un guía que le ayude
a descubrir el sentido unitario de las cosas.
Así se forman
los espíritus verdaderamente abiertos y libres»
«Se reedita, con traducción revisada, Educar es un riesgo, el iluminador estudio de don Luigi Giussani, el sacerdote milanés fundador del movimiento Comunión y Liberación. Aunque mayoritariamente escrito en los años 60 del pasado siglo, el libro ofrece, junto a una hermosa exaltación de los verdaderos valores cristianos, un muy clarividente diagnóstico de las calamidades que afligen a la educación», escribe don Juan Manuel de Prada, quien presentó recientemente el libro junto al sucesor de don Giussani, don Julián Carrón, como ya informó Alfa y Omega
Para Giussani, la educación no es posible sin el reconocimiento de una tradición (del latín traditio, entrega), esto es, una «hipótesis explicativa de la realidad» que los maestros transmiten a los discípulos mediante el ejercicio saludable de su autoridad. Giussani nos recuerda, por cierto, que, en su significado prístino, auctoritas deriva del supino del verbo augere, que significa hacer crecer; autoridad sería, pues, «aquello que nos ayuda a crecer», que suscita en nosotros un apetito de sabiduría, un deseo de abrir los ojos a realidades nuevas.
La experiencia de la autoridad –sostiene don Giussani– surge en nosotros al encontrarnos con una persona cuyo ejemplo suscita en nosotros una inevitable adhesión. La persona dotada de autoridad no se impone como algo extraño y castrante sobre el discípulo, sino que, por el contrario, ayuda a rescatar su yo más verdadero, estimulando en él un criterio permanente para enjuiciar la realidad. Nuestra época se ha empeñado en denigrar ese criterio que nos aporta la autoridad; ha infundido en nuestros jóvenes la creencia absurda de que pueden erigirse en maestros de sí mismos y convertir en código de conducta sus impresiones más contingentes. O, en el mejor de los casos, les ha propuesto un batiburrillo de autoridades divergentes, para que elijan las que mejor se adecuen a su carácter. Así, el joven de nuestro tiempo queda abandonado a su suerte, zambullido en la incertidumbre y la dispersión. Ciertamente, la misión educativa no es otra que infundir en el joven una verdadera libertad de juicio y una verdadera libertad de elección; pero juzgar y elegir se convierten en tareas imposibles cuando falta una hipótesis explicativa de la realidad. «Sólo una época de discípulos –escribe Giussani en algún pasaje de este magnífico libro– puede deparar una época de genios». Sólo quien primero es capaz de escuchar y comprender puede luego juzgar la realidad, incluso abandonando la senda que esa autoridad le había trazado en un principio. Pero, cuando esa autoridad falta, se condena al joven a crear ilusoriamente un criterio comprensivo de la realidad; criterio que, con frecuencia, no es sino una invitación a sucumbir ante fuerzas externas, a ceder ante el barullo contradictorio de impresiones que lo bombardean, a dejarse arrastrar por la corriente precipitada de las modas, por la banalidad y la inercia.
El joven necesita un guía que le ayude a descubrir el sentido unitario de las cosas; de lo contrario, su educación se convierte –como sostiene Giussani, en un símil muy afortunado– en la andadura de un hombre sobre la arena: buena parte del esfuerzo realizado en cada paso es absorbido por la inestabilidad del terreno. Sólo la autoridad, al inspirar en el joven un criterio cierto, puede crear en él un interés sincero por la confrontación con otros criterios. Así se forman los espíritus verdaderamente abiertos y verdaderamente libres. Cuando, por el contrario, falta esa autoridad originaria, se arroja al joven a la desorientación y el caos. Una educación borracha de libertad deja al joven prisionero de las puras apetencias; una educación demasiado racionalista olvida la importancia del compromiso existencial –que es también compromiso con lo trascendente– como condición para obtener una genuina experiencia de lo verdadero. Para Giussani, educar no consiste en la mera tarea de transmitir ideas; consiste, sobre todo, en lograr que nuestro ser se adhiera a esas ideas. Para un educador católico, la misión primordial de su enseñanza debe consistir en hacer presente la figura de Cristo y la experiencia de su amor como hipótesis explicativa de la realidad; cuando esa misión primordial falta, la enseñanza católica falla desde su mismo cimiento. El joven debe probar la presencia de Cristo en la historia humana a través de un compromiso existencial que le permita verificar la vigencia eternamente renovada de su fe: sólo así conseguiremos que los jóvenes que pasan por las escuelas católicas no acaben desembocando en la indiferencia (cuando la idea de Dios se convierte en una cansina abstracción), en el tradicionalismo estéril (cuando, temerosos de que ser agredidos en su fe, se atrincheran en la caverna, incapaces de entrar en diálogo con su época), o en la franca hostilidad (como ocurre con tantos jóvenes que reciben una enseñanza religiosa tan ritualista y vacua que acaban abominando de ella). Y esa verificación se logra mediante la expresión comunitaria de la fe; para Giussani, Cristo debe ser redescubierto cada día a través de experiencias comunitarias que signifiquen una plena realización de la libertad del joven; experiencias de las que surjan la disponibilidad, el amor genuino a la verdad y al bien, la vitalidad creadora incansablemente fecundada, invadida por la potencia de lo eterno.
El pensamiento de don Giussani, plenamente vigente, plenamente moderno, escapa por igual al dogmatismo y a las delicuescencias propias de una modernidad que ha hecho del relativismo su carta de presentación. Valga como muestra la definición que nos ofrece de diálogo, ese caramelo envenenado que tantas veces los taimados emplean para embaucar a los ingenuos. Para don Giussani, el diálogo «es una propuesta a otro de lo que yo veo, y atención a lo que el otro vive, porque estimo su humanidad y porque le amo; lo que de ningún modo implica una duda sobre mí, ni tampoco el negociar lo que soy». Los cristianos deberíamos esforzarnos, antes de entrar en diálogo con una época que disfraza los viejos errores con los ropajes lustrosos de la modernidad, por evitar la negociación sobre lo que somos.
Juan Manuel de Prada
Para Giussani, la educación no es posible sin el reconocimiento de una tradición (del latín traditio, entrega), esto es, una «hipótesis explicativa de la realidad» que los maestros transmiten a los discípulos mediante el ejercicio saludable de su autoridad. Giussani nos recuerda, por cierto, que, en su significado prístino, auctoritas deriva del supino del verbo augere, que significa hacer crecer; autoridad sería, pues, «aquello que nos ayuda a crecer», que suscita en nosotros un apetito de sabiduría, un deseo de abrir los ojos a realidades nuevas.
La experiencia de la autoridad –sostiene don Giussani– surge en nosotros al encontrarnos con una persona cuyo ejemplo suscita en nosotros una inevitable adhesión. La persona dotada de autoridad no se impone como algo extraño y castrante sobre el discípulo, sino que, por el contrario, ayuda a rescatar su yo más verdadero, estimulando en él un criterio permanente para enjuiciar la realidad. Nuestra época se ha empeñado en denigrar ese criterio que nos aporta la autoridad; ha infundido en nuestros jóvenes la creencia absurda de que pueden erigirse en maestros de sí mismos y convertir en código de conducta sus impresiones más contingentes. O, en el mejor de los casos, les ha propuesto un batiburrillo de autoridades divergentes, para que elijan las que mejor se adecuen a su carácter. Así, el joven de nuestro tiempo queda abandonado a su suerte, zambullido en la incertidumbre y la dispersión. Ciertamente, la misión educativa no es otra que infundir en el joven una verdadera libertad de juicio y una verdadera libertad de elección; pero juzgar y elegir se convierten en tareas imposibles cuando falta una hipótesis explicativa de la realidad. «Sólo una época de discípulos –escribe Giussani en algún pasaje de este magnífico libro– puede deparar una época de genios». Sólo quien primero es capaz de escuchar y comprender puede luego juzgar la realidad, incluso abandonando la senda que esa autoridad le había trazado en un principio. Pero, cuando esa autoridad falta, se condena al joven a crear ilusoriamente un criterio comprensivo de la realidad; criterio que, con frecuencia, no es sino una invitación a sucumbir ante fuerzas externas, a ceder ante el barullo contradictorio de impresiones que lo bombardean, a dejarse arrastrar por la corriente precipitada de las modas, por la banalidad y la inercia.
El joven necesita un guía que le ayude a descubrir el sentido unitario de las cosas; de lo contrario, su educación se convierte –como sostiene Giussani, en un símil muy afortunado– en la andadura de un hombre sobre la arena: buena parte del esfuerzo realizado en cada paso es absorbido por la inestabilidad del terreno. Sólo la autoridad, al inspirar en el joven un criterio cierto, puede crear en él un interés sincero por la confrontación con otros criterios. Así se forman los espíritus verdaderamente abiertos y verdaderamente libres. Cuando, por el contrario, falta esa autoridad originaria, se arroja al joven a la desorientación y el caos. Una educación borracha de libertad deja al joven prisionero de las puras apetencias; una educación demasiado racionalista olvida la importancia del compromiso existencial –que es también compromiso con lo trascendente– como condición para obtener una genuina experiencia de lo verdadero. Para Giussani, educar no consiste en la mera tarea de transmitir ideas; consiste, sobre todo, en lograr que nuestro ser se adhiera a esas ideas. Para un educador católico, la misión primordial de su enseñanza debe consistir en hacer presente la figura de Cristo y la experiencia de su amor como hipótesis explicativa de la realidad; cuando esa misión primordial falta, la enseñanza católica falla desde su mismo cimiento. El joven debe probar la presencia de Cristo en la historia humana a través de un compromiso existencial que le permita verificar la vigencia eternamente renovada de su fe: sólo así conseguiremos que los jóvenes que pasan por las escuelas católicas no acaben desembocando en la indiferencia (cuando la idea de Dios se convierte en una cansina abstracción), en el tradicionalismo estéril (cuando, temerosos de que ser agredidos en su fe, se atrincheran en la caverna, incapaces de entrar en diálogo con su época), o en la franca hostilidad (como ocurre con tantos jóvenes que reciben una enseñanza religiosa tan ritualista y vacua que acaban abominando de ella). Y esa verificación se logra mediante la expresión comunitaria de la fe; para Giussani, Cristo debe ser redescubierto cada día a través de experiencias comunitarias que signifiquen una plena realización de la libertad del joven; experiencias de las que surjan la disponibilidad, el amor genuino a la verdad y al bien, la vitalidad creadora incansablemente fecundada, invadida por la potencia de lo eterno.
El pensamiento de don Giussani, plenamente vigente, plenamente moderno, escapa por igual al dogmatismo y a las delicuescencias propias de una modernidad que ha hecho del relativismo su carta de presentación. Valga como muestra la definición que nos ofrece de diálogo, ese caramelo envenenado que tantas veces los taimados emplean para embaucar a los ingenuos. Para don Giussani, el diálogo «es una propuesta a otro de lo que yo veo, y atención a lo que el otro vive, porque estimo su humanidad y porque le amo; lo que de ningún modo implica una duda sobre mí, ni tampoco el negociar lo que soy». Los cristianos deberíamos esforzarnos, antes de entrar en diálogo con una época que disfraza los viejos errores con los ropajes lustrosos de la modernidad, por evitar la negociación sobre lo que somos.
Juan Manuel de Prada
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