Mi muerte
AGUSTÍ ALTISENT
Hay que quitarle hierro a la muerte: es un
acto importante de la vida, sí, pero no es ningún drama. Se ha hecho demasiada
literatura sobre ese trance. De niño y adolescente moría poquísima gente (que
yo conociera; lo demás ocurría muy lejos): la muerte afectaba a dos o tres
personas de los mayores. Total: la muerte era un pequeño asunto de los demás y
afectaba a gente diferente como contratada ex profeso.

La vida continuó. Más adelante observé otro
grave fallo en la organización: fueron falleciendo parientes y amigos
entrañables ¡casi de mi edad! ¡Eso tampoco nos lo habían dicho! Preparar la
eternidad y vivir de este modo lo que me quedaba de vida, tratando de ayudar a
los demás con alegría, eran unas vacaciones. Naturalmente: no por eso dejé de
gozar de este mundo como está mandado y que Dios ha hecho también para nuestra
felicidad.
Hoy sigo aproximadamente igual. Sólo que no
veo tan rápido eso de mejorar: Dios lleva la batuta y es lento (seguramente por
listo), no me necesita para hacerme bueno (aunque me haga el honor de
necesitarme un poco para ello) y Él decide los modos y los tiempos. Pero sigo
queriendo ser poroso a su acción en mí. Total: en lo que no llego a mejorar,
trato de aceptarme como soy (que ya es pena; y vergüenza expiatoria). Eso sí:
vivir me entusiasma. ¡Todo me gusta! Y pienso en mi muerte con naturalidad:
igual que por la mañana me levanto al sonar el despertador, cuando toquen a
morirme me moriré.
¿He de preocuparme por la muerte venidera?
Por ahora no me lo parece. ¡Si Dios lo organiza todo...! (Lamento ya mis
pecados futuros y acepto todo lo de doloroso que me traiga la vida, incluido,
al final, el estrecho desfiladero: desgarrarme por dentro en soledad durante
unos días, los tubos metidos por todas partes que no le dejan a uno morir en
paz, la UVI...) Mirado en conjunto, morir será incómodo, no lo niego, ¡pero la
maqueta habrá tenido el Vº Bº de Dios!
Por lo demás, trato de vivir con la alegría de un niño que juega, atento a las
peripecias del juego, pero olvidado de todo lo demás porque en casa tiene el
plato en la mesa.
Alguna vez me había preocupado no saber
cuándo y cómo, pero ahora pienso que eso es una tontería: Dios me mandará la
muerte cuando y como sea mejor para mí; una muerte adecuada y puntual. Él está
de mi parte, mi muerte será una criatura suya y a Él le va un poco de su honor
en que yo salga bien. Será, por lo tanto, una muerte escogida, cuidada, una
muerte a domicilio (aunque fuera en carretera) portes pagados. Por descontado,
Dios no tratará de pescarme en un mal momento. ¡Ni sabría hacerlo! ¿Iba a
despilfarrar de este modo la crucifixión de su Hijo? Esta convicción hace que,
si me ocurre pensar en los traqueteos de carrocería previos al tránsito, me
quede tranquilo: podrán sí, entonces, chirriar mis nervios, pero será como si
me lavaran con agua hirviendo, jabón reseco, estropajo áspero y frotando fuerte
para quedar como nuevo y entrar pimpante en la sala de fiestas. Donde, por
cierto, tengo ya tantos familiares queridísimos que me ovacionarán alegremente,
que pronto tendré más ganas de ir allí que de quedarme. Lo cual facilita
muchísimo.
En cualquier caso, mi muerte no será un “prét-á-porter” de talla
general: estará hecha ex profeso, pensada para mí. Y no me digan: “Claro, usted
dice misa cada día y está en gracia de Dios”, porque oír misa está al alcance
de todas las fortunas y el estado de gracia se recobra en un instante. Y sobre
todo tienen que entender que yo -como todos los santos incluidos- no hallo la
paz más que mirando, más allá de mi conciencia, la misericordia de Dios, que es
él quien tiene la última palabra.»
AGUSTÍ ALTISENT
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