profesores de ética, filosofía social u otras ramas de la filosofía. Parece que los profesores-instructores no educan y que los profesores-educadores en realidad no instruyen.
La universidad ideal, realmente interesada en la excelencia académica, debe tender a que cada profesor instruya y eduque. Una excesiva especialización --instructores por un lado y por otro educadores-- no resulta eficaz en la práctica.
Aun las clases de humanidades más abstractas fracasarían si no dotaran a los alumnos de ciertos conocimientos prácticos, si no fuesen capaces de resolver problemas con esos conocimientos. Es decir, el ejercicio intelectual de resolver problemas o, lo que es lo mismo, la capacidad de aplicar los conocimientos teóricos a la realidad, forma parte de lo que llamamos instrucción: suministrar conocimientos técnicos, con frecuencia destinados a su inmediata aplicación en el ámbito laboral.
Educar, en cambio, es formar criterio y carácter, conceptos nada fáciles de definir.
PARA FORMAR CARÁCTER Y CRITERIO
El carácter es la capacidad de mantener un esfuerzo continuado frente a dificultades interiores o exteriores de quien obra, por fuerte que sea el desgaste y la contradicción que implique.
Son dificultades exteriores las que presentan otros agentes con los que el sujeto debe interactuar; interiores, las que repercuten fundamentalmente en la afectividad, como el desaliento, la soledad, el miedo, el recuerdo de fracasos anteriores, dificultades de convivencia con profesores o condiscípulos, desconfianza en las propias capacidades, etcétera. También pueden ser escollos interiores la enfermedad, la falta de claridad para resolver problemas de alguna materia del currículum escolar, proclividad a distraerse por una exuberante memoria o imaginación inoportunas, etcétera.
El profesor también batalla con dificultades materiales de distinta índole: una crisis económica, problemas familiares, falta de recursos o condiciones materiales mínimas para impartir adecuadamente una asignatura, alumnos indisciplinados o poco interesados en la materia, burocratismo sofocante para iniciativas que la hagan más llevadera, falta de tiempo para preparar adecuadamente la clase...
Los alumnos perciben el carácter del profesor que se esfuerza por superar esos problemas y carencias, y desgraciadamente también las negligencias o esfuerzos tibios e insuficientes. La primera formación que puede dar un profesor a sus alumnos para templar su carácter es el testimonio de su esfuerzo personal.
Para la formación universitaria específicamente, el criterio es el conjunto de valores y finalidades de índole moral, presentes en la aplicación de los conocimientos teóricos. Abarca también una serie de aprendizajes para desempeñarse en el ámbito laboral; desde cómo entrevistar a una persona respetando su dignidad, pero sin dañar a la empresa que quiere contratarlo, cómo castigar a un empleado que ofende a un colega, cómo resolver un conflicto de intereses, cómo cobrar a los futuros clientes, cómo aconsejar a un empleado cuyo matrimonio naufraga, y mil situaciones más.
Muchas llevan implícito un problema de justicia y por tanto de dignidad humana, otras requieren solidaridad, otras misericordia, otras habilidad para acabar con una situación de abuso, etcétera.
VALORES Y TESTIMONIO DEL PROFESOR UNIVERSITARIO
¿Cómo facilitar al auténtico profesor universitario la comprensión de sus metas? ¿Qué pasa si prescinde de las labores básicas de instruir y educar?
Podemos afirmar que un profesor que no instruye adecuadamente a sus alumnos, al nivel de sus conocimientos más o menos incipientes y de acuerdo a lo que exige la materia en cuestión, perderá toda autoridad moral para tratar de formarles el criterio y el carácter.
La instrucción puede parecer poco importante si la comparamos con la formación de esas dos habilidades, pero es pura apariencia. ¿De qué sirve a una persona tener criterio y carácter si no sabe cómo realizar el trabajo específico que se le confía?
Lo mismo ocurre a quien tiene instrucción pero no carácter, de nada le servirá saber qué debe hacerse en cada momento si a las primeras dificultades se desalienta. O a una persona bien instruida en alguna profesión y con carácter, pero sin criterio: creará conflictos, no sabrá cómo jerarquizar las múltiples tareas a que ha de abocarse un equipo de trabajo, ni distinguir entre una desviación leve de una grave.
¿Falla el criterio?, habrá carácter para cosas como corrupción, arrogancia, prepotencia, mercantilismo... ¿Falta carácter?, quiebra de propósitos, incapacidad para luchar, desánimo o rechazo de un proyecto a las primeras dificultades. Fáciles explosiones cuando no se le da la razón, fáciles depresiones o tristezas a las primeras dificultades y, sobre todo, no es una persona confiable. No se le pueden encargar tareas delicadas que exigen fortaleza de ánimo y tesón.
No se forma el carácter con sermones ni exhortaciones, sino con la exigencia del profesor y el ejemplo de su propia conducta. Baste decir que en ocasiones resulta positivo hacer una alegoría entre el educador universitario y los padres, educadores por excelencia. Un padre o madre, que exijan a sus hijos cosas que ellos no hacen, crean reticencia o, mejor, repugnancia hacia esas metas que quieren inculcarles. Es la famosa frase de Emerson: «lo que eres no me deja oír lo que dices».
Algunos profesores son impuntuales, otros entregan tarde los resultados de los exámenes que aplican, o bien, explotan llenos de cólera ante un suceso de ordinaria administración en las aulas, como que dos alumnos conversen, uno se duerma, otro salga del salón… Si el profesor pierde la serenidad y se deja llevar por la ira, el ejemplo para los alumnos será de falta completa de templanza, es decir, de autodominio.
Puede ser poco equitativo, al calificar exámenes beneficiar a quienes le simpatizan y reprobar a los que le resultan antipáticos; con lo que falta a la justicia y al orden. Se puede decir tanto sobre cómo repercute esto en los alumnos que más valdrá dejarlo para otro momento.
Hay un elenco de actitudes o virtudes (como las denominaban los griegos y romanos de la antigüedad y también los pueblos orientales) que desde hace muchos siglos se consideran claves en la formación del criterio y el carácter de los alumnos: orden, justicia, fortaleza, ecuanimidad, templanza, etcétera. A sus opuestas podríamos denominarlas «actitudes que destruyen un esfuerzo educativo integral». Analicemos algunas:
1. Populismo
Actúa así el profesor que desea resultar simpático a toda costa a los alumnos, al director o a otros profesores. Con esta actitud casi siempre se vulnera algún deber de justicia y de profesionalismo, por ejemplo:
a) Criticar frente a los alumnos a otros profesores, directivos, o políticas y reglamentos de una universidad, para aparecer ante ellos como un profesor valiente y libre, simpático y ubicado siempre del lado de los alumnos. Ordinariamente coincide que esta clase de profesores son incapaces de comunicar esas críticas a los directivos o a los colegas tan mal juzgados, porque no les interesa arreglar el entuerto que fulminan con sus diatribas. Semejante actitud implica falta de lealtad y justicia para con la institución y sus colegas.
Esos profesores piensan que nadie descubrirá su doble discurso con colegas y directivos, a quienes adulan cuando están presentes y critican a sus espaldas, porque se creen grandes diplomáticos, pero se equivocan. En una universidad, aun de grandes dimensiones, toda crítica termina difundiéndose con todo y autor.
b) Acordar algunas decisiones con los alumnos contrariando la normativa de la institución, sus políticas, prescindiendo de acuerdos previos o de las personas responsables. Ejemplo: cancelar clases por motivos inconsistentes, cambios de fechas en exámenes, excepciones a quienes gritan más pidiendo misericordia en las calificaciones etcétera.
c) Vulgaridad. Cuando al profesor no le importa bajar el nivel intelectual de la clase con su vocabulario, chistes de mal gusto o expresiones altisonantes. Estos profesores deforman el honor y dignidad de las funciones universitarias. Actitudes así no se dan jamás en los clásicos o en los grandes líderes políticos. Es indispensable distinguir el humor que podemos emplear en un aula universitaria del usual de una taberna.
2. Apasionamiento
Por supuesto, es conveniente que un profesor ponga pasión en su clase, pero desastroso que se deje llevar por emociones para premiar o condenar de antemano intervenciones y evaluaciones de sus predilectos o sus proscritos. Es dejarse llevar por simpatías o fobias, por resentimientos, suspicacias y, en ocasiones, por una personalidad emocionalmente desequilibrada.
También incurren en estos defectos quienes tienen reacciones desmedidas de cólera o un entusiasmo artificial para agradar al auditorio. Ciertamente en ocasiones además de que se debe actuar en justicia castigando, es lógico que también se experimente afectivamente gran antipatía por el alumno en cuestión. Sin embargo, la razón es la que debe medir el acto de respuesta, no el apasionamiento.
3. Debilidad
Hay profesores que por falta de carácter no se atreven a mantener el orden en clase o a exigir en los exámenes un esfuerzo progresivo de los alumnos al nivel de una cátedra universitaria. Puede decirse que se manifiesta un exceso de benevolencia cuando la mayoría del grupo saca calificación máxima y no existe ningún reprobado. Es signo inequívoco de debilidad del profesor. También cuando el profesor permite el «copiadero» y no se esfuerza para vigilar la honestidad de los alumnos al contestar exámenes. Esta falta de carácter trasmina de alguna forma a los alumnos, quienes se acostumbran a salir del paso con esfuerzos mediocres y empiezan a ver con naturalidad que el profesor se haga de la vista gorda frente al fraude.
4. Violencia
Es falta de carácter que el profesor se deje dominar por la ira u otro tipo de susceptibilidades. También puede ser una idea equivocada de la excelencia académica el caso de los profesores que reprueban a más de la mitad del grupo. Algo anda mal, sobre todo si no ocurre lo mismo con otros profesores que saben exigir.
El profesor excesivamente exigente se reprueba a sí mismo, demuestra que ni aun los alumnos que hacen un esfuerzo razonable han entendido su materia o pueden seguirle el paso que, por excesivo, representa también una injusticia. Nadie da lo que no tiene. Ordinariamente esta violencia se origina en la falta de experiencia académica con su correspondiente inseguridad personal. Algún profesor que no domina su clase quiere salir al paso de cualquier crítica a base de violencia: reprobar a la mayoría.
La inseguridad, además de provenir de un escaso dominio de la materia, puede tener su fuente en otros factores: fracasos anteriores o timidez excesiva acompañada de carácter revanchista. Alguien tiene que pagar la tensión que vive el profesor inseguro.
La violencia es un precedente nefasto para que los alumnos asuman actitudes ecuánimes y equilibradas en el trato con sus compañeros y más adelante en su vida profesional. Es notorio cómo muchos de los que la sufren, en lugar de evitarla cuando deben conducir grupos humanos, repiten exactamente el esquema del profesor violento, en ocasiones reforzado.
5. Impuntualidad
La impuntualidad se da en la asistencia a clase o en la entrega de calificaciones. Precedente pésimo que envía una señal equivocada sobre la falta de justicia que implica, parece que todo da igual o que quien tiene el poder puede ser impuntual. No le obligan los deberes de justicia que cualquier líder tiene con sus colaboradores.
La impuntualidad también es falta de carácter, casi siempre refleja una personalidad caprichosa o blanda. Muchas dificultades se evitarían en la vida profesional si los estudiantes hubieran sido formados en la puntualidad.
El mal se agrava cuando la impuntualidad versa sobre la entrega de calificaciones, ya que entonces el alumno no sabe qué debe hacer para el examen final, si su estudio fue suficiente o si ha comprendido bien la materia. Si supiera que no lo es, podría haber reforzado su estudio con más tiempo o con una metodología más adecuada.
El impuntual siempre tiene una causa que lo justifica. Muchas veces parece disco rayado. La mayoría de los habitantes del D.F. atribuye su impuntualidad al tránsito, sin considerar que otros, que siempre llegan a tiempo, circulan en la misma ciudad y con las mismas dificultades. Los casos de excepción son explicables, en cambio, resulta grotesco que un impuntual sistemático atribuya su pésimo hábito al tránsito o a otra causa.
6. Clases mal preparadas
Incurre en este detestable vicio quien deja todo para el último minuto. Le suele suceder al que después de un esfuerzo serio de preparación, acompañado de un razonable éxito al impartir la cátedra, se confía y, en el curso siguiente, no dedica un esfuerzo similar y se limita únicamente a los apuntes del curso anterior. También incurre en esta anomalía quien consulta un solo libro sin intentar enriquecer ese esquema acudiendo a otros textos. Hay profesores que, sin darse cuenta, repiten de generación en generación este dislate, incluso sus alumnos saben por sus compañeros del año anterior qué chistes cuenta y en qué momento.
Los alumnos se percatan perfectamente cuando el profesor repite un libro. Muchos llegan a clase con el texto y en vez de atender al profesor se ponen a leerlo, y con razón, ya que lo encontrarán más amplio y sin las lagunas que deja toda exposición oral.
Conocí a un profesor que todos los años destruía sus apuntes y volvía a preparar cada clase, amén de que consultaba siempre nuevos textos y sobre todo artículos de revistas, donde suelen aparecer los avances de las ciencias o las artes.
Quien se comporta de manera rutinaria ha renunciado a la excelencia y aspira a una áurea mediocridad, se trata de un profesor desordenado y por tanto muy irregular en la calidad de su clase. Estos vicios dejan en los alumnos la idea de que se pueden hacer las cosas sin calidad y que las medianías son suficientes para tener éxito en la vida.
7. Egolatría
Este defecto, muy relacionado con el apasionamiento y la inseguridad, consiste en un deseo casi enfermizo de aparecer como uno de los mejores profesores de la institución de que se trate, aunque la falta de experiencia o la excesiva juventud justifiquen que no sea el primero. Preocupados en exceso por su prestigio, ordinariamente sus poses y actitudes suelen ser ridículas y mueven más a la risa que a la admiración.
Al ególatra no le interesa saber si sus alumnos están aprendiendo, sino salir muy bien evaluado al final del curso. Más que educar, busca ser halagado o temido. No sabe rectificar cuando un alumno le hace ver que cometió una equivocación, o decir «no sé», porque le parece indigno de un catedrático.
Por lo general, tampoco acepta recomendaciones de la dirección de la Escuela o Facultad donde imparte clases, le repugna ser criticado; mientras que un hombre inteligente y funcional, al revés, teme no detectar sus defectos y agradece las observaciones que le hagan las autoridades universitarias para mejorar su clase.
El ególatra piensa que los alumnos no sospechan sus limitaciones; sin embargo, siempre se dan cuenta que el profesor no sabe y consciente o inconscientemente prefieren a un hombre sencillo que las reconozca abiertamente.
Este tipo humano, por otra parte, es víctima indefensa frente a la adulación y piensa que se desdora si reconoce méritos en quienes imparten la misma materia. Suele menospreciar a profesores más jóvenes o mejores que él, y le resulta traumático enterarse de que alguno salió mejor evaluado que él.
A un profesor equilibrado y maduro le da gusto saber que los jóvenes vienen empujando con calidad académica, y lejos de molestarse felicita a la institución que ha sabido seleccionarlos.
También el ególatra suele tener reacciones desproporcionadas, con frecuencia anda «sentido» con algún funcionario o profesor a quien no perdona cosas que casi siempre carecen de importancia.
Un profesor maduro tiene buen humor, acepta críticas e incluso suele resolver situaciones tensas y de agresión con facilidad, en razón de su ecuanimidad. Recuerdo el caso de la película Paper Chase, en que un alumno desesperado porque el profesor siempre encuentra puntos flacos cuando lo interroga, decide investigar la mente de su profesor para evitar sus trampas dialécticas. Llegado el caso, no lo consigue; furioso ante el revés y a riesgo de ser expulsado, insulta al profesor: «usted es un hijo de…», quien responde: «es lo único razonable que usted ha dicho en esta clase».
El ególatra jamás asistirá a un curso de perfeccionamiento didáctico o a oír expertos de su especialidad, ya que en su notoria autoridad y patente superioridad cree que perdería el tiempo o dejaría una mala impresión entre sus colegas o entre los alumnos, quienes deben pensar que nadie sabe más que él.
A esta clase de profesores sólo les interesa oír su propia voz, nunca fomentan el diálogo, ni ponen casos para discutir con los alumnos. Utilizan como tapadera su «libertad de cátedra». No se atienen a ningún temario, disfrutan narrando anécdotas en las que ellos son el personaje victorioso, violan los reglamentos porque «son para profesores normales no para gente de su talento».
En el fondo, también es un caso típico de quien esconde su inseguridad tras la arrogancia, autoritarismo, poco respeto a los alumnos, a su tiempo y a la justicia en las calificaciones. Cuando reprueba a un alumno no da razones, su explicación es «porque lo digo yo». Un exceso muy extendido que representa una grave injusticia.
EDUCAR EN LA CORTESÍA, EL ORDEN, EL RESPETO Y LA JUSTICIA
Estas virtudes requieren reflexión y estudio para encontrar en cada una el término medio, pero también exigen que el profesor las viva, las ponga en práctica y demuestre con su conducta que cree en dichos valores.
Por ejemplo, un profesor que no permite que el salón esté sucio al comienzo de la clase y ruega a los alumnos que le ayuden a limpiar y ordenar, recogiendo papeles, enderezando las sillas…, o el que antes de marcharse borra el pizarrón por respeto al profesor que le va a suceder, ambos dan una lección útil para sus alumnos en el futuro.
Estas personas buscan inculcar respeto hacia la cátedra universitaria, por eso no permiten a los alumnos presentarse con vestuario estrafalario o con sombreros o gorras, les pide que se descubran como una forma gráfica de demostrar el respeto. Ese lenguaje, del que toda organización universitaria tiene que echar mano si quiere cumplir su función educativa, no se expresa con palabras sino con símbolos.
También forma en la justicia el profesor que explica por qué pone una mala nota. En una época como la que vivimos, la sociedad siempre exige la justificación de las decisiones que toman quienes ocupan cargos de gobierno. Ordinariamente sólo los prepotentes contestan «porque lo digo yo».
El profesor que vive la cortesía y el respeto no abusa de la ironía, si la utiliza es siempre sin ofender a nadie; llama la atención con moderación, sin gritos ni aspavientos. Jamás grita en clase, domina con la vista a su auditorio y se gana su respeto y afecto.
Si realmente desea ser un educador, no se mantiene indiferente ante nadie, salvo que el número de alumnos imposibilite dar seguimiento a cada uno. Cuando no se da ese caso y sólo presta atención a los más atentos, los más estudiosos o simplemente los más simpáticos, deja de ser verdadero educador, en principio debería hacer algo similar a lo que un padre de familia: atender más a los que tienen más problemas.
Tal vez, ante un alumno arrogante quepa la actitud de ignorarlo hasta que modifique su postura, pero lo normal es que esté pendiente de todos y encuentre una palabra de ánimo o de exhortación para los que se van rezagando.
Un profesor que educa en el orden se atiene al programa, examina justamente sobre lo que advirtió que sería materia de examen. El que desprecia el orden y la justicia suele hacer preguntas que nadie puede contestar para afirmar su autoridad.
El profesor educador mantiene una actitud de escucha ante lo que piensan los alumnos de la materia, sus dificultades y perplejidades. Sabe escuchar y también mandar a otro momento las cuestiones que se desvían del tema de clase, pero, ni las desprecia ni contesta de manera destemplada que esa pregunta no viene a cuento.
Trata de comprender las preguntas y, cuando no sabe la respuesta lo dice con sencillez, ofrece estudiar a fondo la cuestión y pide a los alumnos que hagan lo mismo para establecer un diálogo en la clase siguiente y encontrar la mejor respuesta al problema.
Para ser querido y respetado no se rebaja ni se comporta como un alumno más. Deja clara su autoridad y misión conductora sin caer en el extremo opuesto de tratar con olímpico desprecio a los jóvenes. Lo normal es que surja una corriente recíproca de simpatía y afecto entre un profesor que respeta las virtudes mencionadas y sus alumnos.
DOS EJEMPLOS
Un profesor de Historia del Derecho preguntó a sus alumnos las razones por las que evaluaban tan bien a otro colega, le contestaron: «porque ese profesor nos amaba».
Yo pregunté en una ocasión a un profesor de Derecho Administrativo qué hacía para que sus alumnos estudiaran y lo respetaran tanto. Su respuesta fue: «realmente no sé cómo explicarlo, ya que hago lo que todo profesor hace en su clase». Pero uno de los presentes, que fue su alumno, intervino: «Yo sí sé por qué todos aprecian su clase. Es porque usted siempre fue puntual, vino al cien por ciento de sus clases, su exposición siempre estaba perfectamente preparada y era exigente y justo».
http://www.istmoenlinea.com.mx/articulos/27306.html
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