sábado, agosto 05, 2006

Los Mártires Misioneros de Barbastro

Sangre Inocente
Los Mártires Misioneros de Barbastro

Gabriel Campo Villegas

El día 1 de julio de 1936 llegaban a Barbastro por ferrocarril treinta seminaristas mayores de los Misioneros a estudiar el último curso de Teología moral. Venían de Cervera (Lleida), de la que había sido Universidad catalana, cuyo edificio usufructuaban



Imagen tomada en el Seminario de Cervera en los años treinta

Eran muy jóvenes, veintidós, veintitrés, veinticuatro años, demasiado jóvenes para presentir -tan cercano- el aliento helado de la muerte. Mozarrones de buen ver, que imponían por su silencio, su gravedad precoz, su autodominio. Ni una sola mirada a los balcones, en la tarde clara, a las chicas, a la gente; sólo hacia la calle Monzón, donde se erigía la Iglesia del Corazón de María.

Habían oído decir que el Colegio de los Misioneros de Barbastro «era el lugar más seguro de la provincia» en aquellos días broncos de las dos Españas.

Cervera, en cambio, era un polvorín. Sectores extremistas de la población y «de fuera» habían querido «echar a los misioneros de la gloriosa Universidad», instalar un instituto laico en su ala oriental -la llamada Torre del Canciller- y en la huerta; habían acudido, a falta de razones jurídicas, a las amenazas, al descrédito y a la calumnia.

Los resultados de las elecciones de febrero de 1936 Y sus secuelas de hostigamiento a la religión católica, sus zarpazos anticlericales, la quema de conventos -siempre anónima, siempre impune- habían llevado a los superiores de los Misioneros Claretianos a pensar seriamente en el Principado de Andorra, donde toda aquella juventud claretiana podría estar a salvo de cualquier salvajada.

De todos modos, y mientras se buscaba una solución de emergencia, pareció lo mejor adelantar la salida de Cervera de aquellos treinta seminaristas, al borde ya de su ordenación sacerdotal.

Urgía además el problema legal del servicio militar. Veintiuno de ellos, los más jóvenes, podrían acogerse a la reducción de su tiempo de permanencia en filas si al presentarse demostraban «haber aprendido previamente la instrucción teórica Y práctica del recluta», como decían las ordenanzas militares(1).

En Barbastro, como en otras ciudades estratégicas, funcionaba un servicio de adiestramiento previo, para el que se brindaban militares retirados. En cuanto comenzaron con las prácticas se desataron los rumores y calumnias: «los claretianos tienen armas y se están preparando».


Fachada de los Misioneros en los años treinta.

Seminaristas, o sacerdotes jóvenes, recién ordenados, se acogían a la legislación vigente para abreviar en cuatro meses su servicio castrense. No era precisamente su «vocación» la de servir a las armas, ni estar en el ambiente cuartelario. El 8 de julio de 1936, unas semanas antes de la detención y del martirio, él seminarista Agustín Viela, le escribía a su madre Ambrosia Ezcurdia:

«Querida madre: Un saludo lo primero desde estas tierras aragonesas. Estamos ya en Barbastro. ¿Y cuál es la causa de haber venido tan aprisa a Barbastro? Sabíamos nosotros que los que de mi curso tienen que ir al servicio militar vendrían pronto para poder aprender la instrucción en particular. El lunes comenzaron ya los quintos la instrucción militar bajo la dirección de militares retirados. Esta es la causa primera de haber venido tan pronto este año a Barbastro. Quizá habrá influido algo la situación de la casa de Cervera, pues con el cambio de ayuntamiento comenzaron los líos serios y fuertes para echarnos de allí. Por eso quizá los Superiores creyeron conveniente disminuir el número de individuos de aquella casa y así nos marchamos pronto los que nos tocaba salir este verano. Lo que Vd. me pregunta acerca de las dos casas que nos han quemado no es del todo exacto, como dice. En esta provincia que nosotros llamamos de Cataluña, solamente quemaron los muebles de la casa e iglesia de Requena (Valencia) y nos han hecho salir, cerrando la casa y el colegio externo, de Játiva (Valencia). En la provincia de Castilla y más aún en las de Andalucía nos han perjudicado mucho más. Aquí estos de Barbastro creo que no son muy atrevidos ni arrojados, además como hay ejército y los jefes son muy buenos, creo que no se atreverán a molestarlos...».

El día 20 de julio de 1936 medio centenar de anarquistas o escopeteros irrumpieron en la portería de los Misioneros. Querían registrar el caserón, ver si había armas escondidas. Al frente de ellos iba un hombre moderado, Eugenio Sopena, de gran prestigio entre los ácratas. La razón de las sospechas y del registro, y de la detención incluso de los religiosos/ eran las calumnias que circulaban sobre la hipocresía moral de los clérigos, y su peligrosidad. Se corría que los conventos eran verdaderas fortalezas, con resortes misteriosos, pozos siniestros, portones que saltarían en mil pedazos o se hundirían con todos sus enemigos. Todo era pura propaganda.


Eugenio Sopena, anarquista de gran prestigio
en Barbastro, secretario del Comité antifascista.

Durante el registro, y por orden del Superior, Felipe de Jesús Munárriz, toda la comunidad bajó a la luneta, un patio interior donde se solía jugar a pelota vasca en tiempo de recreo, o pasear. Eran 60 religiosos, de los que 39 estaban acabando los estudios teológicos; dos de ellos argentinos, Hall y Parussini; nueve sacerdotes y doce hermanos coadjutores. Sólo faltaban dos: un seminarista, Jaime Falgarona, que estaba en cama con alta fiebre, y el anciano hermano Joaquín Muñoz, de 84 años, casi imposibilitado para bajar las escaleras.


Fotografía de la Comunidad de Zaragoza, vemos sentado
al Supeior Felipe de Jesús Munárriz.

Dos carabineros, bajo las órdenes del Comité, cachearon a todos, puestos en filas. Se registró toda la casa, varias veces: los tejados, la iglesia, hasta la caja de un viejo reloj de pared. Nada. Aquella comunidad era pacífica, estudiosa, austera, «pobre», de un idealismo cristiano a toda prueba. Su lema, como el de San Benito: «Ora et labora». Trabajaban, estudiaban hasta en el verano, y oraban. Los anarquistas estaban desconcertados.

-Tienen que tener armas. Todo el mundo las tiene. ¿Dónde las esconden?

-Aquí no hay armas, ni política - les dijo el Superior. Somos religiosos y tenemos prohibido pertenecer a ningún partido por nuestras constituciones.

Pero sucedió lo que tantas veces: poco tiempo después de los guardias y escopeteros fue entrando en la casa una muchedumbre curiosa y agresiva que invadió los claustros, la iglesia, y exigía la matanza inmediata de todos aquellos «cuervos». Una mujer de mal corazón escondió entre los ornamentos sagrados, que ya habían sido requisados, una gran navaja, para acusar luego a los religiosos. Un miliciano que se dio cuenta del truco, la amenazó con pegarle dos tiros. Eugenio Sopena y los moderados del Comité se vieron entre la espada y la pared. Por lo visto, los anarquistas habían pensado detener sólo a los que consideraban los responsables: al Superior; al formador, P.(2) Juan Díaz; y al ad- ministrador, P. Leoncio Pérez. Y de hecho, después del largo registro, así lo hicieron. El P. Munárriz, antes de partir, encargó al P. Nicasio Sierra que tratase de llevar a los enfermos y a los muy ancianos a las Hermanitas. Y en el momento de salir, pálido, se despidió de todos: «Adiós, hermanitos». Un seminarista le preguntó si habían de vestir el traje civil o llevar la sotana. El P. Munárriz dio su última orden, enérgico: «¡La sotana!». Con ella habían de vivir presos y morir todos.

Un pelotón condujo a los tres superiores, custodiados por escopeteros, por las principales calles de Barbastro, hasta la cárcel municipal, situada a la izquierda del ayuntamiento, en la misma plaza en que vivían los Escolapios.


Aspecto que ofrecía el Ayuntamiento en 1936. El edificio
de la izquierda es el del asilo de las Hermanitas y el de
la derecha Los Escolapios que fué habilitado como carcel.

Los otros religiosos claretianos sufrieron injurias y amenazas, que provocaron el desvanecimiento de un seminarista, Atanasio Vidaurreta. La reacción de las turbas fue, en parte, brutal:

-¡Rematadlo ya, ahí mismo!

Eugenio Sopena se impuso, enérgicamente. «No podemos permitirnos ninguna carnicería». Prometió a la multitud que, si se dispersaban ordenadamente, «se haría justicia», caso de que los Misioneros fuesen culpables de algo. Ordenó que llevasen a todos aquellos religiosos al salón de actos de los Escolapios. Se habló de darles pasaportes para sus casas, y de disolverlos, como habían hecho con las c/arisas y las capuchinas de Barbastro.

Uno de los sacerdotes, el P. Luis Masferrer, aprovechó los momentos de vacilación para salvar la Eucaristía de la casa y de la iglesia. Comulgaron todos, allí, en la luneta, apresuradamente. Y las formas consagradas que quedaban se ocultaron en un maletín, la llamada valija en los informes del argentino Hall, que se encargaron de subir al salón-prisión de los Escolapios los PP. Nicasio Sierra y Pedro Cunill, a los que se permitió quedarse, vigilados por escopeteros, con algunos seminaristas, para ayudar a los dos estudiantes enfermos: el que se había mareado y Falgarona, y al achacoso hermano Muñoz, que fueron conducidos al hospital. El P. Cunill pudo ocultar cuatro mil pesetas, para lo que sobreviniese.

Los demás salieron de la comunidad en terna, de tres en tres, vigilados por hombres armados en los flancos y en las esquinas de la calle Monzón. Fue como una procesión que se dirigió desde la calle Conde hasta la plaza del ayuntamiento. «Iban recogidos como si volviesen de comulgar», comentó un testigo, de los muchos que aún viven en Barbastro. Desde las ventanas y balcones, tras las cortinas, ojos silenciosos y sobrecogidos siguieron aquella improvisada liturgia. Un hombre ingenuo que se tropezó con aquella comitiva de sotanas, se descubrió, azorado, como sorprendido por una «procesión del Corpus». «Iban como corderos humildes y dóciles», comentaba luego la gente, en voz baja.

Desde ese día hasta el de su ejecución sumaria vivieron en el salón de actos de los Escolapios. El P. Cunill, al ver que el hermano Simón Sánchez, el encargado de la portería, se quejaba de dolor del corazón, de las sienes y de la vejiga, solicitó que fuese ingresado en las Hermanitas de los Pobres de Barbastro. Se lo permitieron. Al ver el éxito, hizo lo mismo con los hermanos más ancianos, cinco, que al fin fueron llevados también a las Hermanitas, en la misma plaza del ayuntamiento, enfrente del salón. Son los que sobrevivieron a la hecatombe.

El salón de actos, el lugar más sagrado de Barbastro, un recinto de unos veinticinco metros de largo por seis de ancho, tenía, en un extremo, un alto escenario de madera, con cortinas, y en el otro, una gradería para el público joven de las fiestas del colegio. El salón estaba -y está- más bajo que la plaza; era casi un sótano. Cinco grandes ventanales se abrían a ras del suelo de la plaza, y dejaban a los detenidos a merced de las miradas y de los insultos de los exaltados.

Los Escolapios atendieron fraternalmente a los claretianos detenidos. El Rector, P. Eusebio Ferrer, los animó; bromeó incluso, y les dio de beber, una primera cena y todo lo que disponían para los más débiles: dos camas, nueve colchones, once almohadas, dos mantas y algunos lienzos de algodón para las noches.

Pero, sobre todo, se hizo cargo del maletín de la eucaristía y lo escondió en el laboratorio de física, dentro de la máquina de proyecciones, convertido en la capilla y sagrario de aquellas improvisadas catacumbas.

Lo curioso fue el trato benévolo que recibió el hermano Ramón Vall, el cocinero de la comunidad. No se creían los milicianos que también él fuese cura. Tenía callos en las manos y olía, al detenerlo, a guisote y a grasas de cocina. Para ellos era un «explotado» por los religiosos, un pobre obrero que trabajaba miserablemente por la comida, un proletario adormecido. Él les aseguraba que era «religioso» y «misionero», pero de «otra clase».

-O sea, un criado.

-No, no.

Y el caso fue que lo dejaron en libertad para que les siguiese preparando la comida, primero de los víveres que había en la casa que acababan de abandonar, y, después, de lo que rindieran las cuatro mil pesetas del P. Cunill, y de lo que los buenos, fraternales escolapios, pudieron proporcionarle quitándoselo ellos mismos de su despensa, en aquellos tremendos días de julio y agosto revolucionario.

Los tres superiores durmieron ya, aquella noche, en una celda de la cárcel municipal, con varios canónigos de la catedral y algunos seglares católicos. En aquella habitación sórdida, de cinco metros de lado, con un ventanuco enrejado, alto, en pleno verano, atosigante, llegaron a vivir hasta 21 presos.

Los tres misioneros fueron -según testigos supervivientes, entre ellos José Subías, el Gorrión, que estuvo con ellos cinco días- realmente ejemplares: nunca se quejaban; animaban a los detenidos; seguían el horario riguroso de su reglamento: oración intensa, breviario, rosario, silencio, confesiones... Cuando los otros presos les ofrecían su turno para respirar junto a la tronera aire menos viciado, ellos rehusaban.

Los tres fueron interrogados. El P. Leoncio Pérez, el administrador, volvió de buen humor, después de prestar declaración.

-¿Qué le han preguntado?

-Que dónde tenía escondidas las armas.

. ¿...?

-Y he sacado el rosario y les he dicho: ni tengo otras armas, ni quiero otras que ésta.

-Pero vosotros habéis hecho mucho mal -le había reprochado Aniceto Fantova, el Trucho, uno de los más duros dirigentes anarquistas.

Cada uno dará cuenta de lo que haya hecho. Yo tengo la conciencia tranquila.

Los primeros asesinatos

El 25 de julio, al llegar las columnas catalanas de Barcelona -que habían sembrado de asesinatos masivos, asaltos a cárceles políticas y quema de conventos, las rutas de Cataluña y Aragón, desde Barcelona a Lérida y Monzón-(3) fueron trasladados los tres misioneros, junto con 350 presos, al viejo convento de las Capuchinas, disuelto, como el de las Clarisas, por orden del Comité revolucionario local.


Columna Ascaso el día de su partida desde Barcelona el
día 25 de Julio de 1936 hacia el frente de Huesca

De allí salieron ya directamente para la ejecución, en la madrugada del 2 de agosto, junto a otros 17 detenidos. El Comité de Barbastro había extendido un VALE POR 20, y en ese primer cupo entraron los tres sacerdotes claretianos. «Eran sacerdotes y las consignas fueron no dejar ni simiente de los curas». No se les incoó ningún proceso, ni se halló en ellos falta alguna, salvo la tremenda responsabilidad de pertenecer al clero católico.


Fotocopia de la saca de 20 presos

Sobre las dos de la madrugada aquellos tres misioneros claretianos despertaron sobresaltados. Tenían que levantarse urgentemente. El P. Díaz se vestía despacio, recitando sus oraciones y recordando el tema de la oración de la mañana, como era su costumbre y exigía su Regla misionera. El carcelero se impacientó:

-¡Aprisa, aprisa, que os están esperando! -Pero bien podré ponerme la sotana. -Donde ha de ir, no la necesitará.

Alrededor de las tres de la madrugada, una enfermera de Angüés, Amparo Esteban Fantova, los vio, atados de dos en dos y rodeados de gente armada, atravesar con dificultad la carretera de Huesca y cruzar por detrás del viejo hospital, hacia el cementerio. A esa misma hora confluyó en el mismo cementerio otro grupo de sacerdotes y seglares.

Entre los seglares había un gitano simpático, Ceferino Jiménez Malla, el Pelé, detenido pocos días antes por haber querido defender a un sacerdote acosado en plena calle y por llevar un rosario.


Ceferino Jimenez Malla (el Pelé), el primer
gitano beatificado.

Allí, junto a las tapias heladas, cayeron acribillados todos los condenados menos uno, un Guardia civil del puesto de Albalate de Cinca, Camilo Sabater Toll, herido sólo en la mano, que saltó después de la descarga como una araña las tapias del cementerio y se perdió en la noche, hacia Velilla de Cinca. Fue uno de los testigos de aquella inmensa hecatombe de Barbastro.


Camilo Sabater Toll, el guardia civil "fusilado"

Desde los Escolapios y el salón se oyeron las descargas. y desde el vecino hospital, los lamentos y los estertores de las víctimas, que quedaron desangrándose, a la derecha de la entrada del cementerio.

Esa fue la cadena implacable de los hechos. En Barbastro, cada noche circulaban los nombres de las víctimas, y la certeza de que ningún sacerdote había querido renegar de la religión para salvar su vida. Así cayeron los tres superiores, en una vulgar saca de presos, con una fría y simple autorización del Comité, el día 2 de agosto de 1936.

Los cincuenta restantes del salón habían sido, mientras, objeto de escarnio y de brutales hostigamientos, por su condición religiosa, por su sotana, que nunca dejaban, ni para dormir. La sotana era, en aquellos momentos, su símbolo de fidelidad. Muchos sacerdotes, para evitar riesgos y pasar desapercibidos, se la quitaron; los claretianos de Barbastro, no. La sotana soliviantaba especialmente a los más radicales. Por la ventana les increpaban a los seminaristas.

-Os mataremos a todos con la sotana puesta, para que ese trapo sea enterrado con los que lo lleváis.

-No odiamos vuestras personas. Lo que odiamos es vuestra profesión, ese hábito negro, la sotana. Ese trapo repugnante.

-Quitaos ese trapo y seréis como nosotros, y os libraremos.

Otros, más refinados o astutos, parecían compadecerse. Les reprochaban su «candidez» de niños, su estúpido «fanatismo».

-Hay que resignarse a dejar esta vida -les dijo a los argentinos Hall y Parussini un dirigente. No importa que seáis extranjeros. No habrá distinción.

«Desde el primer día de cárcel estuvimos preparándonos para morir, y de un día para otro esperábamos el cumplimiento de las amenazas que, sobre todo al anochecer, nos dirigían desde la plaza». Rezaban el Oficio de los mártires del breviario, su libro de rezo, y se pasaban el Maná del cristiano, con el que podían practicar el acto de aceptación de la muerte:

« ¡Oh, Señor, Dios mío! Con ánimo tranquilo, acepto, como venido de vuestras manos, cualquier género de muerte que os plazca enviarme, con todas las penas y sufrimientos».

«Atribuimos a una providencia especial de Dios que no nos quitasen los objetos piadosos, de suerte que los que iban fusilando tuvieron hasta el fin y murieron con su rosario, medallas y crucifijos, y los que estaban obligados a recitar el Oficio divino, lo pudieron rezar todos los días».

A pesar del bajón psicológico que supuso el hecho de la detención de los tres sacerdotes clave, su instinto religioso los llevó a asegurar su vida espiritual, por encima de todo. La regularidad y la vida comunitaria fueron un hecho durante aquellos amargos días de prisión, y los preparó interiormente para el último combate. Y lo primero de todo, la comunión. Comulgaron desde el primer día, mientras pudieron. Los Escolapios les bajaban la eucaristía para el día o los días siguientes.

«Lograron entregarnos algunas Sagradas Formas, que distribuimos, porque por la mañana había prohibición especialísima de comulgar, y los rojos vigilaban cuidadosamente todos nuestros movimientos, para ver si alguno daba la comunión».

«Nos repartieron las formas consagradas para poderlas consumir más fácilmente, en caso de peligro de profanación, o para ir comulgando en días sucesivos»,

La Eucaristía constituyó el centro de su vida, mientras duró, hasta el día 25, en el salón. Algunos, afortunados, la llevaban encima: eran verdaderos sagrarios. Hall recordaba después la avaricia espiritual con que se le acercaban disimuladamente otros seminaristas y hermanos, para adorar a Cristo en el sacramento. «Lo acompañábamos durante horas y horas. Gracias a Dios no teníamos otra ocupación en la cárcel». Los escopeteros y el mismo Comité parecían intuir la fortaleza misteriosa de aquella comunión; y por eso prohibieron rigurosamente tanto celebrar misa como repartir la eucaristía.

Pero los misioneros sorteaban ingeniosamente aquella ley. Una mañana, el P. Ferrer les bajó varias formas consagradas, en la canasta en que les servían el pan y el chocolate para desayunar. El P. Sierra, que hacía las veces de Superior, se encargaba de distribuir el pan y, disimuladamente, deslizaba una hostia en el panecillo abierto de los que sabía que no habían comulgado aún clandestinamente aquella mañana. Los interesados la extraían y en un abrir y cerrar de ojos, la sumían antes de probar bocado, en ayunas, según la rigurosa y venerable costumbre que aún vigía.

Con la llegada de las columnas catalanas, de expresidiarios, prostitutas y anarquistas y comunistas, la situación cambió. No se pudieron celebrar más misas arriba, en el comunitario, el piso de la comunidad de los Escolapios,. Y el escolapio P. Mompel, en su Informe asegura que incluso ellos, «al ver disminuir alarmantemente las formas, tuvieron que dividirlas en ocho o diez partes, y así poder comulgar hasta el último día».

No es difícil imaginarse aquella vida a la intemperie, en los meses más tórridos del verano. Y más sabiendo que les escatimaron el agua.

Tuvieron que soportar la falta más elemental de higiene, en aquellas jornadas monótonas, inacabables; la imposibilidad práctica de cambiarse de ropa, el calor de horno, la mugre y el sudor acumulados. Cuarenta y ocho organismos vigorosos en un salón caldeado durante gran parte del día, que transpiran, tienen que ir en fila a hacer sus necesidades más elementales, no pueden lavarse más que los pañuelos en los botijos o en el cántaro del agua, quitándosela de beber. Acaban por oler mal, a miseria humana. Y eso, un día y otro, se va sedimentando, se clava en la piel húmeda, irritada, en la pituitaria, en los ojos. La ropa interior se convierte en un cilicio, hiede y desuella la carne, hasta Ilagarla.

Un monje benedictino de El Pueyo, Ramiro Sáinz, detenido en los Escolapios, bajó un día a cortarles el pelo, y comentó: «Los pobres misioneros del salón tienen piojos».

Sólo Dios sabe -apunta Quibus, el primer historiador de los mártires de Barbastro- los sacrificios oscuros que de allí subieron al cielo por esa causa. Un detalle significativo es el que recoge el entonces diácono escolapio Santiago Mompel: al quedar vacío el salón, el 15 de agosto, lo desinfectaron cuidadosamente, porque «de ello había verdadera necesidad».

Tenían agua, pero los milicianos no les daban la necesaria para la limpieza. «No querían hacer de criados de los curas».

-¿Agua les vas a dar? -decía una mujer malévola a otra que llevaba el cántaro a los presos del salón- ¡Solimán habría que darles, para que acabasen pronto!

Un tal Eugenio Fernández, miliciano, se compadeció como un buen samaritano, al verlos sedientos, deshidratados, sucios, y les llevó agua clandestinamente.

Con frecuencia los guardias se divertían con ellos, los sometían a juegos de terror. Los atormentaban poniéndolos en fila para ejecutarlos sumariamente, «porque ya había llegado la orden, al fin». En aquellos sobresaltos, los claretianos se confesaban o recibían brevemente la absolución general de sus pecados, y esperaban a que la descarga los acribillase.

«Más de cuatro veces -escribe Parussini- recibimos la absolución creyendo que la muerte se nos echaba encima. Un día estuvimos casi una hora quietos, sin movernos, esperando de un momento a otro la descarga. ¡Qué terrible! Es cuando más se sufre: cada minuto se hace interminable y uno desea que disparen de una vez para no prolongar una agonía que no acaba más que con una blasfemia o un riso- tada sarcástica de los milicianos...».

Al P. Sierra lo tuvieron cinco horas contra la pared, hasta que se desvaneció. A un seminarista que salía del salón para hacer sus necesidades, al cruzar el patio del colegio, lo detuvieron pistola en mano varios milicianos y le ordenaron marcar el paso. Bajo aquella amenaza, tuvo que evolucionar, a derecha e izquierda, a paso lento o al trote, con marcialidad, teniéndose que aguantar sus urgencias fisiológicas, mientras los pistoleros se desternillaban o se daban un codazo, alborozados.

El día en que se presentaron las primeras mujeres, para i tentarlos, se dieron cuenta los misioneros de que aquello era «otra cosa», peor que las amenazas y la saña. Allí no valía dar la cara; se requería la prudencia y el silencio de hierro, toda la disciplina personal y comunitaria. La tentación no los sorprendió. Fue mucho mejor para ellos que se presentase a la descarada, como lujuria y no como afecto; como una llamada a la deserción, no como otra alternativa refinadamente «cristianizada» para apartarlos de su vocación.

Los testigos más selectos son muy parcos al dar detalles acerca de la introducción de mujeres, prostitutas y milicianas especialmente adoctrinadas, en el salón de los Escolapios, para excitar en las siestas y noches ardientes de aquel mes de julio, las pasiones más elementales de los bienaventurados, la mayor parte jóvenes de 21 a 25 años. El pudor de aquellos tiempos gloriosos les hizo velar honestamente los hechos más crudos. No obstante, son íntegros al constatar, como dice Hall, que «también permitieron entrar a mujeres, muchas de ellas públicas, que se burlaban de nosotros y nos insultaban».

El P. Jesús Quibus, bien informado siempre, concienzudo, es algo más explícito:

«No podía faltar tampoco la modalidad más grosera y soez de la seducción. Mujeres públicas entraban en el salón con toda liviandad; y otras, que tal vez sin serio, lo parecían, y estaban al servicio de los presos, tenían la perversidad de presentarse con desnudeces y actitudes provocativas, capaces de despertar los sentidos a un anacoreta».

«Se les acercaban, insinuantes, les tiraban de la sotana para Ilamarles la atención; dejaban por allí, como descuidados, instrumentos de pecado».

«Mujerzuela hubo, tan locamente enamorada por uno de ellos, que pasaba las horas muertas asomada por la ventana desde la plaza, para verlo y buscar la ocasión de hablarle».

Les amenazaron con someter su constancia a pruebas durísimas. Les aseguraron, repetidas veces, que iban a hacer entrar el doble de mujeres que ellos, dos para cada uno.

-Y si alguno las contraría, os fusilamos aquí mismo a todos.

Ellos guardaban silencio; pero acabaron por celebrar una o varias reuniones secretas en las que discutieron su situación, desde los principios de la moral que estaban estudiando. Y llegaron a una conclusión. Tenían un arma para aquellos momentos: les habían prohibido gritar en alta voz consignas religiosas. Nada irritaba más a aquellos carceleros que oír el «¡Viva Cristo Rey!»; Caso de verse acosados, levantarían la voz hasta que aquel clamor exasperase a los escopeteros y disparasen contra ellos.

«Destacaba -dice el P. Ferrer, escolapio- una de mala vida, llamada Trini La Pallaresa, que era la más procaz y llegó al extremo de pasar por encima de ellos cuando estaban durmiendo en el escenario. La tal Trini estaba locamen te enamorada de uno de los jóvenes misioneros, por el parecido físico que tenía con Valentino, artista de cine».

-Lo del enamoramiento de la Trini me lo dijo ella misma, atestiguó el mismo P. Ferrer.

El seminarista era Esteban Casadevall. Trini La Pallaresa decía abiertamente, delante incluso de los religiosos presos, que aquel seminarista agraciado daba «lástima»; que había sido engañado desde niño, «un chico tan guapo y tan joven», y que ella trataría de librarlo de la muerte si lograba hablarle a solas. Aseguró que lo esperaría en alguna ocasión en que saliese del salón.


Esteban Casadevall Puig, murió el 13 de Agosto
de 1936 a los 23 años.

Casadevall, con una modestia ejemplar, y como quien no se da cuenta de nada, salía y entraba «sin hacer ningún caso de los halagos y señas que le dirigía aquella mujer; sin inmutarse».

-Nosotros -dice Hall- le propusimos al Sr. Casadevall que, si volvían aquellas mujeres, se escondiese y no se deja- se ver. Y así ocurrió.

Las mujeres volvieron a entrar varios días, más o menos a la misma hora. Trini La Pallaresa «buscaba al señor Casadevall, y como no lo encontraba por estar escondido en un rincón algo oscuro, detrás de unos estudiantes, que impedían así que lo pudiese ver, llegó a preguntar si ya no estaba con nosotros. Pero no obtuvo respuesta, porque nosotros siempre permanecimos mudos a todo lo que ellas nos decían o preguntaban».

El martirio del Obispo Florentino Asensio

En la noche del 8 de agosto, el Obispo de Barbastro, D. Florentino Asensio, fue citado, una vez más, a comparecer ante el Comité; pero no a la salita de visitas del colegio de los Escolapios, donde vivía, sino al ayuntamiento, al rastrillo o sala de visitas de la cárcel popular. Al comunicarle la variación, el P. Rector presintió lo peor. El Obispo, aunque ya se había confesado otras veces, pidió de nuevo la absolución.


El obispo de Barbastro, D. Florentino Asensio
Barrosa, salvajemente asesinado.

Lo amarraron codo con codo a otro hombre mucho más alto y recio, y los condujeron a los dos, después de varias horas de calabozo, al rastrillo.

Entre frases groseras e insultantes, un tal Héctor M.,oculista, de mala entraña, Santiago F., el Codina, y Antonio R., el Marta, se acercaron al Obispo. El Obispo estaba mudo y rezando. Santiago F. le dijo a un tal Alfonso G., analfabeto: «¿No decías que tenías ganas de comer co... de Obispo? Ahora tienes la ocasión». Alfonso G. no se lo pensó dos veces: sacó una navaja de carnicero; y allí, fríamente, le cortó en vivo los testículos. Saltaron dos chorros de sangre que enrojecieron las piernas del prelado y empaparon las baldosas del pavimento, hasta encharcarlas. El Obispo palideció, pero no se inmutó. Ahogó un grito de dolor y musitó una oración al Señor de las cinco tremendas llagas.

En el suelo había un ejemplar de Solidaridad Obrera(4), donde Alfonso G. recogió los despojos; se los puso en el bolsillo y los fue mostrando, como un trofeo, por bares de Barbastro. Le cosieron la herida de cualquier manera, con hilo de esparto, como a un pobre caballo destripado. Los testigos garantizan que aquel guiñapo de hombre, el Obispo de Barbastro, se habría derrumbado de dolor sobre el pavimento si no hubiera estado atado al codo de su compañero, que se mantuvo y lo mantuvo en pie, aterrado y mudo.

El Obispo, abrasado de dolor, fue empujado a la plazuela, sin consideración alguna, y conducido al camión de la muerte. «Le obligaron a ir por su propio pie, chorreando sangre». Ante los ojos de los hombres, era un pobre perro escarnecido. Ante los ojos de Dios y de los creyentes, era la imagen ensangrentada y bellísima de un nuevo mártir, en el trance supremo de su inmolación: completaba en su cuerpo lo que le faltaba a la pasión de Cristo.

El heroico prelado, que el día anterior, el 8 de agosto, había terminado una novena al Corazón de Jesús, iba diciendo en voz alta:

-¡Qué noche más hermosa ésta para mí: voy a la casa del Señor!

José Subías, de Salas Bajas, el único sobreviviente de aquellas primeras cárceles de Barbastro, oyó comentar a los mismos ejecutores:

-Se ve que no sabe a dónde lo llevamos.

-Me lleváis a la gloria. Yo os perdono. En el cielo rogaré por vosotros...

-Anda, tocino, date prisa -le decían. y él:

-No, si por más que me hagáis, yo os he de perdonar. Uno de los anarquistas le golpeó la boca con un ladrillo, y le dijo: «Toma la comunión». Extenuado, llegó al lugar de la ejecución, que fue el cementerio de Barbastro. Subió, no por la avenida de los Toreros, donde estaba el hospital, sino por la izquierda, por la calle que lleva hoy su nombre.

Al recibir la descarga, los milicianos le oyeron decir: «Señor, compadécete de mí». Pero el Obispo no murió aún. Lo arrojaron sobre un montón de cadáveres, y después de una hora o dos de agonía atroz, lo remataron de un tiro. «No le dieron el tiro de gracia al principio, -dice Mompel- sino que lo dejaron morir desangrándose, para que sufriera más». Sabemos, por otras fuentes, que «la agonía le arrancaba lamentos». Se le oía decir: «Dios mío, abridme pronto las puertas del cielo». Varios milicianos le oyeron musitar, también: «Señor, no retardéis el momento de mi muerte: dadme fuerzas para resistir hasta el último momento». Y repetía muchas veces «lo de su sangre y el perdón de los demás». Otro testigo le oyó que «ofrecía su sangre por la salvación de su diócesis».

Después de muerto, Mariano C. A. y el Peir lo desnudaron; y El Enterrador le dio a Mariano C. A. los pantalones, que se puso dos días después, «porque estaban en buen uso»; y a José C. S. El Garrilla le dio los zapatos. «Los llevé hasta que se me rompieron», declaró él mismo después de la guerra, antes de ser ejecutado.

Durante varios años se pudieron ver las baldosas ensangrentadas del rastrillo, testigos mudos de aquella salvajada.

El resto de las muertes

La ejecución del Obispo precipitó la de los jóvenes claretianos del salón. Un tal Mariané, del Comité local, se presentó al Rector de los Escolapios, para quejarse de la «libertad» con la que se movían en el salón los detenidos.

-He notado que los misioneros se reúnen, hablan y se comunican con los de fuera, por la ventana. Y rezan también. Y cuando baja el cocinero, todos se acercan y unas veces dan muestras de alegría, y otras de tristeza. Nos sospechamos que tienen armas, y que están tramando alguna.

La medida fue radical: el hermano Vall, que por ser cocinero, y atender a las comidas y despensa desde los Escolapios, había gozado de bastante libertad para salir y entrar, no podría relacionarse más con ellos. No se asomaría por el salón, ni siquiera durante las comidas.

Debió de ser el día 10 de agosto, porque varios testigos apuntan que fue un día especial: se produjo una gran tormenta «de tales características» que la gente piadosa de Barbastro decía: «algo gordo han tenido que hacer los malos, cuando el Señor parece que quiere castigarlos». Parussini anota: «El diez de agosto llovió a cántaros. Pedrisco».

Ese día 10, cuando ya entreveían con bastante claridad la catástrofe a que estaban abocados, Ramón lila escribió una preciosa carta que podría ser digna de cualquier mártir de los tiempos heroicos de la Iglesia:

«Queridísima madre, abuela, recordados hermanos: Con la más grande alegría del alma escribo a ustedes, pues el Señor sabe que no miento: no me cansaría y (lo digo ante el Cielo y la Tierra) les comunico con estas líneas que escribo que el Señor se digna poner en mis manos la palma del martirio; y en ellas envío un ruego por todo testamento: que al recibir estas líneas canten al Señor por el don tan grande y señalado como es el martirio que el Señor se digna concederme.

Llevamos en la cárcel desde el día 20 de julio. Estamos toda la comunidad: 60 individuos justos; hace ocho días fusilaron ya al Rdo. P. Superior y a otros Padres. Felices ellos y los que les seguiremos. Yo no cambiaría la cárcel por el don de hacer milagros; ni el martirio por el apostolado, que era la ilusión de mi vida.

Voy a ser fusilado por ser religioso y miembro del clero, o sea, por seguir las doctrinas de la Iglesia Católica Romana. Gracias sean dadas al Padre por Nuestro Señor Jesucristo... Amén.

Ramón lila, C.M.F(5).

Barbastro, 10, VIII, 1936

Nota: No sé en qué día vamos a ser fusilados: parece que un día de la semana que hoy comienza».

El escrito nos ha llegado en una hoja impresa de Fábrica de chocolates Simón Aznar. La hoja está doblada muchas veces. «Suplico que se remita este original a mi madre: María Salvía, Plaza Mayor 15, Bellvís (Lérida); pero, porque me es incierta la suerte de ellos durante los días de la revolución, agradecería se enviara, bajo otro sobre, a nombre de D. Antonio Monrabá». En el reverso del papel dice: «Dormimos en el suelo, pero muy bien».


Envuelta de chocolate Aznar con el testamento de los jóvenes
claretianos. Esta hoja se encuentra en el Museo de los Mártires
Misioneros de Barbastro.

Ramón lila tenía sólo 22 años y una gran cultura. Dominaba el latín, el griego y el hebreo, y estudiaba a la vez el inglés y el alemán. Retenía en su memoria todo lo que leía. Componía poesías en castellano, latín y catalán, y rezaba -enamorado de la liturgia- sin estar obligado, todas las horas canónicas. Ya en 1934, a raíz de la revolución de Asturias, estudiando en Cervera, en momentos en que muchos estaban con el alma en vilo, él había comentado: «¡Qué lastima! Faltó un pelo de conejo para no ser mártir».

y no era sólo él. Todos los misioneros respiraban, en aquellos momentos, la misma atmósfera martirial. «Nos teníamos por felices -dice Hall- al poder sufrir algo por la causa de Dios; porque nos iban a matar únicamente por ser religiosos y por ser sacerdotes o aspirantes al sacerdocio».

A todos les ofrecieron la libertad, innumerables veces, a cambio de arrancarse la sotana y hacerse «revolucionarios». Pero a uno de ellos se le brindó una oportunidad de oro. Un día se le acercó un miliciano a Salvador Pigem y le dijo:

-¿Tú te llamas Salvador Pigem? -¿Por qué me lo pregunta?

-Porque estando yo de cocinero en el Hotel del Centro de Gerona, recuerdo haber visto allí a un sobrino de los dueños, que quería ser sacerdote, y aquel niño se parecía a ti.

Salvador Pigem era, efectivamente, de Viloví d'Onyar, y tenía parientes en Gerona.

-Soy yo.

-Pues mira, si quieres, te salvaré de la muerte. -¿Me salvará con todos mis compañeros? -No, a ti solo.

-Pues así, no acepto; prefiero ser mártir con ellos.

A las tres y media de la madrugada del 12 de agosto, miércoles, irrumpieron en el salón «unos quince revolucionarios», bien armados. Traían gruesos manojos o rollos de cuerdas ensangrentadas. El portazo, los pisotones en la madera y el vocerío resonaban como detonaciones. Los presos se despertaron sobresaltados. Un dirigente ordenó encender las luces y preguntó áspero:

-A ver, ¿dónde está el Superior?

-Al Padre Superior lo separaron de nosotros antes de sacarnos de nuestra comunidad.

-Está bien. ¡Que bajen aquí los seis más viejos!

Mansamente, sin resistencia ni protestas, fueron bajando del escenario los PP. Nicasio Sierra, de 46 años; José Pavón, de 35; Sebastián Calvo y Pedro Cunill, los dos de 33; el Hermano Gregorio Chirivás, de 56, y el subdiácono Wenceslao Clarís, de 29. El H. Chirivás había pasado varios días indispuesto; pero ya estaba mejor. Al oír que lo llamaban, «dejó todas sus cosas en el banco en que había dormido» -se le había roto la dentadura- y descendió con toda naturalidad, como si acudiese a un acto comunitario, y se puso al lado de sus hermanos. Les ataron las manos a la espalda, uno a uno; y luego, de dos en dos, los amarraron codo con codo.

El P. Pavón buscó con la mirada a los dos sacerdotes que quedaban en el salón. El P. Ortega, que estaba paralizado en el escenario, levantó la mano discretamente sobre ellos, y pronunció la formula sacramental: «Yo os absuelvo de todos vuestros pecados...». El P. Pavón fue paseando su mirada por todos los que quedaban y serenamente, con una sonrisa en los labios, se despidió. Mientras los acababan de atar, el P. Cunill pidió permiso para decir algo. Un miliciano replicó:

-No hay tiempo para nada. ¿Qué quiere usted?

-Como no sabemos adónde nos llevan, ¿nos permitirían coger algún libro, para pasar el tiempo?

Adonde van -le contestó el anarquista- no les faltará nada. Lo tendrán todo.

Se les unió otro sacerdote diocesano, D. Marcelino de Abajo, sacristán de la Catedral y familiar del Obispo ejecutado. Lo ataron con el P. Sebastián Calvo. Los sacaron del salón y les hicieron atravesar la plaza, escoltados por escopeteros. Todavía los pudieron ver desde el salón a través de los ventanales: cruzaban como sombras bajo los árboles del ayuntamiento y se dirigían al camión que los esperaba con los faros encendidos.

Los milicianos hicieron apagar todas las luces del salón y les ordenaron seguir durmiendo. «Pero nosotros -dice Parussini- quedamos terriblemente impresionados, sin poder conciliar el sueño; yo rezaba con otros, en un rincón del escenario; nos preparábamos para el sacrificio de nuestra vida».

Y poco después, «a las cuatro menos siete minutos» -dice Hall- una fuerte descarga de fusilería les anunció la tragedia gloriosa que se acababa de consumar. Ellos creyeron que había sido en el mismo cementerio de Barbastro. Posteriormente se comprobó que fue en uno de los muchos recodos tortuosos de la carretera de Barbastro a Berbegal y Sariñena, cerca del kilómetro tres. Antes de disparar, les ofrecieron por última vez la posibilidad de apostatar, y los remataron, luego, con el tiro de gracia en la sien. Dejaron después que se desangrasen, para que no manchasen de sangre el camión, ni la carretera.

Los ejecutores se iban a abrevar de vino a las torres cercanas, alquerías donde se cosechaba a marchas forzadas, y regresaban a cargar en el camión los cadáveres apelmazados entre las cuerdas y las sotanas, y los transportaban al cementerio, a una fosa; les «echaron cal viva y tierra encima», «unos cuarenta o cincuenta pozales(6) cada vez, de cal y agua».

Muchos de la población que se interesaban por aquellos «desgraciados» «estaban todas las noches escondidos en lugares estratégicos del cementerio para presenciar la sobrecogedora escena, con el objeto de cerciorarse del lugar exacto donde iban sepultando a los diversos grupos y poder después testificarlo, e identificar los cadáveres».

Aquel 12 de agosto fue una jornada de purificación para los claretianos vivos. Los mártires conocían ya su plazo; era un privilegio. Se consideraban, todos, indignos y dichosos. Varios de ellos, Casadevall, Ruiz, Novich, Amorós, recordaban el Padrenuestro rezado en ciertos paseos, durante el noviciado, «para que todos llegasen a ser mártires». Estaban a punto de ver cumplida una profecía. De aquel día poseemos el testimonio directo de Hall y Parussi- ni, que por su condición de extranjeros, fueron excluidos de la matanza; y se reservaron para que fuesen testigos presenciales de los hechos y de sus últimas palabras.

«Cuando el día doce de agosto se llevaron a los seis primeros, nos pusieron aparte a los extranjeros y nos garantizaron que no nos harían nada. Yo no podía creerlo, pues hacía pocos días, el Comité de Barbastro había fusilado a dos extranjeros seglares, por ser los más destacados de las asociaciones católicas...».

A las siete de la mañana, menos de tres horas después de las ejecuciones, se presentó en el salón uno del Comité con varios pistoleros y les tomó el nombre a todos: era la lista negra -dice Parussini- el catálogo martirial de las edades, por el que iban a llamarlos, noche tras noche. Desde aquel momento comenzaron a prepararse, «próxima y fervorosamente», para la muerte.

«Nos confesamos todos por última vez, y se puede decir que pasamos el día rezando y meditando. Todos estábamos resignados a la divina voluntad y contentos de estar sufriendo algo por la causa de Dios». Muchos se pidieron mutuamente perdón por sus faltas; se besaban los pies y se daban un abrazo. Todos hicieron constar que «perdonaban a sus verdugos» y se comprometieron a rogar por ellos en el cielo.

«Pasamos el día en religioso silencio -escribió Faustino Pérez- y preparándonos para morir mañana; sólo el murmullo santo de las oraciones se deja sentir en esta sala, testigo de nuestras duras angustias. Si hablamos es para animarnos a morir como mártires; si rezamos, es para perdonar...¡Sálvalos, Señor, que no saben lo que hacen!...».

Para la Congregación de Misioneros del Corazón de María, a la que pertenecían, guardaron su último beso. Hall les pidió un recuerdo para Ilevárselo personalmente al P. General y, a través de él, a toda la Congregación. Los futuros mártires se resistieron en principio, temiendo hasta la sombra de una vanidad infiltrada; hasta que se les garantizó que se trataba sólo de un recuerdo familiar. Tomaron entonces un pañuelo que había sido del P. Nicasio Sierra, fusilado pocas horas antes, por odio a la fe, lo besaron y se lo pasaron, uno a uno, por su frente, como obreros cansados y sufridos, diciendo: «Sea éste el beso que doy a la Congregación querida al tener la dicha de morir en su seno».

«Me creo en la obligación de decir -constata Hall- que aquellos a quienes pedí algún recuerdo, lo hicieron con la condición expresa de conservarlo como un recuerdo de compañeros de estudio y de cárcel, o con la de mandarlo a la familia respectiva, para que les sirviese de consuelo... Muchos, ni aun así dejaron cosa alguna». Otros, en cambio, se hacían con algún objeto que había sido de los seis fusilados últimos, y decían:

-Mire, si puede y le libran, llévese esto que fue del P.tal... fusilado esta mañana, y con el tiempo podrá servir de reliquia, si la Santa Madre Iglesia llega a reconocerlos por Mártires, pues nosotros creemos que delante de Dios lo son».

Aquel día, el doce, por la tarde, profesaron perpetuamente (sub conditione, bajo condición: «si habían sido aprobados»), los estudiantes José Amorós, de Puebla Larga, Valencia, hijo de ferroviarios; y Esteban Casadevall, el más tentado contra la castidad. El P. Secundino Ortega les tomó la profesión. Y redactaron el documento, y varios firmaron como testigos. Rafael Briega, que sabía bastante chino, le dijo a Hall:

-Hágale saber al P. José Fogued (Administrador Apostólico de Tonkin) que ya no puedo ir a China, como siempre he deseado, ofrezco gustoso mi sangre por aquellas misiones y desde el cielo rogaré por ellas.

Los cuarenta misioneros redactaron su despedida oficial y la firmaron, uno a uno, para que los estudiantes argentinos Hall y Parussini, si se salvaban realmente, la hicieran llegar a la Congregación. La letra es del indómito Faustino Pérez, que es el primero en firmar, y el último en despedirse. Usaron un modesto envoltorio de chocolate por el envés y la cara. Valdría la pena que un grafólogo serio estudiase los trazos de cada uno y nos dijese cómo estaba el ánimo de aquellos condenados a muerte, a pocas horas de su ejecución.

El reloj de la catedral dio las doce. Se abrieron repentinamente las puertas del salón para dejar paso a unos veinte milicianos armados y provistos de abundantes cuerdas, «teñidas aún en sangre de otros mártires». A una orden suya se levantaron los que dormían. Se encendieron las bombillas.

Los milicianos se desplegaron cautelosamente por todos los ángulos, fusil en mano. Era el principio del fin.

-¡Atención! -gritó una voz. Era Mariano Abad, el Enterrador, famoso por sus salvajadas. Solía decir que si los ejecutados no llegaban a veinte, no merecía la pena el paseo o la faena.

-¡Atención! ¡Que bajen los que tengan más de veintiséis años!

No se movió nadie.

Mariano Abad repitió, áspero, la orden. -¡Los que pasen de veinticinco!

Tampoco había nadie de tanta edad. Mariano Abad se enfureció.

-¡Que se enciendan todas las luces!

Sacó una lista y, como apenas sabía leer, se la dio a otro miliciano mucho más joven, que leyó con voz de hierro: -¡Secundino Ortega!

El P. Ortega se levantó; saltó del escenario. «¡Presente!» y se fue a ocupar su «puesto».

Iban bajando, ágiles y decididos, como para recibir una condecoración, y se colocaban en fila junto a la pared. Los milicianos les ataban las manos a la espalda y, luego, de dos en dos, les ligaban los brazos, para impedir cualquier intento de fuga. «Aquellos rostros -dice Parussini- tenían en aquel momento algo de sobrenatural que no se puede describir». «Ninguno desfalleció ni mostró cobardía», asegura Hall.

En el momento de salir, Juan Echarri se volvió hacia los que quedaban y les gritó:

-¡Adiós, hermanos, hasta el cielo!

Algunos de los claretianos les respondieron. Se produjo un alboroto entre los guardias, que tenían, al parecer, prisa. Cortaron en seco las efusiones con una aclaración sardónica:

-Vosotros, los que quedáis, tenéis un día entero para comer, reír, divertiros, bailar, hacer todo lo que queráis: aprovechad lo bien, que mañana, a esta misma hora, vendremos a buscaros como a éstos, y os daremos un paseíto a la fresca, hasta el cementerio. Y ahora, a apagar las luces y a dormir.

Los veinte misioneros cruzaron la plaza, donde se arremolinaba una multitud efervescente. Los presos se dirigieron al camión. Había un escaño o banquillo al pie de la trasera de la plataforma. Apenas subidos, se oyó el ruido del motor. Un anciano guardia civil que los acompañaba en aquel último viaje, Felipe Zalama, tomó la iniciativa y levantó la voz:

-¡Viva Cristo Rey!

-¡Viva...!

¡Más fuerte, muchachos! ¡Viva Cristo Rey!

Se repitieron las aclamaciones varias veces. Alternaron los cánticos. Los guardias armados, enfurecidos, les golpeaban con las culatas de los fusiles, para silenciarlos. El camión enfiló, primero el Coso, luego la carretera de Huesca; se ladeó luego hacia la de Sariñena y Berbegal, por la que trepó y fue doblando, entre curvas y vaivenes, hasta unos doscientos metros del kilómetro tres, donde se detuvo. Delante y detrás del camión iban varios coches, con los dirigentes y ejecutores.

«Los tiraron del camión de dos en dos», atropelladamente. Y los empujaron hacia el ribazo, de espaldas al monasterio de El Pueyo. Se oían crepitar los grillos, intermitentemente, con su indiferencia telúrica. Un testigo presencial vio a los claretianos de rodillas junto a la tierra hinchada y con los brazos en cruz, como podían. Varios focos de luz convergían sobre ellos y sus sotanas. Con los fusiles apuntándoles, se levantó el vozarrón de Mariano Abad:

-Aún tenéis tiempo. ¿Queréis venir con nosotros a luchar contra los fascistas?

-¡Viva Cristo Rey!

-¡Gritad, al menos ¡Viva la revolución!

-¡Viva Cristo Rey!

Se oyó una descarga terrible, en la noche. Era la una menos veinte de la mañana del trece de agosto. Poco después, se oyeron los tiros de gracia, uno a uno. «Por los tiros finales conocíamos el número» -decía luego un campesino de la torre la Jaqueta. Los misioneros del salón oyeron perfectamente las detonaciones, y los tiros últimos. «Todos estábamos rezando por nuestros hermanos, -dice Hall- pidiendo su perseverancia hasta el fin, como en la noche anterior. Hubo dos que comenzaron una parte del santo rosario, meditando los misterios de dolor, y al oír los disparos, cambiaron a los misterios de gloria. Otro llegó a rezar veinte veces el Magnificat, antes de las descargas: uno por cada hermano que iba a ser fusilado. Se puede seguir así, cronológicamente, la trayectoria del camión y el tiempo exacto que tardaron en llegar».

Había, no lejos de allí, cuatro campesinos de Costean, que estaban cosechando en la torre la Jaqueta de Antonio Pueyo Coscojuela: los dos Santaliestra, José -que aún vive, en Costean- y Francisco, fallecido ya; Joaquín Pana, muerto en 1985; y, por supuesto, Antonio Pueyo, el dueño, que vive en Barbastro. Los cuatro eran cristianos convencidos y solían ir a misa, en Barbastro, a la iglesia de los Misioneros Claretianos. Antonio Pueyo aclara, siempre:

«El día trece no mataron aún en nuestra finca, sino un poco más arriba, en una tierra del ayuntamiento de Barbastro, donde echan las basuras y las queman. Y aquella mañana llevaron el camión a las Paúlas, para lavar la sangre». Los campesinos estaban ya acostados, aquella noche, y no se atrevían ni a levantarse. «Estábamos aterrorizados por los fusilamientos cercanos». Temían que «fuesen también a por ellos». «Da horror», le decían al dueño. «Miaja(7) bien estamos aquí». Pueyo les pidió a sus trabajadores: «Si vienen, por lo que más queráis, no les digáis que yo soy el amo». Habían observado cómo los milicianos hacían virar los dos vehículos y juntaban los faros. Oyeron sus gritos y los de los misioneros. Al fin, cuando vieron que venían a su torre, Pueyo les dijo: «Andad, dadles de beber, lo que quieran». Abrieron el portalón e hicieron pasar a los milicianos.


Antonio Pueyo,uno de los téstigos junto al autor
de este reportaje en el monumento erigido en el
lugar de los fusilamientos.

Mientras bebían vino, los milicianos lo contaban todo, jactándose, entre bromas y palabrotas. Los fusilados del día trece eran los misioneros, veinte misioneros. Les explicaron a los campesinos que los «dejaban en tierra una hora o más, para que se desangraran y no dejaran rastro por el camino, ni embadurnaran el camión». Allí, en aquel rincón de tierra empapada de sangre encontraron, a la mañana siguiente, estampetas, libros, y algún zapato de los misioneros.

Luis Befaluy, vecino también de Costean, al pasar por aquel lugar tétrico y glorioso, conduciendo un camión en compañía de el Trucho, recogió de él este comentario espontáneo -El Trucho señalaba el lugar exacto, ocupado hoy por una cruz severa:

-Ahí fusilamos a los misioneros. Se pusieron allí de rodillas, y con los brazos en cruz, y gritaban: «¡Viva Cristo Rey! ». Así recibieron la descarga.

En una torre cercana, a unos cuatrocientos metros del lugar de la ejecución, otra familia, la de los Iglesias Sopena, que «estaban durmiendo al aire libre, por el gran calor, encima de la paja de la era, bajo la carrasca», que aún está, «oyeron el ruido de los vehículos, el camión de la muerte y unos cinco coches que iluminaban la carretera». «Venían de Barbastro -dice Manuel- disparando tiros». El perro de la torre empezó a ladrar. «Había muchos ejecutores; yo creo que entre treinta y cuarenta. Se oían las voces: jA descargar a los presos! ¡venga, bajad!"». «Fue la primera noche que se mató en aquellos lugares. Los presos venían en el camión, atados». «Recuerdo perfectamente que los misioneros gritaban: "¡Viva Cristo Rey!"». «Después de fusilarlos, los remataban con una pistola. Se oían los gritos de los mártires, que eran chicos jóvenes, y se lamentaban al morir».

Por encima de la torre se oían silbar las balas. «Vimos las luces de los vehículos. Ponían a los mártires en una fila, en el borde de la cuneta derecha de la carretera, bajando. En la izquierda se apostaron los milicianos». Disparaban de cara a El Pueyo.

-¡Ojo cómo se tira! -decía un dirigente.

«El camión marchó hacia abajo, por la vaguada ancha, y dio la vuelta. Lo pusieron de cara a Barbastro y empezaron a cargar a los mártires».

-¡Venga, que este tío pesa! -decía uno. -¡Mira, éste aún respira; así se joderá!

«A la mañana siguiente vinieron del Comité a tapar la sangre de la carretera. Nos dijeron que había trozos de sesos y sangreras». Echaron tierra con una media luna de carreteros. Los cadáveres fueron trasladados al cementerio de Barbastro, y arrojados en una zanja común que se obligó a abrir a los gitanos. Allí se descubrieron, años más tarde, y se identificaron, uno a uno, gracias al número de ropa personal que llevaban puesto y que coincidía con la lista con que el hermano sastre, en una comunidad numerosa, sabía las correspondencias, para pasar semanalmente la muda, y que se conservaron fielmente.

Entre la una y media y las dos «vinieron al salón unos milicianos para avisar» a los seminaristas argentinos, Pablo Hall y Atilio Parussini «que estuviesen preparados», que irían a buscarlos en auto y los llevarían a Barcelona. «El tiempo que quedaba de cárcel lo empleamos en rezar y en despedirnos de los 20 últimos hermanos nuestros. Con lágrimas en los ojos, y con mucha envidia, con amor y respeto, besamos aquellas manos y aquellas frentes que pronto serían premiadas con la más rica diadema del mundo: el martirio».

«Estábamos emocionadísimos, pero ellos estaban muy animados, con el ejemplo de los anteriores, y nos aseguraron que irían todo el camino cantando y dando "vivas" a Cristo Rey, al Corazón de María, a la religión Católica y al Papa». «Nos dijeron que cantarían el "Jesús ya sabes..." y el "Firme la voz, serena la mirada...", que sotto voce habíamos cantado y repetido en la cárcel».

-¡Qué pobres infelices son ustedes! -les dijo Ramón Illa a los argentinos- ¡No poder morir mártires por nuestro Señor!

No morirían mártires, pero serían testigos oculares de aquella grandiosa hecatombe de claretianos hasta el día trece de agosto. Ellos fueron los emisarios providenciales, correos vivos que transmitieron a toda la Congregación los hechos por dentro, y la última voluntad de los mártires.

A las cinco y media de la mañana los sacaron de la cárcel. A las seis subían al tren. Entre otras cosas, salvaron la Ofrenda última, con la firma de los últimos cuarenta mártires de las dos últimas sacas. Se la entregaron en Barcelona al P. Carlos Catá, misionero huido; con quien se tropezaron providencialmente.

En el salón, los 20 últimos misioneros estaban convencidos de que el 13 era su último día en esta tierra. Se creye- ron en el deber de dejar su testamento:

«Querida Congregación: Anteayer, día 11, murieron, con la generosidad con que mueren los mártires, seis de nuestros hermanos; hoy, 13, han alcanzado la palma de la victoria veinte/ y mañana/ catorce/ esperamos morir los veintiuno restantes. iGloria a Dios! íGloria a Díos! íY qué nobles y heroicos se están portando tus hijos, Congregación querida! Pasamos el día animándonos para el martirio y rezando por nuestros enemigos y por nuestro querido Instituto. Cuando llega el momento de designar las víctimas hay en todos serenidad santa y ansia de oír el nombre para adelantar y ponernos en las filas de los elegidos; esperamos el momento con generosa impaciencia, y cuando ha llegado, hemos visto a unos besar los cordeles con que los ataban, y a otros dirigir palabras de perdón a la turba armada: cuando van en el camión hacia el cementerio, les oímos gritar "¡Viva Cristo Rey!". Responde el populacho rabioso: "¡Muera! ¡Muera!", pero nada los intimida. ¡Son tus hijos, Congregación querida, éstos que entre pistolas y fusiles se atreven a gritar serenos cuando van hacia el cementerio "¡Viva Cristo Rey!". Mañana iremos los restantes y ya tenemos la consigna de aclamar, aunque suenen los disparos, al Corazón de nuestra Madre, a Cristo Rey, a la Iglesia Católica y a ti, Madre común de todos nosotros. Me dicen mis compañeros que yo inicie los ¡vivas! y que ellos ya responderán. Yo gritaré con toda la fuerza de mis pulmones, y en nuestros clamores entusiastas adivina tú, Congregación querida, el amor que te tenemos, pues te llevamos en nuestros recuerdos hasta estas regiones de dolor y de muerte.

"Morimos todos contentos sin que nadie sienta desmayos ni pesares; morimos todos rogando a Dios que la sangre que caiga de nuestras heridas no sea sangre vengadora, sino sangre que entrando roja y viva por tus venas, estimule tu desarrollo y expansión por todo el mundo. ¡Adiós querida Congregación! Tus hijos, Mártires de Barbastro, te saludan desde la prisión y te ofrecen sus dolores y angustias en holocausto expiatorio por nuestras deficiencias y en testimonio de nuestro amor fiel, generoso y perpetuo. Los Mártires de mañana, catorce, recuerdan que mueren en vísperas de la Asunción; jY qué recuerdo éste! Morimos por llevar la sotana y moriremos precisamente en el mismo día en que nos la impusieron".

”Los Mártires de Barbastro, y en nombre de todos, el último y más indigno, Faustino Pérez, C.M.F.".

¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Corazón de María! ¡Viva la Congregación! Adiós, querido Instituto. Vamos al cielo a rogar por ti. ¡Adiós, adiós!».

La muerte no llegó en la madrugada del 14, como les habían anunciado. Vivieron los misioneros una noche de sobresalto y de plegarias, capaz de destrozar los nervios al más templado. Su ejecución, su día, se trasladaba al sábado, día de la Asunción. Así lo creyeron definitivamente, porque nunca se fusilaba de día.

Sobre la medianoche del 14 al 15 estalló el griterío en la plaza. Llegaba el camión de las ejecuciones. Todos los testigos coinciden en la fecha y en los detalles. El carcelero del ayuntamiento, Andrés Soler, nos ha transmitido la liturgia que precedía y seguía cada una de aquellas masacres:

«Todas las noches que había saca de presos, antes y r después de las ejecuciones, se reunían los milicianos a beber cerveza en la galería de la cárcel que da al río Vero, y comentaban los incidentes».

Un joven carnicero, de 19 años, Mariano Lagüéns, tuvo que ir a los Escolapios, aquella noche, a trocear cuatro o cinco corderos. Dios permitió que fuese, también, testigo de la escena: un grupo de escopeteros irrumpió en el salón. Los misioneros se incorporaron. Los milicianos llevaban, como la antevíspera, cuerdas ensangrentadas. El cajero Torrente, que los capitaneaba, llamó a los misioneros por la lista. Leída la lista negra, en el salón, Torrente les preguntó, mientras revolvía un lío de cuerdas enrojecidas:

-¿A dónde queréis ir: al frente, a luchar contra el fascismo o a ser fusilados?

Se hizo un silencio espeso. Ir al frente era un eufemismo, todos lo sabían: significaba renegar de su fe y de su condición religiosa.

-Preferimos morir por Dios y por España.

Los ataron tan fuertemente, con alambres y torniquetes -dice un testigo presencial- que les saltaba la sangre de las muñecas y las manos. Y las cuerdas se volvían a empapar. Ninguno de ellos se quejó. Los amarraron de dos en dos, por los codos. Tropezaban al subir las escaleras y al pasar la puerta y salir a la plaza. En ella se les juntaron tres sacerdotes de Barbastro, atados también: D. Vicente Salanova, D. Mariano Albás y D. Vicente Artiga. Artiga iba chorreando sangre por la mandíbula derecha. La gente de la plaza estaba sobrecogida, al verlos tan jóvenes. El camión estaba custodiado estratégicamente: junto a la cabina, un miliciano pistola en mano, que no dejaría de apuntarles en todo el viaje; en los ángulos de la plataforma, otros con escopeta.

Antes de subir, Mariano Abad los detuvo y les brindó otra oportunidad:

-Os vaya proponer un trato; no creáis que os engaño. Si venís a luchar contra los fascistas y renunciáis a vuestra religión, os perdonamos la vida.

Nadie contestó. El Enterrador volvió a insistir. Y, al fin, al ver que nadie se movía, estalló entre blasfemias:

-¡Qué lástima que estos hombres tan bragados no vengan a luchar con nosotros! Se han acabado las contemplaciones. ¡Que no se vuelva a repetir lo del grito de ¡Viva Cristo Rey! Como lo vuelva a oír, os machacaremos la cabeza.

Al ir en parejas, no era difícil romper el equilibrio, al subir al camión. Manos de hierro los sujetaban por los lados, y los empujaban hacia aquella caja espantosa, que resonaba como un inmenso ataúd. Caían de cualquier manera, en montón. Tenían que avanzar luego hacia la nuca de la cabina, para dejar paso a los que seguían. Poco a poco, a empujones, entraron los últimos. Los milicianos alzaron la zaga del camión y lo acerrojaron. Mariano Abad dio la orden de arrancar. Al iniciarse la bajada por el Rollo, hoy calle de la Academia Cerbuna, se oyó un grito en el camión, que trepanó la noche, la voz de Faustino Pérez:

-¡Viva Cristo Rey!

Los veinte misioneros y los tres sacerdotes diocesanos, carearon:

-¡Viva Cristo Rey!

Mariano Abad ordenó al chófer parar el vehículo. Se encaramó a la plataforma del camión y «golpeó a los misioneros con la culata de un fusil». Los golpes se hundieron en el cráneo de Faustino. Otro de los seminaristas se lamentó en catalán:

-Mare meva!

A la bajada del Rollo, los vivas, los gritos y las amenazas convirtieron la calle en una algarabía ensordecedora.

-¡Viva el Corazón de María!

-¡Viva la Asunción! ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Papa!

El camión, con aquella sagrada carga, descendió hasta el Coso y se dirigió a la carretera de Sariñena. A poco de pasar el kilómetro 3, ente curvas retorcidas, baches y repechos, apareció el hondo valle de San Miguel, desolador. La carretera, antes de cruzarlo, formaba un ángulo recto, cuyo vértice se apoyaba en un estrecho ribazo; era la finca de Pueyo, el Val Martín.

«Los echaron al suelo como fardos». El automóvil de los dirigentes, con los faros levantados, iluminaba aquella escena dantesca. Los misioneros trataban de incorporarse, de abrir los brazos en cruz, arrodillados, repitiendo sus jaculatorias y su perdón.

El grito de «¡Viva la Asunción!» lo oyeron, desde su torre jaqueta, Antonio Pueyo y sus tres compañeros de siega. No lo olvidaron nunca. Antonio estaba subido a las falsas, asomado en el ancho ventanal, a menos de doscientos metros de la escena de los fusilamientos, digna de Goya. Oyó y vio los golpes, la caída en masa como «sacos o costales» de los claretianos sobre aquella tierra suya, junto a la carretera.

Le llegaban y Ilagaban los gritos de los anarquistas y los últimos vivas de los seminaristas. Oyó también la última oferta de El Enterrador. Crepitaron los fusiles. El grupo de ajusticiados se derrumbó. Nuevas descargas, cerradas, para sofocar los últimos gritos, apagados. «Desde que bajaron del camión hasta que murieron -dice un testigo- no dejaron de rezar jaculatorias». Y poco después, los tiros de gracia. Se conocía así, matemáticamente, hasta de lejos, el número exacto de mártires de aquella noche.

«Murieron firmes en la idea; y aun después de fusilados, entre los últimos estertores, decían aspiraciones y continuaban con el crucifijo en la mano, hasta que a la fuerza se lo quitaban. Otros llevaban el rosario».

Al día siguiente, varios campesinos se acercaron al ribazo empapado, y vieron restos de los misioneros, revueltos entre la tierra y la sangre: armazones, varillas y cristales rotos de sus lentes, rosarios, escapularios medio deshechos, sucios de sangre, trozos de ropa, astillas, casquillos metálicos, medallas...

Antonio Pueyo encontró una cartera y, en ella, una estampa con un nombre al dorso: «Sebastián Riera, C.M.F». Salvador Fajarnés oyó decir -luego- en el Comité que «los jóvenes (seminaristas) se hubieran podido salvar, todos, dejando la sotana y renegando de su fe».

«Un día de aquellos, -dice Luis Iglesias Sopena, en 1992- pasamos con carros cargados de trigo, y la primera de las caballerías, que era muy buen caballo, al llegar al sitio y oler la sangre humana reciente -hacía sólo cinco horas que habían fusilado a los misioneros- no quería pasar, como espantada. Se quería volver atrás. Le tuve que pegar con el ramal».

El 18 de agosto, martes, caían en el mismo lugar, los dos últimos seminaristas, Jaime Falgarona y Atanasio Vidaurreta, que completaron la corona gloriosa de los cincuenta y un mártires misioneros claretianos de Barbastro. Habían estado, como enfermos, junto con el Hermano Joaquín Muñoz, en el hospital, desde la tarde del 20 de julio. Los médicos alargaron su permanencia lo que pudieron, porque sabían que estaban condenados. Al fin, el 15 de agosto, por la tarde, les dieron de alta y fueron a ocupar una celda en la cárcel. El H. Muñoz se pasaba el día rezando rosarios. Al verlo tan achacoso, herniado, el día de la ejecución, dijeron en voz alta dos milicianos:

-¿Qué vamos a hacer con este trasto? y lo apartaron.

Falgarona y Vidaurreta rindieron sus vidas bajo los faros cegadores, en el mismo lugar que sus hermanos. Antonio Pueyo lo confirmó, porque se lo dijo Florencio Salamero, el hijo de la muda, del Comité Antifascista de Barbastro. Francisco Santaliestra Carrera, de Costean, y testigo ocular de las matanzas, da un detalle espeluznante:

«Un día, fusilaron a tres y estuvieron los cadáveres hasta las ocho de la mañana. Quedó un rastro grande de sangre, tan grande que hicieron venir a uno para que picase la tierra». «La cruz que han levantado luego -el monumento a los mártires- está, exactamente, en el sitio en que estuvo la sangre».


La prensa internacional se hizo eco rápidamente de la
masacre, en la imágen el periódico vaticano El
Observatore Romano del 29 de Agosto de 1936.

EL MUSEO

En Barbastro existe un museo dedicado a los Mártires Misioneros donde se encuentran los restos y recuerdos de los 51 claretianos asesinados. Es especialmente impresionante la cripta con los restos óseos donde se pueden apreciar los agujeros de balas en los cráneos. También encontraremos en este museo objetos y recuerdos de la GCE en Barbastro así como tres salas anexas dedicadas a San Antonio María Claret y a la Congregación Claretiana.

Es posible visitar el museo de Martes a Domingo (cerrado los Lunes) con horario de 10 a 13 por las mañanas y de 16 a 20 por las tardes.

Su dirección es c/. Conde, 4 22300 Barbastro y el Tlf. 974-311146.


Entrada al Museo


La Cripta con los restos de los Misioneros.


Notas

  1. Art. 394 del Apéndice 1 del Reglamento para el Reclutamiento..., de 29 de marzo de 1924.
  2. Padre.
  3. La primera columna en llegar a Barbastro fué la 3ª llamada también Ascaso que se dirigió hacia el frente de Huesca, anteriormente habían partido desde Barcelona hacia la conquista de Zaragoza la 1º (Durruti) y la 2ª (Ortiz), luego llegarían las del POUM, Aguiluchos de la FAI, Roja y Negra, Comunistas, Catalanistas, etc.
  4. Solidaridad Obrera, periódico anarquista editado en Barcelona por la CNT-FAI.
  5. CMF, abreviatura de Cordis María Filium o Hijos del Corazón de María
  6. Cubos, en aragonés.
  7. Poco, en aragonés



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Sangre Inocente
Los Martires Misioneros de Barbastro
Gabriel Campo Villegas
-
Abril 2002
-
16
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miércoles, agosto 02, 2006

LA PORCIÚNCULA


La Indulgencia del Perdón de Asís o de la Porciúncula.

Se cuenta que en una callada noche del estío de 1216, Francisco se encontraba en la pequeña y tan querida capillita, absorto en la profunda dulzura de la oración. De pronto un torrente de luz vivísima inunda el místico santuario, semejante a un sol. En medio de aquella ardiente luminosidad de oro ve aparecer, rodeada de una multitud de ángeles, la dulce figura de Jesucristo y la imagen sonriente de la Virgen María. Los dos celestes personajes, sentados sobre trono real, venían a visitar al Seráfico y a preguntarle qué es lo que más deseaba. Francisco, sin dudar un momento, respondió con confianza: «Padre nuestro Santísimo: puesto que yo soy mísero y pecador, te ruego que a todos los que, arrepentidos y confesados, vengan a visitar esta iglesia, Tú les concedas amplio y generoso perdón con una completa remisión de todas sus culpas». --«Lo que tú pides, oh Fray Francisco, es grande -le dice el Señor-, pero de mayores cosas eres digno y mayores tendrás».

Bien sabido es lo que luego ocurrió. Al día siguiente el Pobrecillo, acompañado de Fray Maseo, tomaba el camino de Perusa para ir a exponer al Papa Honorio III, recientemente sublimado a la cátedra de Pedro, la causa de las almas. El Pontífice, después de dudar algo al pensar sobre todo en la universalidad de la Indulgencia, la concedió, limitándola sólo en cuanto al tiempo, y fijándola a perpetuidad, para todos los años, desde las primeras vísperas del primero de Agosto hasta las vísperas del siguiente día.

En el día escogido para la solemne consagración de la humilde capilla, San Francisco, encargado por los Obispos de la Umbría reunidos con esta fausta ocasión en Santa María, promulgaba ante una inmensa muchedumbre la célebre Indulgencia, iniciando su discurso con aquellas palabras que han quedado famosas: «Hermanos míos, yo quiero enviaros a todos al Paraíso».

Desde aquel día la capillita de la Porciúncula se convirtió en una piscina probática, a la que acuden los fieles de todas partes del mundo para obtener, por la oración, consuelo, perdón y esperanza. Es muy raro el que delante de la Virgen no se encuentre siempre a alguien, arrodillado en humilde oración. Pero el espectáculo llega a ser verdaderamente sublime cuando, al llegar el aniversario de la concesión del insigne privilegio, la multitud innumerable acude a la «rota», el tribunal de la indulgencia, haciendo resonar en la inmensa nave de la mole gigantesca gritos de alegría unidos a lágrimas de arrepentimiento.

sábado, julio 29, 2006

Orar sin desfallecer

Sigue mi obispo con el tema de la oración

No podemos confundir “el pedir a Dios la fuerza para actuar en su nombre con pedir que Él actúe en lugar nuestro porque no encontramos fuerzas para hacerlo”.

San Felipe Neri era irascible, se enfadaba con mucha facilidad y cedía a los accesos de cólera que incitaban a que alguno de sus hermanos de comunidad le respondiese, le llevase la contraria y le corrigiese. Un día, se dio cuenta de que eso no podía seguir así. Nosotros, observadores atentos de la vida de los santos, podemos preguntarnos si esa toma de conciencia le venía de un arranque interior virtuoso o de que no podía soportar por más tiempo a sus hermanos. La verdad es que no lo sabemos. Pero lo interesante no es eso, lo más asombroso es que san Felipe Neri, al sentir ese deseo interior de corrección de vida, se fue a una Iglesia, se prosternó ante el Cristo Crucificado y le pidió que le librase de su irascibilidad. Salió de la Iglesia con mucha esperanza pensando que, a partir de ese momento, su vida había cambiado completamente, pensando que era ya un hombre nuevo, distinto, más santo. Inmediatamente se encontró con un hermano con quien nunca había discutido pero, por primera vez en su vida, ese hermano se mostró desagradable y displicente. Felipe montó en cólera y furioso fue al encuentro de otro hermano que era su confidente. Y se encontró con otra sorpresa. Ese hermano también le respondió con mucha rudeza y tosquedad. San Felipe no pudo más y regresó a la Iglesia; allí, de rodillas ante el crucifijo, dijo: “Señor, ¿no te pedí que me desembarazases de mi irritabilidad?” El Señor le respondió: “Sí, Felipe, por eso he multiplicado las ocasiones para que puedas corregirte”.

Qué hermosas lección para nuestra vida de creyentes. Ciertamente, Dios no nos quita las ocasiones de tentación y sufrimiento, pero nos da la fuerza para llevar la cruz, para vencer las tentaciones. Sin embargo, eso no significa que ya está todo resuelto y que no debamos hacer nada más, que no debamos movilizar nuestra inteligencia, nuestro entusiasmo, nuestra energía, en esa dirección de vencer y superar la tentación y el sufrimiento. Se trata, más bien, de todo lo contrario, así nos lo enseña, y nos lo recuerda, el viejo refrán español: “A Dios rogando y con el mazo dando”. Sí, al tiempo que pedimos ayuda y fuerza a Dios, debemos desplegar todas nuestras energías, toda nuestra entrega, para que eso que pedimos a Dios se haga realidad.

La oración nos demanda siempre un plus de esfuerzo psíquico. Dios pide siempre nuestra colaboración en cualquier acción que vaya en la línea de superar nuestras deficiencias y nuestros pecados. Así nos lo enseña Jesús en el Evangelio cuando dice: “esta clase de demonios sólo se vencen con la oración y el ayuno”. Sí, es necesario, además de orar, ayunar. Es necesario abstenerse de caprichos; abstenerse de comidas y bebidas. Sí, el Señor nos pide colaborar con nuestro esfuerza en la obra de santidad y en la obra evangelizadora. Si actuamos así, ciertamente veremos cómo Dios actuará en nosotros y a través nuestro, concediéndonos todo aquello que deseamos y que le pedimos con total confianza en la oración.

Con mi afecto y bendición, + Juan José Omella Omella

Obispo de Calahorra y La Calzada-Logroño

domingo, julio 09, 2006

viernes, julio 07, 2006

Bienvenido

Bienvenido
Benedicto XVI contemplará una enorme bandera vaticana cuando cruce el río Turia por el puente de Xirivella. Un grupo de jóvenes de la Asociación Juvenil Dardo, obra corporativa del Opus Dei, ha pintado esta enseña sobre el cemento del cauce.


Un grupo de diez jóvenes voluntarios ha elaborado una especial bienvenida a Benedicto XVI. Se trata de chicos que frecuentan la Asociación Juvenil Dardo, un proyecto social del Opus Dei en el barrio de Tres Forques. El pasado sábado comenzaron a pintar en una de las paredes de cemento del nuevo cauce del Turia, al paso por el puente de Xirivella que conecta la A-3 con Valencia, una enorme bandera vaticana de 50 x 15 metros. Según contó Jorge Sebastián al periódico “Las Provincias”, el grupo estuvo barajando varias posibilidades de hacer "algo especial" para recibir al Papa.

"Somos de esta zona de la ciudad y queríamos hacer algo llamativo, pero que quedara bien, algo que no pase inadvertido a Su Santidad y dimos con esta posibilidad", relató Jorge mientras se encontraba en pleno proceso de creación a la vez que recordaba con un "por supuesto que rezamos por los frutos espirituales de esas jornadas".

Añadió que el Papa verá, sin duda, esta bienvenida, ya que tendrá que cruzar este puente en su trayecto a Valencia, un detalle más que permita mostrar el cariño de los valencianos al Santo Padre. Para pintar una bandera de tales dimensiones cuentan con 12 bidones de pintura blanca, siete de pintura amarilla y dos de negra.

Stand sobre La Familia en las enseñanzas de San Josemaría


El stand dedicado a la predicación de San Josemaría sobre la Familia es uno de los que podrán visitarse en la Feria Internacional de las Familias que se celebra en el marco del V Encuentro Mundial de las Familias, del 4 al 7 de julio en la Feria de Valencia

José María Poveda, responsable del stand, explica que "se trata de acercar a los visitantes un aspecto central de la predicación del fundador del Opus Dei: la familia. Para hacerlo, hemos preparado una edición especial de la homilía El matrimonio, vocación cristiana en cuatro idiomas, y una selección de imágenes de reuniones de San Josemaría filmadas en los años 70, que se proyectarán constantemente."

"Hemos procurado sintonizar -continúa José María- con los organizadores de este evento al intentar mostrar que la Iglesia no solo expresa el marco conceptual, la teoría acerca del matrimonio y de la familia, sino que, sobre todo, quiere mostrar lo que en todo el mundo hace para cohesionar y difundir el don de la familia como comunidad de vida y amor y como fuente de felicidad humana, y lo hemos hecho a través de la predicación concreta de un santo de nuestros días".

Se pondrá a disposición del público diverso material escrito y audiovisual sobre San Josemaría y la familia, y sobre iniciativas evangelizadoras llevadas a cabo por fieles de la Prelatura del Opus Dei en los cinco continentes.

La Fundación Studium, una de las muchas instituciones que participan en esta Feria, tiene entre sus fines la edición y divulgación de obras literarias que contribuyan a la formación humana y cristiana, así como promover en actividades de tipo cultural que tengan el mismo carácter de divulgación de valores humanos o espirituales. La Fundación Beta Films ha facilitado las imágenes del Fundador del Opus Dei.

martes, julio 04, 2006

Patrona de Valencia y su Reino

Acordaos
Acordaos, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a tu protección, implorando tu asistencia y reclamando tu socorro, haya sido abandonado de ti. Animado con esta confianza, a ti también acudo, oh Madre, Virgen de las vírgenes, y aunque gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer ante tu presencia soberana. No deseches mis humildes súplicas, oh Madre del Verbo divino, antes bien, escúchalas y acógelas benignamente. Amén

martes, junio 27, 2006

El cardenal Rouco destaca "el gran amor a la Iglesia de San Josemaría Escrivá de Balaguer"

La Catedral de la Almudena celebró ayer la festividad de San Josemaría en una Eucaristía presidida por el cardenal Arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela y a la que acudieron cientos de fieles En la Catedral de la Almudena en Madrid se celebró ayer la festividad de San Josemaría en una Eucaristía presidida por el cardenal Arzobispo de Madrid, el cardenal Antonio María Rouco Varela y a la que acudieron cientos de fieles.
El cardenal Rouco destacó como principal rasgo de San Josemaría su amor a la Iglesia. "Él invitaba a este amor en tiempos donde la desafección a la Iglesia no era nada raro, pero los tiempos han mejorado tras el pontificado de Juan Pablo II y continúan con Benedicto XVI pero aún así sigue habiendo problemas de no comprensión con la Iglesia", afirmó el cardenal. El cardenal Rouco habló también de "la necesidad urgente de volver a meditar sobre la Iglesia de la mano de los obispos y de San Josemaría". "Sin Dios no habría felicidad.
San Josemaría dio ejemplo mediante su gran amor a Dios y su entrega. Él sensibilizó al hombre para ser de nuevo hijo y llamar a Dios "Abba", "padre"", destacó el cardenal Rouco. El cardenal Rouco habló del hombre como hijo de Dios y de la Salvación. "El hombre sólo se salva cuando llama a Dios "padre"". Afirmó que San Josemaría fue salvado por el amor de Dios y resaltó que "no hay camino de salvación si no es a través de la Iglesia". El amor a Dios fue el tema principal de la Homilía; "amar está de extraordinaria actualidad y humanidad. Sólo con la barca de San Pedro y contando con los demás discípulos se pueden pescar hombres", afirmó. "Debemos responder con amor; el apostolado y la santidad debe ser la vocación de todo ser humano".
"Debemos llevar la gran verdad", instó el cardenal Rouco. El cardenal Rouco invitó a todos los fieles a acudir a la Virgen María. "Tenemos que acudir a la Virgen que es madre de la Iglesia y de los hijos de Dios". "A Ella le encomendamos el Encuentro en Valencia, la Prelatura del Opus Dei para ser testigos del Evangelio y que los hombres puedan llamar a Dios abba, Dios Padre", finalizó el cardenal Rouco. San Josemaría Escrivá fue canonizado el 6 de octubre de 2002 por Juan Pablo II. Su vida es un ejemplo para los cristianos que con su vida diaria tratan de encontrar y amar a Cristo en las ocupaciones normales.
Foto: con Santiago en el Espolón Logroño.

viernes, junio 23, 2006

Murmuración, mal negocio

Hay personas que si no están hablando mal de algo o de alguien dan la sensación de ser mudos o estar muertos.

Por murmuración entenderemos aquí la conversación un poco denigrante, en voz baja , en ausencia del sujeto denigrado y con un tanto de regodeo o recochineo sobre el ausente . Se corroe la buena fama de personas o cosas, sin razones y con cierta mala voluntad sobre ellas. La murmuración tiene muchos nombres: maledicencia , trapisonda, enredos, chismes, calumnias, despellejar, poner como hoja de perejil,… todas ellas son primas entre si y de la mentira y el engaño.

Generalmente, la murmuración no produce graves daños; pero en ocasiones puede causar verdaderas tragedias. Extender las ideas de que : “Me han dicho que tal empresa está arruinada… Me acabo de enterar que la mujer de X se entiende con Y… Se de buena tinta que Z le está robando a su empresa,…” y otras análogas, sin pruebas de ningún tipo, pueden causar por desprestigio la ruina de esa empresa, que X se separe de su esposa o que Z sea expulsado de su empresa sin que los afectados sepan ni por qué.

¿ Por qué se murmura? Por envidia, por odio, por intereses, por vanidad,…Es muy corriente que cuando varias personas empiezan a hablar mal de alguien, este alguien no importe a ninguno ni un comino. Solo les importa el propio YO a cada uno. Si decimos que Fulano es feo, torpe, necio, pobre,…en el fondo estamos dando a entender que nosotros somos guapos, ágiles, inteligentes y ricos. Algo que nos alegra y llena de satisfacción. Con frecuencia, la causa es un complejo de inferioridad, adobado con la cobardía de quien es incapaz de dar la cara.

En la costumbre de murmurar interviene en buena medida la aquiescencia de quienes les escuchan y jalean con agrado por miedo a ir contracorriente. A Jesús le condenaron los mismos que unas horas antes le aclamaban. Bastó que una mayoría pidiese la muerte de Cristo para que, incapaces de oponerse, gritaran como “todos” : ¡Crucifícale! ¡Crucifícale!

De vez en cuando surge una de esas personas a quienes desagrada el trapicheo y termina encarándose con el chismoso. Resultado: se expone a perder las amistades con él o , si no lo hace, se convertirá en un cómplice. Mal embrollo moral “tío”. Todas las cosas se pueden decir sin empeorar las situaciones, pero cuando hay algo que decir, ¡ se dice claramente y sin pamplinas!. Y si hay que perder a ciertos amigos, no perderíamos gran cosa. Hay una forma de quedar siempre mal ante los demás: andar con subterfugios y medias tintas.

Cuando iniciamos ciertos comentarios, sin importancia aparente ¿Sabemos el daño y los perjuicios que podemos ocasionar? La mentira tiene muchas facetas: reticencia, cabildeo, murmuración... Pero es siempre arma de cobardes. Son los mismo que tras despellejar a Don Fulano corren a decirle: Oye se dice por ahí que tu…Te lo digo para que estés sobre aviso. Al final todo termina sabiéndose, pero ¿y mientras tanto? Pues ese final puede tardar años y los perjuicios familiares, sociales y económicos pueden ser irreversibles

¿Y que puede hacer el ofendido? Más bien poco, pues suele ser el último que se entera de lo que se dice y de quien lo dice. Y si se entera, carecerá de pruebas para ir a juicio. Si además es un alma noble, de prestigio y con autoridad habrá encontrado una dura cruz que sobrellevar. Es el momento de recurrir a Cristo, el único amigo que nunca falla.

¡Ay, esos medios de comunicación! Vendidos al poder político, empresarial o social a los que sirven contra sus rivales a base de susurraciones, murmuraciones, trapisondas, enredos, chismes, cuentos, insidias, calumnias,…, envileciéndose hasta grados animalescos. No hay que preocuparse, como son muy listos : Todo lo justificarán muy bien y en todos los casos
Alejo Fernández Pérez

El Arte de Criticar

El ser humano tiende a criticar injustamente; hacerlo bien es un arte que requiere amor.

Si hay algo común a todos los mortales es la mala costumbre de criticar ¿Quién hay que no critique algo o a alguien cada día?. Los hijos critican a los padres, los padres a los hijos, los vecinos a los otros vecinos, los incrédulos a los creyentes, los creyentes a la Iglesia, los españoles a los españoles y los franceses a todo el resto del mundo.

Rara es la persona que al llegar a la noche no tiene que arrepentirse de alguna palabra lanzada al viento. Y lo grande es que al situarse en una «actitud crítica» se considera como un derecho, como un valor, como una postura de privilegio.

Sin embargo, el arte de criticar es muy difícil. Para hacerlo con corrección hay que estar muy preparado. Por hacerlo mal suelen ser injustas fácilmente las noventa y nueve críticas de las cien que criticamos. Se critica con mucha frivolidad. Por eso conviene reflexionar un poco sobre el «Arte de criticar».

Empecemos por la etimología. La palabra «crítica» viene de verbo griego «krino» que significa «juzgar, valorar». Por lo tanto criticar no debe ser sólo decir lo malo, si no valorar también lo bueno.

Quien al criticar se fija sólo en lo negativo hace una mala crítica. Su labor es destructiva. Lo primero que hace falta para que una crítica sea justa es amar aquello que se está criticando; deseo de ayudar a mejorar con la delicadeza del que cura una herida; no gozar destruyendo, eso es pura venganza. Lo más fácil es que esa crítica sea injusta. Una crítica con ironía y sarcasmo puede ser un desahogo del que critica, pero ahí no se ve deseo de ayudar.

La crítica destructiva es muy fácil, tan fácil como destruir en la playa, de una patada, un castillo de arena. Lo difícil es levantarlo. Lo bonito es hacer algo positivo para mejorar el mundo: para hacerlo más justo, más bello, más humano, y más fraternal y cristiano. El que no sabe elogiar lo bueno debería abstenerse de criticar lo malo. Seguramente, exagerará en su crítica y puede llegar a la injusticia.

El que critica debería preguntarse si él tiene alguna responsabilidad en eso que critica. Si nos sentimos corresponsables, no haremos una agresión desde fuera. Será una colaboración desde dentro. Desde dentro del corazón.



P. Jorge Loring
extracto de "El Arte de Criticar"

martes, junio 20, 2006

Hoy es el dies natalis



Carmen Escrivá de Balaguer: Tía Carmen

sábado, junio 17, 2006

EL OTRO MUNDIAL

EL MUNDIAL DE LA SOLIDARIDAD HARAMBEE 2006



del 9 de junio al 9 de julio de 2006

www.Bloggermania.com con la colaboración de Siemens promueve El Mundial de la Solidaridad Harambee 2006: el otro Mundial del 9 de junio al 9 de julio de 2006.

Harambee 2006 con el lema ¿Sabías que Africa está llena de talento? impulsa los siguientes proyectos:
Sudán: centro de formación profesional para mujeres refugiadas de la guerra.
Kenia: cursos para maestros rurales.
R.D. Congo: ambulatorios infantiles y Madagascar: escuela de artesanía.

Si resides en España participa en El Mundial de la Solidaridad Harambee 2006: el otro Mundial, enviando todos los SMS (*) que desees -y anima para que otros también lo hagan- con el texto SOLIDARIDAD al número 7133 entre el 9 de junio y el 9 de julio de 2006.

Los donativos recibidos se destinarán integramente a Harambee 2006.

Entre todos los SMS recibidos sortearemos los siguientes premios:

2 Teléfonos inalámbricos Siemens Gigaset S450
1 Teléfono inalámbrico Siemens Gigaset A120
1 Teléfono inalámbrico Siemens Gigaset C340
1 Teléfono inalámbrico Siemens Gigaset SL100
1 Teléfono inalámbrico Siemens Gigaset C450
2 Tarjetas inalámbricas PCMCIA Gigaset PC Card 54 para conectar con internet
La relación de premiados se publicará en la web el día 10 de julio de 2006.

Las empresas que lo deseen pueden colaborar en El Mundial de la Solidaridad Harambee 2006: el otro Mundial

domingo, junio 11, 2006

Acabo de encontrar..

La letra de "El martes me fusilan". Tenia la canción pero no lograba entender del todo. Aquí está, de Vicente Fernández y sus corridos consentidos. Francamente emocionanate:


El martes me fusilan
A las 6 de la mañana.
Por creer en Dios eterno
Y en la gran Guadalupana.

Me encontraron una estampa
De Jesús en el sombrero.
Por eso me sentenciaron
Porque yo soy un cristero.

Es por eso me fusilan
El martes por la mañana.
Matarán mi cuerpo inútil
Pero nunca, nunca mi alma.

Yo les digo a mis verdugos
Que quiero me crucifiquen
Y una vez crucificado
Entonces usen sus rifles.

Adiós sierras de Jalisco,
Michoacán y Guanajuato.
Donde combatí al Gobierno
Que siempre salió corriendo.

Me agarraron, de rodillas,
Adorando a Jesucristo.
Sabían que no había defensa
En ese santo recinto.

Soy labriego por herencia,
Jalisciense de naciencia.
No tengo más Dios que Cristo
Por que me dio la existencia.

Con matarme no se acaba
La creencia en Dios eterno.
Muchos quedan en la lucha
Y otros que vienen naciendo.

Es por eso me fusilan
El martes por la mañana.

Se oye una voz que dice: Pelotón: Preparen. Apunten. Fuego. Y otra distinta que grita: ¡VIVA CRISTO REY!

Y un sonido, como de descarga de fusilería, concluye la canción.

martes, junio 06, 2006

Me acabo de enterar por otra noticia de la muerte de esta numeraria del Opus Dei. Dejó mucho fruto a su paso.

jueves, mayo 25, 2006

Monseñor Javier Echevarría: «La riqueza es una responsabilidad social, un instrumento para aliviar la miseria del mundo»

El “Código Da Vinci” nos ha hecho más fuertes»

Vittorio Messori

Monseñor Echevarría, prelado de la Obra

Roma- El hombre que tengo ante mí es obispo, y como tal, tiene derecho al título de «excelencia», no de «eminencia», reservado a los cardenales, pero que ha sido utilizado constantemente por Dan Brown. Un pequeño, pero significativo detalle de lo ajena que le resulta la Iglesia sobre la que jura haberse informado con rigor. El americano es, además, alguien para quien los numerarios del Opus Dei, orgullosamente laicos, al parecer son «monjes» y llevan una saya negra con capucha. Y no -como ocurre en la realidad- vestidos normales, similares a los de cualquier otro.

En cualquier caso, el sacerdote con el que converso en su estudio lleva una simple vestidura talar negra y sólo quiere ser llamado «Padre». «Padre», le digo en consecuencia, «¿me permite ver su anillo episcopal?». Me mira sorprendido pero, afable como es, se lo quita. Lo examino; un ligero círculo de oro con una incrustación de coral y una Virgen con un Niño. Me vienen a la cabeza ciertas tiendecitas de Sorrento. Sacudo la cabeza. No. Él rehuye la masa de crédulos. Ni siquiera en esto se adecua a su contra-figura: Su Eminencia Manuel Aringarosa, Prelado del Opus Dei a la búsqueda, cueste lo que cueste -cuatro homicidios incluidos- de «El Código Da Vinci». Brown asegura que su anillo es -leo- «de oro macizo, constelado de amatistas y diamantes y con los emblemas de la mitra y el báculo».

Monseñor Javier Echevarría, madrileño con ascendencia vasca,74 años y durante treinta secretario del fundador, Escrivá de Balaguer, y su segundo sucesor como Prelado de la «Sociedad de la Santa Cruz y del Opus Dei», sonríe: «Ese fantasioso señor nos ha aportado ganancias -y no sólo en dólares- mientras muchos otros nos agreden: según las enseñanzas de nuestro Padre, rezamos con el mismo fervor por quien nos alaba que por quien nos difama». «Naturalmente -le digo- usted conocerá bien el libro». «En absoluto, sólo lo he hojeado. No puedo perder el tiempo con novelitas para crédulos. Sin embargo, no la rechazamos por lo que dice sobre nosotros, son las típicas cosas que nos hacen sonreír. Lo que me duele de verdad son los delirios grotescos sobre Nuestro Señor y sobre nuestra Santa Madre Iglesia. Que digan lo que quieran sobre la Obra, pero que no blasfemen sobre la fe». El obispo sabe bien que, a requerimiento también de Leonardo Mondadori, que había vuelto a la fe junto a ellos, me dediqué un año entero a documentarme sobre el Opus y saqué un libro . Conozco, por tanto, la leyenda negra que los acompaña desde sus comienzos, pero le pregunto también a él lo mismo que le pregunté a su predecesor, Álvaro del Portillo, en cuyo proceso de beatificación he testimoniado.

De retiro en Manhattan. «¿Por qué este encarnizamiento con el Opus Dei?» La respuesta es clara: «Porque se conoce nuestra fidelidad al Papa, a la Iglesia, nuestro rigor en cuanto a la ortodoxia de la fe. Se nos ataca a nosotros para atacar estas realidades: no somos más que la criatura hipócrita de una Iglesia católica que no puede dar más que frutos envenenados. Y además porque, cuando ya no se cree en el diablo, en el verdadero, se buscan otros imaginarios. La pérdida de la fe lleva siempre a la superstición...»

Como todos los americanos, Brown gira siempre y sólo alrededor de los «States», parece como si creyera que hasta la sede central de la Prelatura no estuviera en este edificio de Monti Parioli sino en un rascacielos de Manhattan que le obsesiona, como prueba de la riqueza y del poder de la Obra. La réplica viene del portavoz, presente en el coloquio: «Nuestra vocación es llamar a cada hombre a santificarse a través del trabajo. No podíamos no echar raíces en la capital profesional del mundo, Nueva York. Teníamos una sede en la periferia, pero era difícil llegar hasta allí y, a petición de amigos y agregados, decidimos no sólo concentrar en la “City” las oficinas para toda América, sino construir allí una sede para los ejercicios espirituales, uno de las claves de nuestro apostolado. ¡El único lugar de retiro y de silencio en el corazón de Manhattan, una especie de monasterio metropolitano! Pero, con sus 17 pisos, el edificio no sólo es un “enano” al lado de los auténticos rascacielos que lo rodean, sino que, además, está construido en un área minúscula, un lugar donde antes había una gasolinera. La superficie del local equivale a un pequeño edificio de cuatro plantas». Brown precisa el coste: 47 millones de dólares. La respuesta del portavoz es inmediata: «En Roma, por iniciativa de nuestro miembros, se está construyendo un modernísimo policlínico, el Campus Bio-Médico, abierto a todo aquel que lo necesite. Las obras van a buen ritmo, el valor final rondará los 250 millones de euros. Siempre en Roma, desde hace cuarenta años gestionamos un gran centro profesional, el ELIS, del que han salido más de 10.000 jóvenes especializados. Jóvenes de barrio que, gracias al oficio que aprenden, son apreciados y pueden vivir bien».

Más que dinero, generosidad. «En todo el mundo la gente del Opus Dei crea y se hace cargo de las más diversas obras sociales: centenares de millones de dólares que no provienen de la Obra -que está sólo al servicio de la formación espiritual- sino de la generosidad de los 85.000 hombres y mujeres que forman parte de ella y que viven el espíritu del fundador». Interviene el prelado: «Recuerdo que una vez San Josemaría fue a visitar al Papa Roncalli, que nos quería mucho. Paternalmente, le picó: “Monseñor, ¿es cierto que tienen ustedes bancos?” Respondió don Josemaría: “¡Falsedades, Santidad, por desgracia. Pero si los tuviéramos podríamos hacer mucho más bien del que ya intentamos hacer!”. Una respuesta en la que se encuentra una de las claves de la perspectiva del Opus Dei: la riqueza no como culpa o pecado por expiar, sino como responsabilidad social, como instrumento para aliviar la miseria del mundo».

Transparencia. El 17 de mayo se cumplió el aniversario de la triunfal beatificación de Escrivá de Balaguer; y precisamente ese día «El Código Da Vinci» inauguró el festival de Cannes. Esa misma tarde, como única medida contra el estreno, la Prelatura abrió las puertas del centro ELIS, en el Tiburtino, a todo aquel que quisiera, para mostrar qué se hace y cómo se trabaja en realidad en la Obra. Que no ha dado, ni dará indicación alguna a sus miembros para que boicoteen el filme o los productos de la Sony. Me dicen: «Si alguien decide hacerlo, es cosa suya y de su libertad. Nosotros sólo recomendamos multiplicar el esfuerzo para recordar cuál es la verdad sobre los Evangelios y sobre la Iglesia». El embargo sobre la película ha sido total, pero algo se iba filtrando: se decía que -quizá por prudencia- la Sony, productora del film, habría borrado el nombre «Opus Dei», aludiendo sólo a una secta oscurantista no precisada. Sin embargo, sí que aparece la Obra con su nombre.

Citando un refrán americano -«Transformar los limones en limonada»-, la Prelatura no sólo ha evitado toda polémica, sino que ha encontrado en la difamación una buena oportunidad. Las visitas a su página web (en España, «www.opusdei.es») son ya, en el mundo, unos tres millones al mes, además de los innumerables impactos en prensa y televisión. La estrategia de la transparencia («mostrar al Opus Dei como es, no polemizar con el cómo no es») está dando resultados sorprendentes, ampliando el número de amigos y simpatizantes.

Una última, inédita noticia: en el famoso minirrascacielos de Nueva York, el responsable americano de la Obra y el de las Doubleday Editions anunciarán una reedición, de tirada elevadísima, de «The Way» (Camino). El librito que contiene las 999 máximas de San Josemaría Escrivá, el manual de formación espiritual para los discípulos de la fuente del Mal, según Brown. Pero, he aquí la sorpresa: Doubleday es la editora de «El Código Da Vinci». En el mismo catálogo se encontrarán, por tanto, «veneno» y «antídoto», cada uno podrá comparar y juzgar. Como me repetía monseñor Javier Echevarría, «para nosotros, que creemos en la Providencia, no hay mal que por bien no venga...» .

miércoles, mayo 17, 2006

Sin rezar, sin la comunión, sin confesarme no puedo ir a ningún lugar

La Princesa Alessandra Borghese, autora de ’Con ojos nuevos’ que presentará en Madrid, el 28 de junio

La fe tiene una dimensión privada, íntima, pero posee también una dimensión pública

Alessandra Borghese ha tenido la amabilidad de conceder una breve entrevista telefónica para Vigometropolitano. Le llamo a su casa de Roma, minutos antes de que haya de salir para Milán. Le saludo en italiano, y continuamos la conversación en español, una lengua que ella conoce perfectamente.

De noble familia romana, de un linaje que ha dado a la Iglesia un Papa como Paulo V, la Princesa Alessandra Borghese ha relatado su regreso a la fe en el libro “Con ojos nuevos”, recientemente publicado en español por la editorial Rialp. Un invitación de su amiga Gloria von Thurn und Taxis a pasar unos días en el castillo de Tuzing, en Alemania, en 1998, fue la ocasión propicia para encontrarse con Jesucristo y comenzar a ver el mundo de otra manera, “con ojos nuevos”, con la mirada de la fe. Alessandra Borghese ha tenido la amabilidad de conceder una breve entrevista telefónica para Vigometropolitano. Le llamo a su casa de Roma, minutos antes de que haya de salir para Milán. Le saludo en italiano, y continuamos la conversación en español, una lengua que ella conoce perfectamente.

Pregunta: Princesa, ¿tiene pensado presentar su libro, “Con ojos nuevos” en España?

Respuesta: Sí. La presentación la haré en Madrid, el 28 de junio, junto al Cardenal Cañizares y a Joaquín Navarro-Valls. Se hará también una presentación en Pamplona.

Pregunta: ¿Por qué este título, que alude a los ojos, a la mirada, para hablar de la fe? ¿Se podría pensar en San Agustín que afirma “habet namque fides oculos suos” (“la fe tiene sus propios ojos”)?

Respuesta: Bueno, se trata de un título, que incide en el hecho de que, con la conversión, todo se ve con ojos nuevos; de forma diferente. Por ejemplo, lo que hasta ese momento era solo naturaleza pasa a ser creación.

Pregunta: ¿Es consciente de que al hablar públicamente de la fe rompe, de algún modo, el tabú del secularismo, que relega lo religioso al ámbito privado?

Respuesta: Seguramente sí, se rompe ese tabú. La fe tiene una dimensión privada, íntima, pero posee también una dimensión pública. Para mí es muy importante testimoniar la fe hoy. Y esta necesidad del testimonio no brota, ante todo, de una decisión, sino del entusiasmo por haber hallado la fe; del entusiasmo por el encuentro con Jesucristo. A raíz de ese encuentro, todo cambia. Y hace falta contarlo, no guardarlo en la esfera de lo privado. Cada cual tiene su “talento” y lo hace fructificar de modos diversos: por ejemplo, una madre, educando a sus hijos; un profesor, transmitiendo sus conocimientos. Lo decisivo es que quien ha encontrado la fe se decida, según su propio talento, a comunicarla y a testimoniarla.

Pregunta: Habrá nuevos libros, que continúen lo relatado en “Con ojos nuevos”?

Respuesta: Sí, en italiano he publicado “Sete di Dio” (“Sed de Dios”), que será también traducido al español. En este libro amplío diversos aspectos tratados en “Con ojos nuevos”.

Pregunta: Usted, en su libro, explica que su reencuentro con la fe ha tenido lugar por la participación en la Misa, y no precisamente mediante largos debates. ¿Qué conclusión extrae de este hecho?

Respuesta: Efectivamente, ha sido central la experiencia de la Santa Misa. La fe la encontramos - o la reecontramos - a través de lo que la Iglesia nos da; a través de los sacramentos, de esos medios de gracia que están tan cerca de nosotros. Mediante ellos se produce el encuentro con Jesucristo. Sin rezar, sin la comunión, sin confesarme no puedo ir a ningún lugar.

Nos gustaría seguir hablando durante más tiempo con Alessandra Borghese. Agradezco enormemente la gentileza de haberme concedido estos minutos, aunque me hayan quedado muchas preguntas por hacer. De todos modos, la Princesa nos habla en sus libros. A quien esté interesado le recomendaría la lectura de “Con ojos nuevos. Un viaje a la fe”, Rialp, Madrid 2006. Merece la pena.

Guillermo Juan Morado.





Un viaje a la fe. Confesiones de una conversa

He descubierto que está enamorado de mí

Editores Rialp publica estos días el libro Con ojos nuevos. Un viaje a la fe, de Alessandra Borghese. Por gentileza de Rialp, que agradecemos sinceramente, publicamos como primicia estos flashes del libro anda el protocolo que, en el membrete de las invitaciones oficiales, en las ocasiones solemnes, se me designe con el nombre que me han conferido los siglos: Donna Alessandra Romana dei Principi [de los príncipes] Borguese. Y este mismo apellido que llevo campea con letras enormes, por voluntad de Camillo Borghese, Romano Pontífice con el nombre de Pablo, en la fachada de la basílica de San Pedro del Vaticano… Soy consciente del privilegio y de las responsabilidades de cargar sobre mis espaldas con tanta Historia. Y no soy tan superficial y tan demagoga como para considerarlo irrelevante… En estas páginas, sin embargo, únicamente es Alessandra quien habla: toda distinción de linaje y de clase resulta ridícula ante el Misterio en el que cada vida está inmersa. La de un ser anónimo y la de una princesa. No tenemos, todos, más que un solo Padre. Y todos, no somos más que hijos necesitados de perdón, de comprensión, de cariño, de esperanza.


Sí, éste es el punto clave. He decidido escribir este libro impulsada por un solo motivo: lo necesitaba, no podía menos que hacerlo. Desde hace algunos años, mi vida ha cambiado en las formas exteriores, pero mucho más en lo interior. He reencontrado con plenitud una fe cristiano-católica, nunca extinguida del todo, pero ciertamente comprimida y arrumbada en un remoto rincón del corazón. No podía callar por más tiempo, ni contentarme con comunicar lo acontecido solamente a unos cuantos amigos. Sentía la necesidad de dárselo a conocer a muchos, para que también ellos puedan abrirse a la Esperanza que ahora alberga mi corazón. Y hacerles comprender que se trata de un regalo que está igualmente a su entera disposición.

Pertenecer a una clase privilegiada, poseer medios, ser de estirpe aristocrática, tener cultura y alcanzar éxitos profesionales, puede parecer decisivo e importantísimo, hasta el punto de suscitar envidias, cuando no odio social. Sin embargo, y lo digo por experiencia, si no tienes ese sutil rayo de Luz que te indica el camino y te atrae hace sí, todo eso se convierte en una peligrosa jaula que amenaza con aprisionarte, porque puede crear en ti la ilusión de que te es suficiente para realizarte de veras. Pero no es así. En absoluto es así. Estoy en condiciones de asegurarlo porque yo misma lo he experimentado a mi propia costa.


También yo, como la samaritana, recalé en el momento preciso, agotada y sedienta, junto al pozo de Sicar. También yo, como ella, tuve un encuentro decisivo y descubrí un Agua Viva con la que aplacar mi sed. De esto y únicamente de esto quiero hablar: de lo que ha venido después. De estos ojos nuevos con los que se me ha concedido mirarme a mí misma y al mundo. Del estupor que acompañó y todavía acompaña el hallazgo del Misterio de amor que envuelve la vida, la penetra, la sostiene, y le da un significado que, desde esta tierra, llega hasta la eternidad.


«Experimenté un enorme consuelo, sentí que renacía. Descubrí, con un alegría que ni de lejos consigo describir, que Dios estaba allí para mí, para acogerme, y ofrecerme su ayuda». Estas palabras he escrito al hablar de mi larga confesión, la primera después de muchos años, al término de un laborioso proceso que duró varios meses.


Han pasado siete años y lo confirmo todo. Es más, el paso del tiempo ha transformado aquel instante excepcional en un permanente estado anímico de confianza y de abandono en Dios, del que nace, en última instancia, una gran paz.


Que sea lo que Dios quiera. Lo digo con firmeza, porque ahora sé que mi fe no es ciega ni sentimental. Es más bien un acto de libérrima obediencia a Aquel que, finalmente, he descubierto que está enamorado de mí.

Alessandra Borghese

En Alfa y Omega

martes, mayo 16, 2006

LOS CINCO DEFECTOS DE JESÚS


Estoy leyendo al Monseñor Francois-Xavier Nguyen van Thuan, francamente impresionante:

En la prisión mis compañeros que no son católicos, quieren comprender «las razones de mi esperanza». Me preguntan amistosamente y con buena intención: «¿Por qué lo ha abandonado usted todo: familia, poder, riquezas, para seguir a Jesús? ¡Debe de haber un motivo muy especial! ». Por su parte, mis carceleros me preguntan: «¿Existe Dios verdaderamente? ¿Jesús? ¿Es una superstición? ¿Es una invención de la clase opresora? ».

Así pues, hay que dar explicaciones de manera comprensible, no con la terminología escolástica, sino con las palabras sencillas del Evangelio.

Primer defecto: Jesús no tiene buena memoria

En la cruz, durante su agonía, Jesús oyó la voz del ladrón a su derecha: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino» (Lc 23, 42). Si hubiera sido yo, le habría contestado: «No te olvidaré, pero tus crímenes tienen que ser expiados, al menos, con 20 años de purgatorio». Sin embargo Jesús le responde: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). Él olvida todos los pecados de aquel hombre.

Algo análogo sucede con la pecadora que derramó perfume en sus pies: Jesús no le pregunta nada sobre su pasado escandaloso, sino que dice simplemente: «Quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor» (Lc 7, 47).

La parábola del hijo pródigo nos cuenta que éste, de vuelta a la casa paterna, prepara en su corazón lo que dirá: «Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros» (Lc 15, 1819). Pero cuando el padre lo ve llegar de lejos, ya lo ha olvidado todo; corre a su encuentro, lo abraza, no le deja tiempo para pronunciar su discurso, y dice a los siervos, que están desconcertados: «Traed el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en la mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado» (Lc 15, 22-24).

Jesús no tiene una memoria como la mía; no sólo perdona, y perdona a todos, sino que incluso olvida que ha perdonado.


Segundo defecto: Jesús no sabe matemáticas

Si Jesús hubiera hecho un examen de matemáticas, quizá lo hubieran suspendido. Lo demuestra la parábola de la oveja perdida. Un pastor tenía cien ovejas. Una de ellas se descarría, y él, inmediatamente, va a buscarla dejando las otras noventa y nueve en el redil. Cuando la encuentra, carga a la pobre criatura sobre sus hombros (cf. Lc 15, 47).

Para Jesús, uno equivale a noventa y nueve, ¡y quizá incluso más! ¿Quién aceptaría esto? Pero su misericordia se extiende de generación en generación...

Cuando se trata de salvar una oveja descarriada, Jesús no se deja desanimar por ningún riesgo, por ningún esfuerzo. ¡Contemplemos sus acciones llenas de compasión cuando se sienta junto al pozo de Jacob y dialoga con la samaritana, o bien cuando quiere detenerse en casa de Zaqueo! ¡Qué sencillez sin cálculo, qué amor por los pecadores!


Tercer defecto: Jesús no sabe de lógica

Una mujer que tiene diez dracmas pierde una. Entonces enciende la lámpara para buscarla. Cuando la encuentra, llama a sus vecinas y les dice: «Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido» (cf. Lc 15, 89).

¡Es realmente ilógico molestar a sus amigas sólo por una dracma! ¡Y luego hacer una fiesta para celebrar el hallazgo! Y además, al invitar a sus amigas ¡gasta más de una dracma! Ni diez dracmas serían suficientes para cubrir los gastos...

Aquí podemos decir de verdad, con las palabras de Pascal, que «el corazón tiene sus razones, que la razón no conoce»

Jesús, como conclusión de aquella parábola, desvela la extraña lógica de su corazón: «Os digo que, del mismo modo, hay alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta» (Lc 15, 10).


Cuarto defecto: Jesús es un aventurero

El responsable de publicidad de una compañía o el que se presenta como candidato a las elecciones prepara un programa detallado, con muchas promesas.

Nada semejante en Jesús. Su propaganda, si se juzga con ojos humanos, está destinada al fracaso.

Él promete a quien lo sigue procesos y persecuciones. A sus discípulos, que lo han dejado todo por él, no les asegura ni la comida ni el alojamiento, sino sólo compartir su mismo modo de vida.

A un escriba deseoso de unirse a los suyos, le responde: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20).

El pasaje evangélico de las bienaventuranzas, verdadero «autorretrato» de Jesús, aventurero del amor del Padre y de los hermanos, es de principio a fin una paradoja, aunque estemos acostumbrados a escucharlo:

«Bienaventurados los pobres de espíritu..., bienaventurados los que lloran..., bienaventurados los perseguidos por... la justicia..., bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5, 312).

Pero los discípulos confiaban en aquel aventurero. Desde hace dos mil años y hasta el fin del mundo no se agota el grupo de los que han seguido a Jesús. Basta mirar a los santos de todos los tiempos. Muchos de ellos forman parte de aquella bendita asociación de aventureros. ¡Sin dirección, sin teléfono, sin fax...!


Quinto defecto: Jesús no entiende ni de finanzas ni de economía

Recordemos la parábola de los obreros de la viña: «El Reino de los Cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Salió luego hacia las nueve y hacia mediodía y hacia las tres y hacia las cinco.., y los envió a sus viña». Al atardecer, empezando por los últimos y acabando por los primeros, pagó un denario a cada uno (cf. Mt 20, 116).

Si Jesús fuera nombrado administrador de una comunidad o director de empresa, esas instituciones quebrarían e irían a la bancarrota: ¿cómo es posible pagar a quien empieza a trabajar a las cinco de la tarde un salario igual al de quien trabaja desde el alba? ¿Se trata de un despiste, o Jesús ha hecho mal las cuentas? ¡No! Lo hace a propósito, porque -explica-: «¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?».

Testigos de esperanza de F.X. Nguyen van Thuan

viernes, mayo 12, 2006

Se reedita el libro de don Luigi Giussani sobre educación: Educar es un riesgo

«El joven necesita
un guía que le ayude
a descubrir el sentido unitario de las cosas.
Así se forman
los espíritus verdaderamente abiertos y libres»


«Se reedita, con traducción revisada, Educar es un riesgo, el iluminador estudio de don Luigi Giussani, el sacerdote milanés fundador del movimiento Comunión y Liberación. Aunque mayoritariamente escrito en los años 60 del pasado siglo, el libro ofrece, junto a una hermosa exaltación de los verdaderos valores cristianos, un muy clarividente diagnóstico de las calamidades que afligen a la educación», escribe don Juan Manuel de Prada, quien presentó recientemente el libro junto al sucesor de don Giussani, don Julián Carrón, como ya informó Alfa y Omega

Para Giussani, la educación no es posible sin el reconocimiento de una tradición (del latín traditio, entrega), esto es, una «hipótesis explicativa de la realidad» que los maestros transmiten a los discípulos mediante el ejercicio saludable de su autoridad. Giussani nos recuerda, por cierto, que, en su significado prístino, auctoritas deriva del supino del verbo augere, que significa hacer crecer; autoridad sería, pues, «aquello que nos ayuda a crecer», que suscita en nosotros un apetito de sabiduría, un deseo de abrir los ojos a realidades nuevas.

La experiencia de la autoridad –sostiene don Giussani– surge en nosotros al encontrarnos con una persona cuyo ejemplo suscita en nosotros una inevitable adhesión. La persona dotada de autoridad no se impone como algo extraño y castrante sobre el discípulo, sino que, por el contrario, ayuda a rescatar su yo más verdadero, estimulando en él un criterio permanente para enjuiciar la realidad. Nuestra época se ha empeñado en denigrar ese criterio que nos aporta la autoridad; ha infundido en nuestros jóvenes la creencia absurda de que pueden erigirse en maestros de sí mismos y convertir en código de conducta sus impresiones más contingentes. O, en el mejor de los casos, les ha propuesto un batiburrillo de autoridades divergentes, para que elijan las que mejor se adecuen a su carácter. Así, el joven de nuestro tiempo queda abandonado a su suerte, zambullido en la incertidumbre y la dispersión. Ciertamente, la misión educativa no es otra que infundir en el joven una verdadera libertad de juicio y una verdadera libertad de elección; pero juzgar y elegir se convierten en tareas imposibles cuando falta una hipótesis explicativa de la realidad. «Sólo una época de discípulos –escribe Giussani en algún pasaje de este magnífico libro– puede deparar una época de genios». Sólo quien primero es capaz de escuchar y comprender puede luego juzgar la realidad, incluso abandonando la senda que esa autoridad le había trazado en un principio. Pero, cuando esa autoridad falta, se condena al joven a crear ilusoriamente un criterio comprensivo de la realidad; criterio que, con frecuencia, no es sino una invitación a sucumbir ante fuerzas externas, a ceder ante el barullo contradictorio de impresiones que lo bombardean, a dejarse arrastrar por la corriente precipitada de las modas, por la banalidad y la inercia.

El joven necesita un guía que le ayude a descubrir el sentido unitario de las cosas; de lo contrario, su educación se convierte –como sostiene Giussani, en un símil muy afortunado– en la andadura de un hombre sobre la arena: buena parte del esfuerzo realizado en cada paso es absorbido por la inestabilidad del terreno. Sólo la autoridad, al inspirar en el joven un criterio cierto, puede crear en él un interés sincero por la confrontación con otros criterios. Así se forman los espíritus verdaderamente abiertos y verdaderamente libres. Cuando, por el contrario, falta esa autoridad originaria, se arroja al joven a la desorientación y el caos. Una educación borracha de libertad deja al joven prisionero de las puras apetencias; una educación demasiado racionalista olvida la importancia del compromiso existencial –que es también compromiso con lo trascendente– como condición para obtener una genuina experiencia de lo verdadero. Para Giussani, educar no consiste en la mera tarea de transmitir ideas; consiste, sobre todo, en lograr que nuestro ser se adhiera a esas ideas. Para un educador católico, la misión primordial de su enseñanza debe consistir en hacer presente la figura de Cristo y la experiencia de su amor como hipótesis explicativa de la realidad; cuando esa misión primordial falta, la enseñanza católica falla desde su mismo cimiento. El joven debe probar la presencia de Cristo en la historia humana a través de un compromiso existencial que le permita verificar la vigencia eternamente renovada de su fe: sólo así conseguiremos que los jóvenes que pasan por las escuelas católicas no acaben desembocando en la indiferencia (cuando la idea de Dios se convierte en una cansina abstracción), en el tradicionalismo estéril (cuando, temerosos de que ser agredidos en su fe, se atrincheran en la caverna, incapaces de entrar en diálogo con su época), o en la franca hostilidad (como ocurre con tantos jóvenes que reciben una enseñanza religiosa tan ritualista y vacua que acaban abominando de ella). Y esa verificación se logra mediante la expresión comunitaria de la fe; para Giussani, Cristo debe ser redescubierto cada día a través de experiencias comunitarias que signifiquen una plena realización de la libertad del joven; experiencias de las que surjan la disponibilidad, el amor genuino a la verdad y al bien, la vitalidad creadora incansablemente fecundada, invadida por la potencia de lo eterno.

El pensamiento de don Giussani, plenamente vigente, plenamente moderno, escapa por igual al dogmatismo y a las delicuescencias propias de una modernidad que ha hecho del relativismo su carta de presentación. Valga como muestra la definición que nos ofrece de diálogo, ese caramelo envenenado que tantas veces los taimados emplean para embaucar a los ingenuos. Para don Giussani, el diálogo «es una propuesta a otro de lo que yo veo, y atención a lo que el otro vive, porque estimo su humanidad y porque le amo; lo que de ningún modo implica una duda sobre mí, ni tampoco el negociar lo que soy». Los cristianos deberíamos esforzarnos, antes de entrar en diálogo con una época que disfraza los viejos errores con los ropajes lustrosos de la modernidad, por evitar la negociación sobre lo que somos.

Juan Manuel de Prada



jueves, mayo 11, 2006

Fátima y el atentado al «obispo vestido de blanco», 25 años después


Entrevista a Renzo Allegri, autor del libro «El Papa de Fátima»

ROMA, jueves, 11 mayo 2006 (ZENIT.org).- Eran las 17,19 del 13 de mayo de 1981, cuando en la plaza de San Pedro de Roma, el turco Alí Agca trató de asesinar a Juan Pablo II, disparándole varios tiros desde poca distancia, con una pistola.

El Papa polaco, herido gravemente en el abdomen, estuvo a punto de morir desangrado antes de llegar al hospital Gemelli, donde fue operado urgentemente.

Entre la incredulidad general, el Papa sobrevivió a aquel atentado y atribuyó la salvación de su vida a la intercesión de Nuestra Señora de Fátima --«…una mano materna guió la trayectoria de la bala...»--, cuya fiesta se celebra el 13 de mayo, en recuerdo de su primera aparición, en 1917, a tres pastorcillos portugueses.

En 2000, Juan Pablo II hizo pública la tercera parte del secreto de Fátima en el que se hablaba del atentado contra un «obispo vestido de blanco», y reveló al mundo que era él mismo.

Veinticinco años después del atentado, el periodista y escritor Renzo Allegri ha reconstruido con una investigación rigurosa todo el suceso, y el resultado ha sido publicado en italiano con el título «El Papa de Fátima» («Il Papa di Fatima», editorial Mondadori». Zenit ha entrevistado al autor.

--¿Por qué Juan Pablo II es el Papa de Fátima?

--Allegri: Antes que nada porque él mismo se reconoció en aquel «obispo vestido de blanco» que los tres niños, Lucía, Francisco y Jacinta, «vieron» durante la aparición del 13 de julio de 1917, cuando la Señora les confió el llamado «secreto de Fátima». Y además porque, tras tomar conciencia de aquel suceso misterioso, Juan Pablo II vivió empeñado en realizar las peticiones y deseos contenidos en el mensaje de Fátima. Se entregó a esta misión con todo su ser, ofreciéndose como víctima por la salvación del mundo, promoviendo una «cruzada» mundial de oraciones, sobre todo entre los jóvenes, y obteniendo los resultados históricos que todos conocen: la caída del comunismo en los países del Este, la vuelta de la libertad religiosa en aquellos países y, quizá, contribuyó también a evitar un tremendo conflicto nuclear que, según los historiadores, se divisaba en el horizonte. La relación entre Fátima y Juan Pablo II es, en mi opinión, muy grande y está todavía por descubrir.

--En su libro, usted afirma que, aunque Karol Wojtyla fuera todavía poco conocido, el padre Pío ya se había dado cuenta de que se convertiría en un hombre muy importante. Usted que conoce bien la vida del padre Pío, ¿puede explicarnos a qué se refería el santo de Pietrelcina?

--Allegri: En las biografías de los santos, sucede a menudo que tienen «canales» de comunicación fuertes y precisos, que escapan al control de la racionalidad. Este fenómeno se verificó también entre el padre Pío y Karol Wojtyla, y hay dos episodios concretos, relacionados entre sí, que lo demuestran. En 1948, el joven sacerdote Karol Wojtyla, estudiante en Roma, había oído hablar del padre Pío y quería conocerlo. Viajó a San Giovanni Rotondo en las vacaciones de Pascua y se quedó una semana. Nunca se ha sabido de qué hablaron. Parece que el santo de Pietrelcina lo «vio» vestido de Papa y con manchas de sangre en la sotana blanca. De esta especie de profecía, difundida rápidamente tras la elección de Wojtyla como Papa, nunca hubo confirmación. Sin embargo es irrefutable el hecho de que aquel encuentro marcó profundamente a Wojtyla, suscitando en él una gran veneración por el padre Pío.

En 1962, Wojtyla volvió a Italia como obispo para participar en el Concilio Vaticano II. En Roma, le llegó una dramática noticia: una colaboradora suya, Wanda Poltawska, médica y psiquiatra, tenía un grave tumor. Los médicos decidieron intentar una operación pero la esperanza de salvarla era casi nula. Wojtyla escribió inmediatamente una carta al padre Pío pidiéndole oraciones por la doctora Poltawska. El padre Pío, en aquellos años, estaba sometido a gravísimas acusaciones. El Santo Oficio decretó serias restricciones disciplinarias contra él, prohibiendo a sacerdotes y religiosos que le contactaran. Wojtyla estaba ciertamente informado de esta situación pero no hizo caso porque, por motivos que ignoramos, tenía un «conocimiento» del padre Pío por encima de cualquier insinuación. Hizo llegar la carta al padre Pío con urgencia, a mano, a través de Angelo Battisti, empleado de la Secretaría de Estado y colaborador del padre Pío. Battisti me contó, entregándome copia de aquella carta, que el padre Pío quiso que se la leyera y, al final, tras algún instante de silencio, dijo: «Angiolino, a esto no se puede decir que no».

Sabiendo que cada palabra del padre Pío tenía una repercusión misteriosa y concreta en la realidad, Battisti se quedó muy sorprendido de aquella frase. «¿Quién será este Wojtyla?», se preguntaba. Pidió información pero en el Vaticano nadie lo conocía, excepto los polacos para los que era sólo un joven obispo. Once días después, Battisti recibió el encargo de llevar otra carta de Wojtyla al padre Pío. Y en esta carta el obispo polaco le daba las gracias al padre porque la doctora Poltawska «se había curado de repente antes de entrar en el quirófano». Estos son los hechos ciertos que conocemos y que demuestran que el padre Pío, como en muchas otras ocasiones, «intuyó» los designios de Dios sobre Wojtyla con una desconcertante precisión.

--¿Cómo entra en la historia de Juan Pablo II la tercera parte del secreto de Fátima?

--Allegri: De modo misterioso, como sucede siempre con los acontecimientos del Espíritu. En teoría, Juan Pablo II formó parte de aquel «secreto» desde que nació. La misión le fue confiada incluso antes de nacer y la historia de su existencia se ha desarrollado libremente en sintonía con los designios de la Providencia. Pero, de hecho, quizá tomó conciencia de su misión sólo tras el atentado de 1981. No tenemos pruebas científicas, documentos explícitos que demuestren la relación entre Wojtyla y el secreto de Fátima. Sólo la convicción del mismo Papa que, tras el atentado, reflexionando sobre lo que sucedió y leyendo el texto de sor Lucía sobre la tercera parte del famoso secreto, se reconoció en aquel relato.

Sor Lucía escribió que, durante la aparición del 13 de julio de 1917, ella, Francisco y Jacinta habían visto a un obispo vestido de blanco que, medio tembloroso, con paso vacilante, afligido por el dolor y la pena, atraviesa, junto a otros obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, una gran ciudad en ruinas, rezando por las almas de los muertos que encuentra en su camino y sube por una montaña escarpada, en cuya cima hay una cruz a cuyos pies es asesinado. Wojtyla, a la luz de lo que sucedió, estaba convencido de que la visión tenía las características de una auténtica «profecía». Y, con el pasar del tiempo, su convicción se fue fortificando hasta convertirse en «certeza».

Es lícito pensar que tuviera, por parte de sor Lucía, otras informaciones y aclaraciones que no conocemos. En el año 2000, 19 años después del atentado, Juan Pablo II estaba tan seguro de su convicción que quiso darla a conocer al mundo entero. Lo que se hizo realidad en Fátima, al final de la ceremonia de beatificación de Francisco y Jacinta, mediante un discurso del cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado vaticano, ante más de un millón de peregrinos, e incontables millones de fieles conectados por televisión en directo. También la voluntad de Wojtyla de hacer pública su convicción es un argumento lleno de significado.

domingo, mayo 07, 2006

"El Opus Dei es una aventura de amor"

Versión íntegra en castellano de la entrevista realizada a Monseñor Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, realizada en Villa Tevere, sede de la Obra en Roma, publicada el 21 de abril de 2006 en el peródico francés Figaro-Magazine.

- ¿Para qué sirve a la Iglesia el estatuto –único en estos momentos- de Prelatura personal concedido al Opus Dei? ¿Le permite sobre todo a la Iglesia estar mejor informada sobre la evolución de la sociedad laica en general y sobre la comunidad católica en particular?

- Ciertamente, hoy en día, el Opus Dei es la única prelatura personal en sentido estricto. Pero existen en la Iglesia otras circunscripciones que son equivalentes en el plano teológico y canónico; pienso en los Ordinarios militares o en la prelatura de la Misión de Francia, por ejemplo. Son estructuras que no toman la noción territorial como único criterio de competencia de jurisdicción; de ahí el adjetivo “personal”.

El estatuto actual, definitivo, del Opus Dei, se corresponde exactamente con su naturaleza (1). Cuando tu identidad está claramente definida, nadie duda que eres, saben quién eres y para qué existes. Cuando un traje te va bien y estás cómodo con él, es mejor para todos.

De este modo, los fieles de la Prelatura viven en medio del mundo en el que se encuentran: universidad, oficina, lugar de vacaciones. Procuran trabajar bien, cada uno en su profesión. Son hombres y mujeres que son abogados, médicos, periodistas, artistas, obreros, agricultores, músicos, militares, maestros.

Hay un libro que algunos consideran que ha marcado la historia religiosa de vuestro país: Francia, país de misión. Pues bien, cada ambiente profesional es un lugar de evangelización. Cada trabajo es verdaderamente una ocasión de encuentro con Dios, como afirmaba desde 1928 san Josemaría Escrivá: es medio para amar a Dios y para comprender mejor a los que nos rodean, para participar en la obra de la Creación y de la Redención, mediante el trabajo.

- Pero, ¿cómo definiría usted la aportación específica del Opus Dei a la Iglesia?

-Primeramente, el Opus Dei -viejo como el Evangelio y como el Evangelio, nuevo, decía san Josemaría- difunde un mensaje: Dios llama a todos los hombres y a todas las mujeres a amarle y a amar a su prójimo; es decir, llama a la santidad y al apostolado en la vida cotidiana.

No a pesar del trabajo, sino mediante el trabajo, en un mundo en el que, como imagen de Dios que es, coopera con Él. Es en cierto sentido, una aventura de amor.

Luego, el Opus Dei ofrece su ayuda para responder a esta llamada divina; la prelatura propone actividades de formación cristiana y la posibilidad de un acompañamiento espiritual personalizado, a la vez exigente y adaptado a la vida ordinaria.

Toda esta historia, divina y humana a la vez, en imitación de Jesucristo, se funda en la confianza en la paternidad amorosa de Dios, en la fe en Cristo Resucitado, en la acción del Espíritu Santo, hoy, ahora, en cada alma.

El Opus Dei procura cumplir esta misión, en el seno de la Iglesia, como una porción del pueblo de Dios. Es una especie de escuela de formación permanente para que la gente de la calle encuentre a Dios en su vida ordinaria y comparta la alegría de este encuentro con sus colegas, sus amigos y conocidos.

- Al invertir mucho en escuelas, universidades y centros de formación, el Opus Dei ha ocupado un poco la plaza que ocupaban en otros tiempos los jesuitas en la enseñanza. Con una diferencia, que los jóvenes formados por el Opus Dei tienen la posibilidad de hacerse ya miembros: ¿qué responden ustedes a los que asimilan esto al adoctrinamiento?

- En el seno de la Iglesia existen diversos carismas y se enriquecen mutuamente para el bien de todos, sacerdotes y laicos, diócesis, las realidades más variadas; todos son útiles y complementarios. Hay sitio para todo el mundo, dentro del respeto a las sensibilidades de cada uno.

Los centros de enseñanza de los que usted me habla nacen un poco como los champiñones, por la iniciativa y bajo la responsabilidad de unas personas concretas, que por lo general suelen ser los padres de los alumnos, que son los primeros interesados en la educación de la juventud. El Opus Dei no interviene en esto, respeta la libertad de la gente en su acción social.

Toda persona mayor de edad tiene la posibilidad de pertenecer al Opus Dei. Basta con sentirse atraído por razones espirituales, desinteresadas y comprobar cómo encaja allí. Evidentemente, es necesario un encuentro personal, porque ese tipo de cosas no se hacen por telepatía. La palabra reclutamiento es propia del ejército o de las empresas, pero no de una realidad eclesial como el Opus Dei.

El fin del Opus Dei, como el de la Iglesia, no es aumentar constantemente, sino prolongar la presencia de Cristo en el mundo, servir a las almas, hasta que vuelva Nuestro Señor.

Naturalmente, esto comporta la difusión del mensaje cristiano, en particular de la llamada que Dios dirige a cada uno en su vida ordinaria.

Debe tenerse en cuenta que el Opus Dei es apostólico, porque, al ser una parte de la Iglesia, se remonta hasta los primeros discípulos de Cristo, que fueron “enviados”. Una Iglesia que no fuera misionera sería un cadáver. ¡Ay de mí, decía san Pablo, si no anunciara el Evangelio! (cf. I Co, 9, 16)

Por eso, el Concilio Vaticano II, luego Pablo VI en su exhortación Evangelii nuntiandi; y por último Juan Pablo II en Redemptoris missio, han recordado la necesidad de un compromiso cristiano con el anuncio del Evangelio. Jesús invitaba claramente a quienes se iba encontrando, con una palabra inequívoca: “Sígueme”.

Por otra parte, esta invitación fue a veces en vano, como en el caso del joven rico, sin embargo, Cristo no se abstuvo de invitarle a seguirle (Luc, 18, 22). San Pablo enseña que la fe viene por la predicación (Rm 10, 17), no sólo mediante un testimonio de vida, aunque ese testimonio constituya un presupuesto necesario.

El Opus Dei propone unos ideales elevados, hoy en una sociedad que no es cristiana, y yo espero que la Prelatura continuará haciéndolo siempre. Se requiere un minimum de espíritu rebelde, gusto por la independencia, pero también la generosidad del que aspira a hacer algo por los demás.

La Iglesia por consiguiente –y, en su seno, el Opus Dei, como una pequeña partecita-, siguiendo a Cristo, habla a los jóvenes. Es sobre todo el mismo Cristo el que habla a cada uno.

Evidentemente, un compromiso con el Opus Dei supone un largo itinerario de conocimiento mutuo, mucho tiempo, para llevar a cabo una iniciativa que es siempre personal y única, como cada persona a los ojos de Dios. La respuesta de cada uno es libre; pero no se puede responder si no se hubiera planteado la cuestión;el hecho de plantear un proyecto de vida se inscribe en el ámbito de la caridad; hacer algo con la propia vida, algo útil para los demás.

¿Por qué extrañarse de esto en una época como ésta, en la que todas las organizaciones humanas hacen un proselitismo que resulta con demasiada frecuencia excesivo o agrasivo? Piense en el marketing, en las campañas publicitarias, en las operaciones de sensibilización acerca de un problema de la sociedad, cuando se trata de reclutar personas para determinados empleos, de conseguir una cuota de mercado, de aumentar el número de suscriptores de un periódico o de fidelizarlos, de disuadir a los fumadores o de insistir en la prudencia en la carretera, por no mencionar otros aspectos, que a veces suponen hostigamientos, ni mucho menos inocentes.

Muchas personas, quizá por una humildad mal entendida, no se atreverían a plantearse el encuentro con Dios en el trabajo en su vida ordinaria si nadie le hubiese abierto esas perspectivas. Cristo se ha encarnado para todos, no solamente para unos cuantos iniciados. ¡Este es un mensaje que no se puede ocultar!

- ¿Cómo explica usted que el Opus Dei haya logrado reunir más de 300.000 fieles en el Vaticano para la canonización del Fundador, cuando sus efectivos oficiales no pasan de 85.000 miembros?

- Haga el cálculo: menos de cuatro personas por cada fiel del Opus Dei; no es algo tan meritorio. A millones de personas les hubiera gustado estar presentes en esa gran fiesta, si hubieran tenido tiempo y medios. La inmensa mayoría de las personas que participan en las actividades de formación del Opus Dei no tienen ninguna relación institucional con la prelatura. Es preciso considerar dos cosas. Por una parte, el mensaje del Fundador posee una gran fuerza de atracción por quien ama con rectitud la vida, el mundo, la gente: la plenitud del compromiso cristiano sin hacer nada de extraordinario, salvo poner amor hasta en las cosas más pequeñas. ¡Esto es posible! Por otra parte, está la simpatía que emana de la personalidad de san Josemaría, su alegría, su calor humano y su sencillez. Todo eso hace que muchas personas le recen y lean sus escritos aún sin haber tenido contacto alguno con el Opus Dei.

- La mayoría de los comentadores han subrayado que la Obra se ha dado a conocer sobre todo después de la aparición de El Código da Vinci hace tres años, y esta entrevista es la prueba. ¿Piensa usted como ellos que cuanto más se sepa sobre la Obra, mejor?

- Sí. La ignorancia es siempre un gran mal y la información un bien. La comunicación no es juego, ni soporta el amateurismo. Se aprende con el tiempo a darse a conocer mejor y también a comprenderse mejor uno mismo. Hace falta algo de paciencia también en este campo.

- Sea cual sea la autonomía financiera de las asociaciones gestionadas por miembros del Opus Dei, debe ser fácil en la era de la informática, hacer una la lista y calcular el montante de los fondos que tienen. ¿Por qué no se hace? ¿Es para desacreditar la idea de que el Opus Dei es “inmensamente rico”? ¿O, por el contrario, porque resulta más útil dejar que se crea eso?

- Lo esencial es la iniciativa libre y responsable que nace de la base. ¿Cuáles son las asociaciones gestionadas por los fieles de la Prelatura? Yo no las conozco, evidentemente, y mis colaboradores tampoco. Ni siquiera se me pasa por la cabeza porque es una quimera. Admitiendo que sea posible hacer ese cálculo del que me habla, se obtendría un inventario heterogéneo. Una manzana más dos sillas, ¿Cuántos violines y balones de fútbol suman? ¿Cuáles son las asociaciones dirigidas por los que caminan por las calles denominadas “avenida de la República”, o por las que tienen los ojos verdes o juegan al tenis todas las semanas? ¿Cuánto suman en conjunto?En el pensamiento de san Josemaría Escrivá cada iniciativa debe estar equilibrada desde el punto de vista financiero, en su caso mediante la ayuda de patronatos y colaboradores habituales. Pero el Opus Dei no interviene ni puede intervenir, en aras de un sano principio de autonomía y de respeto a las competencias de cada uno: ¡Cada uno a su labor y los sastres a coser!

- Nacido en España hace menos de 80 años, el Opus Dei está presente en todos los continentes y en casi todos los países (2). En cuáles de ellos le parece que esa presencia es hoy más útil para la misión evangelizadora que se le ha confiado? ¿Por qué razones?

- El concepto de utilidad toma otro sentido cuando no se limita a unos parámetros meramente técnicos. La fecundidad viene de Dios. El Salmo 127 proclama que si Dios no construye la casa, en vano trabajan los albañiles. El mismo nombre “Opus Dei” significa “trabajo de Dios”. Yo pienso que el Opus Dei será útil allí donde realice exactamente su misión: allí se encontrará a gusto, bien, en su sitio, en su puesto. Mi responsabilidad es justamente velar para que esto se cumpla y en ello estoy. Pienso en la primacía de la oración, en la santificación del trabajo y en las ocupaciones ordinarias de la vida corriente, y por tanto en toda la vida concebida como una ofrenda hecha a Dios y como un servicio al prójimo. Pienso en la evangelización como la coronación de una auténtica amistad, de persona a persona: el corazón habla al corazón, le gustaba repetir a Newmann: toda la persona, inteligencia, afectos, voluntad. El Opus Dei es útil cuando, como parte de la Iglesia, ayuda a cada uno a encontrar de nuevo la paz interior, en el perdón de Dios, en la armoniosa edificación de su personalidad, en la aceptación de sí mismo. En una palabra, cuando hace sentir que Jesús sigue pasando a nuestro lado, dando sentido a nuestras vidas. Se comprende entonces que Josemaría Escrivá haya podido decir que la felicidad del Cielo pertenece a los que saben ser felices en esta tierra. Con sufrimientos, desde luego, que son inevitables, pero felices sin embargo, verdaderamente felices.

Notas:

(1) El estatuto del Opus Dei ha constituido durante mucho tiempo un problema porque en la Iglesia Católica no había otro que autorizase a los laicos a ser “miembros de pleno derecho” (con el mismo título que los eclesiásticos) de una de sus instituciones. Esta dificultad fue parcialmente superada a partir de 1950 mediante el estatuto de “instituto secular”. Pero el fundador de la Obra, Josémaría Escrivá de Balaguer, lo encontraba muy insatisfactorio… quizá porque situaba al Opus Dei bajo la autoridad de los obispos de las diversas diócesis. Fue su sucesor al frente del Opus Dei, Monseñor Álvaro del Portillo, el que obtuvo finalmente de Juan Pablo II, la concesión del doble estatuto de “prelatura personal” (creada por el Vaticano II) y de “diócesis universal”; un estatuto que Monseñor Echevarría califica de “traje” en el cual se siente “muy cómodo”.

(2) Los efectivos oficiales (sin contar a los cooperadores) son de 1.800 miembros en África; 4.800 en Asia y Oceanía (con una presencia más fuerte en Japón); 20.400 para las dos Américas; y 49.000 en Europa (con 35.000 sólo en España, país de origen del Opus Dei).