Podemos llamarle como queramos. En cualquier caso, que sea un nombre femenino, porque de mujer estamos hablando, y así tendría que figurar en la partida de nacimiento. Por lo tanto, podemos ponerle a su rostro destrozado el nombre de Teresa, o el de Trinidad, o el de María José, o el de Carmen, o el de Magdalena... ¡qué más da! Aunque haya quien, muy matizadamente, sostenga que los nombres y las personas son la misma cosa, en nuestro caso resulta un poco prematura tan oriental susgestión. Pero como no puede ser alguien sin nombre, aunque sí sin bautizar, elijamos, por ejemplo, el primero citado, el de Teresa.
Teresa vivía feliz, alimentándose de la sangre de la vida, sabiéndose continuadora de una huella genética marcada por el acto de amor de un hombre y una mujer. Si había surgido del amor, nada podía destruirle. Día a día, Teresa reponía energías y esperanzas para abrirse camino rumbo al porvenir. Su ser tomaba forma, y le iban creciendo los sentimientos florecientes, las sensaciones de bienestar, la alegría en mantillas de mirar sólo adelante, y heredar la existencia como su único tesoro personal. Le gustaba vivir y dónde vivía, y cómo vivía. Presentía que haber nacido es algo genial, y que merecían la pena todas las incomodidades, y aún los riesgos que comporta cada paso que habría de dar por sí misma.
A Teresa le había tocado vivir en un mundo de derechos humanos, de libertades, de convivencia y de progresos. No era como antiguamente, que la mujer debía soportar el más denigrante de los tratos, su ninguneo, la amargura de ser alguien del que todos los hombres prescinden si no es para conseguir placer y que les laven la ropa. Eso ya había pasado. Ahora, la mujer conquistaba diariamente un derecho. Así que nada mejor que ser mujer en esta sociedad nueva, de compromisos unánimemente compartidos para hacerla igual en todo al varón. Incluso se había hecho una ley para primar a la hembra humana, compensando así las discriminaciones y la explotación de la que había sido objeto hasta entonces.
Teresa estaba contenta de la madurez histórica que le había correspondido. Ella podría haber nacido en tiempos oscuros de represión y maltrato. Y sin embargo, el Creador había querido que viniera al mundo en la plenitud de su justicia social, cuando ya hombre y mujer hasta ocupaban las mismas carteras ministeriales. Le estaba agradecida Teresa a esta circunstancia, sin la cual su vida habría sido muy dura y habría servido tal vez de muy poco. Ella se imaginaba en manos de un bárbaro que le pegase, borracho y furioso, que le violase en el lecho, que le obligase a servirle como una esclava, y se sobrecogía de espanto. Ahora su integridad estaba a salvo, protegida su dignidad, guardada por el Estado y la cultura su seguridad. Podría disfrutar de su identidad femenina gracias a la "igualdad de género", pilar político fundamental de su época y de su entorno. El machismo había sido al fin vencido.
Pero un día, Teresa se convirtió en la excepción. Un hombre, un macho humano, se acercó a ella con ánimo agresivo, y rompió todos los claustros en los que Teresa se sentía tranquila. Hubo sangre, mucha sangre. A Teresa, aquel hombre, que en ningún momento le profirió amenazas, le desfiguró el rostro con un ácido dolorosísimo. Ella estaba indefensa. Se acordó de todas las garantías que a favor de la mujer le prometía su mundo y su época, de cómo había sentido el latido de un contexto maternal que le inspiraba paz y le proporcionaba todo lo necesario para vivir.
Y ahora, ¿dónde estaba aquella red de precauciones en la que Teresa se parapetaba? ¿por qué aquel hombre le avasallaba, despedazaba sus miembros en flor, abría aquellas irreparables heridas en su cuerpo de mujer incipiente, y dejaba que su calor se extinguiera en el abismo de la nada? ¿Por qué tenía que renunciar a lo único que tenía, y que tanto le llenaba, la vida, bajo los zarpazos de aquel ogro revestido de superioridad que aplastaba hasta la muerte sus derechos, ésos que creía ya consagrados para siempre, y que ahora eran aniquilados sin piedad? Teresa no pudo cumplir los tres meses de vida
Ángel Pérez Guerra
martes, septiembre 14, 2004
Teresa, mujer del siglo XXI
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