miércoles, agosto 02, 2006

LA PORCIÚNCULA


La Indulgencia del Perdón de Asís o de la Porciúncula.

Se cuenta que en una callada noche del estío de 1216, Francisco se encontraba en la pequeña y tan querida capillita, absorto en la profunda dulzura de la oración. De pronto un torrente de luz vivísima inunda el místico santuario, semejante a un sol. En medio de aquella ardiente luminosidad de oro ve aparecer, rodeada de una multitud de ángeles, la dulce figura de Jesucristo y la imagen sonriente de la Virgen María. Los dos celestes personajes, sentados sobre trono real, venían a visitar al Seráfico y a preguntarle qué es lo que más deseaba. Francisco, sin dudar un momento, respondió con confianza: «Padre nuestro Santísimo: puesto que yo soy mísero y pecador, te ruego que a todos los que, arrepentidos y confesados, vengan a visitar esta iglesia, Tú les concedas amplio y generoso perdón con una completa remisión de todas sus culpas». --«Lo que tú pides, oh Fray Francisco, es grande -le dice el Señor-, pero de mayores cosas eres digno y mayores tendrás».

Bien sabido es lo que luego ocurrió. Al día siguiente el Pobrecillo, acompañado de Fray Maseo, tomaba el camino de Perusa para ir a exponer al Papa Honorio III, recientemente sublimado a la cátedra de Pedro, la causa de las almas. El Pontífice, después de dudar algo al pensar sobre todo en la universalidad de la Indulgencia, la concedió, limitándola sólo en cuanto al tiempo, y fijándola a perpetuidad, para todos los años, desde las primeras vísperas del primero de Agosto hasta las vísperas del siguiente día.

En el día escogido para la solemne consagración de la humilde capilla, San Francisco, encargado por los Obispos de la Umbría reunidos con esta fausta ocasión en Santa María, promulgaba ante una inmensa muchedumbre la célebre Indulgencia, iniciando su discurso con aquellas palabras que han quedado famosas: «Hermanos míos, yo quiero enviaros a todos al Paraíso».

Desde aquel día la capillita de la Porciúncula se convirtió en una piscina probática, a la que acuden los fieles de todas partes del mundo para obtener, por la oración, consuelo, perdón y esperanza. Es muy raro el que delante de la Virgen no se encuentre siempre a alguien, arrodillado en humilde oración. Pero el espectáculo llega a ser verdaderamente sublime cuando, al llegar el aniversario de la concesión del insigne privilegio, la multitud innumerable acude a la «rota», el tribunal de la indulgencia, haciendo resonar en la inmensa nave de la mole gigantesca gritos de alegría unidos a lágrimas de arrepentimiento.

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