HACE ya unos cuantos años, en un pueblecito de nuestra geografía hispana, un niño de unos siete años se presentó llorando a su casa. La madre le preguntó si se había caído, si le habían pegado sus compañeros, si le había regañado el profesor, y a todas las preguntas el niño espondía con un 'no' rotundo. De pronto, la madre le dice: «¿Te han dicho algo de mí...?». El niño bajó la cabeza y dirigió la mirada al suelo, como si estuviese avergonzado de algo. Le dijo la madre: «¿Qué te han dicho de mí?». Y el niño repuso: «Que eres muy fea».
Ciertamente, la madre tenía la cara destrozada, con signos evidentes de haber sufrido un terrible accidente. Ella no se inmutó, esperaba ese momento y lo aprovechó. Cogió al niño, lo sentó en su regazo y le dijo: «Mira, hijo mío, cuando eras muy pequeño, te dejé durmiendo en tu cuna y me fui a la tienda a comprar. Estando allí, vinieron los vecinos gritando que salían grandes llamas de nuestra casa. Mi corazón estuvo a punto de pararse porque pensé en ti. Dejé todo y salí corriendo con la única intención de sacarte del peligro. Cuando llegué las llamas salían por puertas y ventanas. Los vecinos me impedían entrar, porque pensaban que no saldría nadie con vida. Pude vencer la resistencia que me hacían y logré entrar; llegué a la habitación, me acerqué a la cuna, te estreché entre mis brazos y, en aquel mismo instante, una viga cayó sobre nosotros, pude cubrirte con mi cuerpo, pero mi cara quedó destrozada por las llamas. Ya ves cómo quedó mi cara por salvarte». El niño, al oír este relato, se abrazo a su madre y con los ojos llenos de lágrimas, le dijo: «Mama, tú no eres fea, tú eres muy guapa».
Cuando recuerdo esté relato, no puedo dejar de pensar en la Iglesia Católica, nuestra santa madre, en la que he sido bautizado y a la que he entregado mi vida. Sí, la Iglesia es como esa madre llena de arrugas, de cicatrices, por tantos y tantos avatares como ha tenido que pasar a lo largo de veinte siglos. Esos avatares no son otros que los pecados de sus jerarcas, los pecados de todos y cada uno de sus hijos, los bautizados de todos los tiempos; esos avatares no son otros que las persecuciones y difamaciones que ha tenido que sufrir a lo largo y a lo ancho de su dilatada historia.
Pero lo que me maravilla de la Iglesia es que, detrás o debajo de esas cicatrices y arrugas, ha llevado y sigue llevando mucho amor, entrañable amor a los hombres y mujeres de todos los tiempos, especialmente a los pobres. ¿No son fruto de ese amor los miles de misioneros (sacerdotes, religiosos y seglares) que trabajan, en condiciones bien duras, en los lugares más recónditos del Tercer Mundo? ¿No son fruto de ese amor los 65.000 voluntarios que trabajan en la Confederación de Cáritas Española? Hace pocos días, me decía un periodista: «Es asombroso, donde no ha llegado la Coca-Cola encuentras un misionero trabajando por los más desprotegidos del mundo».
Sí, la Iglesia, nuestra madre, de la que me siento orgulloso, ha sabido estar con entereza y humildad en los suburbios de las grandes ciudades: en Vallecas (Madrid), en Torrero (Zaragoza), en Yagüe (Logroño) ... allí donde no había, hace años, más que pobreza y miseria. Ha sabido estar en el mundo del dolor más profundo: en hospitales y psiquiátricos... Ha acompañado a niños y jóvenes enseñándoles a leer y escribir, a forjar un futuro profesional digno; la primera escuela gratuita para pobres la fundó San José de Calasanz. Y así podríamos enumerar páginas gloriosas de la historia de nuestra región, de nuestro país y del mundo entero.
Sé que ha habido pecado y muchos, muchos fallos; pero sé y reconozco con gozo que hay páginas de la Iglesia, incluso hoy en día, muy gloriosas.
Al escribir estas sencillas líneas, que me salen del corazón, no tengo otra pretensión que la de ayudar a todos los bautizados a reconocerse con orgullo hijos de esta Iglesia que tiene, sí, muchas arrugas, pero que es nuestra madre y que nos ha entregado el mejor tesoro de nuestra vida, la fe en Cristo Jesús, el Hijo de Dios, verdadero tesoro de esperanza para los hombres de todos los tiempos; este Cristo Jesús presente en sus misterios, en su Palabra, en sus sacramentos.
Es también mi deseo el agradecer a tantos y tantos riojanos su apasionado amor a la Iglesia, su compromiso en el ámbito social, político, familiar, profesional... Y es mi deseo pedir que sigan apoyando con su generosidad a la Iglesia en sus necesidades. Hoy es el día de la Iglesia Diocesana: ¿Nos contentaremos con enterarnos? ¿No aportaremos a nuestra Iglesia Diocesana, con generosidad y alegría, un poco de nuestro dinero, para que siga ayudando, con su enseñanza evangélica y su testimonio, a humanizar nuestra sociedad, este desierto sin alma del secularismo laicista; a defender la vida y los derechos de los más pobres? Confío en que mi petición será atendida. No olvidéis que Dios no se deja vencer en generosidad. No olvidéis que todo pasa y que Dios y su amor al hombre permanecen.
He dicho, en muchas ocasiones, que me siento muy a gusto entre vosotros, los riojanos. Gracias por vuestra sincera y cordial acogida; enhorabuena por vuestra entrega generosa a favor de los pobres y necesitados; enhorabuena por la gran reserva de humanidad que hay en los corazones de quienes viven y trabajan en esta entrañable tierra de La Rioja.
JUAN JOSÉ OMELLA OMELLA/OBISPO DE CALAHORRA Y LA CALZADA-LOGROÑO
domingo, noviembre 14, 2004
Amo a la Iglesia
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