Lo encontré en La Rioja:
Hay un tópico muy difundido en el debate democrático: ¿Nadie debe imponer sus convicciones a los demás! Con frecuencia, se dice: «Si a usted le parece mal, no lo haga, pero permita que los demás lo hagan si les parece bien». Expresión que se concreta en frases como: «¿Yo te impido a ti hacer matrimonios estables? Pues hazlos. Y si yo quiero hacer matrimonios por tres meses ¿por qué me lo vas a impedir?». Con el bombardeo de este sofisma uno se pregunta: «¿Quién soy yo para decir a los demás cómo deben organizar sus vidas?».
Y hay otro tópico: afirmar que quien discrepa de esas conductas permisivas puede vivir según su opinión -pues no está obligado a llevarla a cabo-; de igual manera, a quien aprueba esas conductas se le permite vivir también según su opinión. Se afirma, por ejemplo: «Si tú no quieres la eutanasia, pues no la hagas, pero comprende que somos débiles y permite, al que quiere aplicársela, que la haga».
Muchos ciudadanos no se identifican, de igual manera, con su realidad social por cuestiones de gran relevancia ética, como el rechazo y la aceptación del divorcio express, del aborto, de las relaciones homosexuales o de la eutanasia, dando lugar a una latente y soterrada sociedad fragmentada. Quienes aprueban esas prácticas ven satisfechas sus expectativas. Quienes discrepan son considerados, muchas veces de modo hostil, como intolerantes; y, por coherencia, no les queda más posibilidad que no practicar las ideas de sus contrarios.
Legalizada una conducta, que uno considera inmoral, se impondrá por ley y presión social. De tal forma, que no podrá excluir de su entorno -el profesor de su hijo, un colaborador en el trabajo, etc.- a quienes practican esa conducta. Y, además, debe permanecer mudo ante la proclamación abierta de tal comportamiento. Lo contrario se califica como una intolerable discriminación. A quien discrepa de una conducta legalizada se le exige permitir a los demás practicar lo que él juzga inmoral. Y también se le exige, quizás no por ley, pero sí de hecho por la presión de grupos organizados, recluir sus opiniones en el ámbito silencioso e insignificante de lo estrictamente privado.
La legalización de lo que unos aceptan y otros rechazan por razones éticas, no es equivalente en su realización. Aceptar la legalización de lo reprobable, en razón del sofisma «si a usted le parece mal, no lo haga...», es aceptar una sociedad como si aquello fuera bueno y respetable en sí. Y las ideas (unas ideas que no sintonizan con la nueva ley) de quienes discrepan se consideran, con muy poco respeto, ridículamente tolerables. Casi como si lo legalizado fuera bueno, pero no tan bueno como para ser obligatorio.
Legalizar una determinada conducta no supone sin más que sea justa, pues la equidad de una acción es anterior a su legalización. Despenalizar el aborto o matar una cigüeña, legalizar el divorcio express o prohibir fumar en un lugar público, tienen una relevancia ética de muy distinto rango. Sin embargo, legalizar una conducta sí facilita la repetición de dicho comportamiento: se invita a practicar lo legalizado al juzgarlo socialmente positivo.
Es insuficiente solventar los problemas de gran impacto ético-social sólo por el imperio de 'democracias' aritméticas. Cuando la fuente del Derecho es la mayoría, en ocasiones, puede no haber diferencia entre derecho y abuso. La pena de muerte; la guerra sucia antiterrorista; la poligamia, que es real, aunque se encubra inscribiendo sólo a una de las mujeres en el registro civil; la pregunta sobre si la ablación es delito, etc. son cuestiones que exigen, previamente, una postura ética (la ética como la ciencia o el arte no se establece en sus fundamentos por medio de consensos democráticos) y no admiten soluciones neutras al margen de su equidad. Todas las cuestiones, en las que se juega tanto la persona o la sociedad, requieren instituir, jurídicamente, unos valores acordes con la dignidad humana.
Carlos Moreda de Lecea
Hay un tópico muy difundido en el debate democrático: ¿Nadie debe imponer sus convicciones a los demás! Con frecuencia, se dice: «Si a usted le parece mal, no lo haga, pero permita que los demás lo hagan si les parece bien». Expresión que se concreta en frases como: «¿Yo te impido a ti hacer matrimonios estables? Pues hazlos. Y si yo quiero hacer matrimonios por tres meses ¿por qué me lo vas a impedir?». Con el bombardeo de este sofisma uno se pregunta: «¿Quién soy yo para decir a los demás cómo deben organizar sus vidas?».
Y hay otro tópico: afirmar que quien discrepa de esas conductas permisivas puede vivir según su opinión -pues no está obligado a llevarla a cabo-; de igual manera, a quien aprueba esas conductas se le permite vivir también según su opinión. Se afirma, por ejemplo: «Si tú no quieres la eutanasia, pues no la hagas, pero comprende que somos débiles y permite, al que quiere aplicársela, que la haga».
Muchos ciudadanos no se identifican, de igual manera, con su realidad social por cuestiones de gran relevancia ética, como el rechazo y la aceptación del divorcio express, del aborto, de las relaciones homosexuales o de la eutanasia, dando lugar a una latente y soterrada sociedad fragmentada. Quienes aprueban esas prácticas ven satisfechas sus expectativas. Quienes discrepan son considerados, muchas veces de modo hostil, como intolerantes; y, por coherencia, no les queda más posibilidad que no practicar las ideas de sus contrarios.
Legalizada una conducta, que uno considera inmoral, se impondrá por ley y presión social. De tal forma, que no podrá excluir de su entorno -el profesor de su hijo, un colaborador en el trabajo, etc.- a quienes practican esa conducta. Y, además, debe permanecer mudo ante la proclamación abierta de tal comportamiento. Lo contrario se califica como una intolerable discriminación. A quien discrepa de una conducta legalizada se le exige permitir a los demás practicar lo que él juzga inmoral. Y también se le exige, quizás no por ley, pero sí de hecho por la presión de grupos organizados, recluir sus opiniones en el ámbito silencioso e insignificante de lo estrictamente privado.
La legalización de lo que unos aceptan y otros rechazan por razones éticas, no es equivalente en su realización. Aceptar la legalización de lo reprobable, en razón del sofisma «si a usted le parece mal, no lo haga...», es aceptar una sociedad como si aquello fuera bueno y respetable en sí. Y las ideas (unas ideas que no sintonizan con la nueva ley) de quienes discrepan se consideran, con muy poco respeto, ridículamente tolerables. Casi como si lo legalizado fuera bueno, pero no tan bueno como para ser obligatorio.
Legalizar una determinada conducta no supone sin más que sea justa, pues la equidad de una acción es anterior a su legalización. Despenalizar el aborto o matar una cigüeña, legalizar el divorcio express o prohibir fumar en un lugar público, tienen una relevancia ética de muy distinto rango. Sin embargo, legalizar una conducta sí facilita la repetición de dicho comportamiento: se invita a practicar lo legalizado al juzgarlo socialmente positivo.
Es insuficiente solventar los problemas de gran impacto ético-social sólo por el imperio de 'democracias' aritméticas. Cuando la fuente del Derecho es la mayoría, en ocasiones, puede no haber diferencia entre derecho y abuso. La pena de muerte; la guerra sucia antiterrorista; la poligamia, que es real, aunque se encubra inscribiendo sólo a una de las mujeres en el registro civil; la pregunta sobre si la ablación es delito, etc. son cuestiones que exigen, previamente, una postura ética (la ética como la ciencia o el arte no se establece en sus fundamentos por medio de consensos democráticos) y no admiten soluciones neutras al margen de su equidad. Todas las cuestiones, en las que se juega tanto la persona o la sociedad, requieren instituir, jurídicamente, unos valores acordes con la dignidad humana.
Carlos Moreda de Lecea
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