sábado, septiembre 08, 2018

Morir será incómodo pero la maqueta habrá tenido el Vº Bº de Dios

Retomo el blog, con el P. Altisent de Poblet.

Mi muerte
AGUSTÍ ALTISENT
Hay que quitarle hierro a la muerte: es un acto importante de la vida, sí, pero no es ningún drama. Se ha hecho demasiada literatura sobre ese trance. De niño y adolescente moría poquísima gente (que yo conociera; lo demás ocurría muy lejos): la muerte afectaba a dos o tres personas de los mayores. Total: la muerte era un pequeño asunto de los demás y afectaba a gente diferente como contratada ex profeso.
En mi muerte personal, no pensé hasta muchos años después, muy pasada la edad en la que entré -es un decir- en el uso de la razón. Entonces pensé en la muerte instintivamente, en forma de tic y a propósito de trivialidades. Un día, por ejemplo, me sorprendí pensando: «Qué lata. Ahora que he descubierto esta manera rápida de atarme los zapatos voy a tener que morirm». Luego murieron familiares muy queridos. Era muy triste; me saltaban grandes lagrimones.
La vida continuó. Más adelante observé otro grave fallo en la organización: fueron falleciendo parientes y amigos entrañables ¡casi de mi edad! ¡Eso tampoco nos lo habían dicho! Preparar la eternidad y vivir de este modo lo que me quedaba de vida, tratando de ayudar a los demás con alegría, eran unas vacaciones. Naturalmente: no por eso dejé de gozar de este mundo como está mandado y que Dios ha hecho también para nuestra felicidad.
Hoy sigo aproximadamente igual. Sólo que no veo tan rápido eso de mejorar: Dios lleva la batuta y es lento (seguramente por listo), no me necesita para hacerme bueno (aunque me haga el honor de necesitarme un poco para ello) y Él decide los modos y los tiempos. Pero sigo queriendo ser poroso a su acción en mí. Total: en lo que no llego a mejorar, trato de aceptarme como soy (que ya es pena; y vergüenza expiatoria). Eso sí: vivir me entusiasma. ¡Todo me gusta! Y pienso en mi muerte con naturalidad: igual que por la mañana me levanto al sonar el despertador, cuando toquen a morirme me moriré.
¿He de preocuparme por la muerte venidera? Por ahora no me lo parece. ¡Si Dios lo organiza todo...! (Lamento ya mis pecados futuros y acepto todo lo de doloroso que me traiga la vida, incluido, al final, el estrecho desfiladero: desgarrarme por dentro en soledad durante unos días, los tubos metidos por todas partes que no le dejan a uno morir en paz, la UVI...) Mirado en conjunto, morir será incómodo, no lo niego, ¡pero la maqueta habrá tenido el Vº Bº  de Dios! Por lo demás, trato de vivir con la alegría de un niño que juega, atento a las peripecias del juego, pero olvidado de todo lo demás porque en casa tiene el plato en la mesa.
Alguna vez me había preocupado no saber cuándo y cómo, pero ahora pienso que eso es una tontería: Dios me mandará la muerte cuando y como sea mejor para mí; una muerte adecuada y puntual. Él está de mi parte, mi muerte será una criatura suya y a Él le va un poco de su honor en que yo salga bien. Será, por lo tanto, una muerte escogida, cuidada, una muerte a domicilio (aunque fuera en carretera) portes pagados. Por descontado, Dios no tratará de pescarme en un mal momento. ¡Ni sabría hacerlo! ¿Iba a despilfarrar de este modo la crucifixión de su Hijo? Esta convicción hace que, si me ocurre pensar en los traqueteos de carrocería previos al tránsito, me quede tranquilo: podrán sí, entonces, chirriar mis nervios, pero será como si me lavaran con agua hirviendo, jabón reseco, estropajo áspero y frotando fuerte para quedar como nuevo y entrar pimpante en la sala de fiestas. Donde, por cierto, tengo ya tantos familiares queridísimos que me ovacionarán alegremente, que pronto tendré más ganas de ir allí que de quedarme. Lo cual facilita muchísimo.
En cualquier caso, mi muerte no será un “prét-á-porter” de talla general: estará hecha ex profeso, pensada para mí. Y no me digan: “Claro, usted dice misa cada día y está en gracia de Dios”, porque oír misa está al alcance de todas las fortunas y el estado de gracia se recobra en un instante. Y sobre todo tienen que entender que yo -como todos los santos incluidos- no hallo la paz más que mirando, más allá de mi conciencia, la misericordia de Dios, que es él quien tiene la última palabra.»
AGUSTÍ ALTISENT

LV  07 junio 1992



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