domingo, septiembre 09, 2018

Jonás, el dormilón

La Biblia es divertida. Vean, por ejemplo, la historia de Jonás. Un día, en su vida de un cualquiera, se filtró la voz de Dios. «Levántate —le dijo—, ve a Nínive y predica que sus maldades han llegado hasta mí». Es decir: «Apestan. ¡Diles que estoy harto!». Nínive era una gran metrópoli, sin duda con gente muy buena, pero también con muchos opresores de los débiles, adúlteros, ricos que derrochaban mientras mucha pobre gente se moría de miseria... La ciudad resplandecía tanto por su lujo como por su corrupción.
Jonás debía ser buena persona cuando Dios le encargó predicar penitencia, pero, cobardón y más listo que el aire, pensó: «¡Menuda papeleta! Si les digo eso, me matarán». Y, piernas, para qué os quiero, huyó a Jafa y allí embarcó para Tarsis. Pero Dios le persiguió: desencadenó una tempestad en el mar y el barco corría peligro de hundirse. La tripulación se asustó, echaron la carga al mar «y cada uno clamó a su dios», dice la Biblia. Pero Jonás, tan fresco: dormía en el fondo de la cubierta hecho un tronco. El capitán le vio y acercándose gritole: «¿Qué haces, dormilón? Levántate y clama a tu Dios. Quizá él se dará maña a favor nuestro y no naufragaremos». Todos los dioses tenían que probarse para ver cuál de ellos funcionaba en el caso, según aquel capitán ecléctico.
Pero entre los marineros corrió la voz de que todo se debía a que a bordo había un culpable. Y echaron suertes. Y apareció que el culpable era Jonás. Le interrogaron y él les dijo que era hebreo, que veneraba al Dios de cielo y tierra; y confesó que huía de Él. Y puesto que el mar se embravecía más y más, él mismo pidió que le echaran al agua para que se calmara. Así se hizo y, en efecto, el furor de las aguas cesó. Pero entonces a los marineros les entró el miedo de Dios, el Dios de Jonás; le ofrecieron un sacrificio y le hicieron una promesa. Y Dios, que en la Biblia interviene en todo manualmente, «hizo que hubiera un gran pez para engullir a Jonás» y, durante tres días y tres noches, Jonás permaneció enterito dentro de las entrañas del pez, desde donde dio gracias a Dios por haberle salvado; y «Dios dio la orden al pez y éste —al punto— vomitó a Jonás sobre la playa», dice la Biblia.
Habrá adornos novelescos (aunque, ¿dónde hay cosas más pintorescas e increíbles que en lo que tenemos cada día ante los ojos?) que Jesús pudo utilizar como símbolo de su muerte y su resurrección. Pero la narración es deliciosa e instructiva, con su poesía sencilla y alegre y su religiosidad llena de humor.
Vuelto Jonás a la libertad, Dios le ordenó de nuevo que fuera a Nínive, ciudad inmensa, a predicar. Jonás entonces gritó allí, en su nombre, por las calles: «¡Dentro de tres días, Nínive será destruida!». Y los ninivitas, atemorizados, le hicieron caso; el rey proclamó un ayuno y obligó a todos a renunciar a su mala conducta (que es lo esencial de la penitencia) porque —decía—: «¿Quién sabe si Dios no recapacitará y abandonará sus planes y nos salvaremos?».
Y, en efecto, Dios vio que habían cambiado de vida y les perdonó. ¡Pero entonces el ofendido fue Jonás! Y clamó a Dios: «¿No lo decía yo? ¡Por eso huí de ti! ¡Sabía que eres clemente y misericordioso y que yo podría hacer un mal papel!». Y le pedía a Dios que le quitara la vida. ¡Había hecho el ridículo ante los ninivitas! Y le dijo a Dios que tenía un disgusto de muerte justificado y, enfurruñado, salió a las afueras de Nínive, se hizo una cabaña y se sentó a la sombra, esperando qué ocurriría con la ciudad. Pero Dios quiso mostrarle la rectitud de su proceder divino. Hizo crecer una higuerilla junto a la cabaña para que le diera sombra y Jonás pudiera echarse durante la siesta. Eso alegró mucho a Jonás, que al parecer gustaba de sestear. Pero al día siguiente Dios hizo que un gusano picara la higuerilla y el arbusto se secó. Cuando salió el sol y la atmósfera se puso calurosa, Jonás quedó tan aplanado que pidió a Dios la muerte. 
«¿Crees realmente —le preguntó Él— que tienes un disgusto de muerte justificado?». Jonás, que todo se lo tomaba por lo trágico, respondió que sí. Y Dios le echó en cara: «Pues no tienes razón alguna para ello. Mira: a ti te duele que haya muerto la higuera que no te ha costado nada y ha salido en una noche. Y yo, ¿no tenía que dolerme por la gran ciudad de Nínive, donde hay tantos habitantes y un ganado tan considerable?».
Así termina esta historia. Sin duda Jonás continuó con su vida de un cualquiera, pero ya no tuvo más tristeza por el bien de los demás. Seguramente se alegraba de que Dios fuera clemente y misericordioso con todos; y esta alegría le hacía feliz como si de sí mismo se tratara.
Porque del bien de los demás sólo puede separarnos la tristeza; si nos alegramos de él, lo gozamos como si fuera nuestro. Quien lo prueba lo sabe.
Agustín Altisent
Monje de Poblet
LV. 28-5-91
Imagen de kisspng


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