Leí hace unos días una historia que me dio mucho que pensar. La escribió Jean Guy Hamelin, un hermano obispo de Canadá, y le había sucedido a él mismo.
Iba este obispo en el tren. Se le acerca un hombre joven y le dice: “¿Puedo sentarme a su lado? Mire, señor cura, acabo de salir de la cárcel y la verdad es que ando un poco perdido. Al verle, me ha dado un vuelco el corazón y aquí me tiene. Me llamo R... Quizás conozca a mi tío M...” El obispo conocía perfectamente a su tío.
Y R... empezó a contar su historia personal. Tenía 25 años. Le contó cómo se enroló en una “pandilla de amiguetes” que no hacían otra cosa que
robar. Al principio, cosas de poca importancia; pero finalmente llegaron a cometer importantes robos. Le contó cómo, un día, volviendo de la prisión, recibió un golpe emocional muy fuerte: su compañera le dio con la puerta en las narices dejándolo solo. Le describió también el ambiente que encontró dentro de la cárcel y cómo allí aprendió a la perfección “el arte de robar”. De pronto, con voz baja y muy triste, le dijo: “Señor cura, soy hijo único. Mis padres no me negaron nunca nada. Me mimaron demasiado. No les deseo nada malo pero... no lo hicieron bien conmigo”.
Siete años después, en una gran ciudad, murió asesinado un trabajador. El asesino entró a robar en el taller. Tenía 32 años y su nombre era R...:
aquel hijo único, demasiado mimado, que el señor obispo había encontrado en el tren.
Queridos lectores, en este tiempo de verano en el que el día es más largo y queda tiempo para muchas cosas, no estaría nada mal que pudieseis
sacar un poco de tiempo para reflexionar un poco y ver cómo educáis, o mejor, cómo educamos, a los niños, a los adolescentes, a los jóvenes.
Educar no es darles todo lo que piden y desean. Educar es ayudarles a sacar todos los valores que llevan dentro –como seres humanos que son– creados por un Dios que no hace basura, sino que hizo al hombre y a la mujer “muy buenos”: personas que llevan la impronta del Creador, su imagen y semejanza, llenos de dignidad y de belleza. No hay nadie que no lleve dentro preciosos tesoros humanos que sacar, que educar. Ayudarles a sacar, a dar forma a esos valores que ya llevan, y enseñarles a ponerlos al servicio de los demás: en esto consiste la hermosa, paciente e imprescindible tarea de educar.
No podemos criar seres ensimismados, egoístas, que tienen de todo y nunca tienen bastante; sino hombres y mujeres capaces de ser adultos,
capaces de ofrecer y de aceptar, capaces de valorar a los otros y de compartir. Educar es también, pues, saber negarles cosas, enseñarles a renunciar, a dilatar en el tiempo la consecución de sus deseos, para aprender a amar más y a amar mejor. Sólo así les preparamos para ser felices y para encajar, con entereza, las dificultades de la vida.
+ Juan José Omella Omella
Obispo de Calahorra y La Calzada-Logroño
Iba este obispo en el tren. Se le acerca un hombre joven y le dice: “¿Puedo sentarme a su lado? Mire, señor cura, acabo de salir de la cárcel y la verdad es que ando un poco perdido. Al verle, me ha dado un vuelco el corazón y aquí me tiene. Me llamo R... Quizás conozca a mi tío M...” El obispo conocía perfectamente a su tío.
Y R... empezó a contar su historia personal. Tenía 25 años. Le contó cómo se enroló en una “pandilla de amiguetes” que no hacían otra cosa que
robar. Al principio, cosas de poca importancia; pero finalmente llegaron a cometer importantes robos. Le contó cómo, un día, volviendo de la prisión, recibió un golpe emocional muy fuerte: su compañera le dio con la puerta en las narices dejándolo solo. Le describió también el ambiente que encontró dentro de la cárcel y cómo allí aprendió a la perfección “el arte de robar”. De pronto, con voz baja y muy triste, le dijo: “Señor cura, soy hijo único. Mis padres no me negaron nunca nada. Me mimaron demasiado. No les deseo nada malo pero... no lo hicieron bien conmigo”.
Siete años después, en una gran ciudad, murió asesinado un trabajador. El asesino entró a robar en el taller. Tenía 32 años y su nombre era R...:
aquel hijo único, demasiado mimado, que el señor obispo había encontrado en el tren.
Queridos lectores, en este tiempo de verano en el que el día es más largo y queda tiempo para muchas cosas, no estaría nada mal que pudieseis
sacar un poco de tiempo para reflexionar un poco y ver cómo educáis, o mejor, cómo educamos, a los niños, a los adolescentes, a los jóvenes.
Educar no es darles todo lo que piden y desean. Educar es ayudarles a sacar todos los valores que llevan dentro –como seres humanos que son– creados por un Dios que no hace basura, sino que hizo al hombre y a la mujer “muy buenos”: personas que llevan la impronta del Creador, su imagen y semejanza, llenos de dignidad y de belleza. No hay nadie que no lleve dentro preciosos tesoros humanos que sacar, que educar. Ayudarles a sacar, a dar forma a esos valores que ya llevan, y enseñarles a ponerlos al servicio de los demás: en esto consiste la hermosa, paciente e imprescindible tarea de educar.
No podemos criar seres ensimismados, egoístas, que tienen de todo y nunca tienen bastante; sino hombres y mujeres capaces de ser adultos,
capaces de ofrecer y de aceptar, capaces de valorar a los otros y de compartir. Educar es también, pues, saber negarles cosas, enseñarles a renunciar, a dilatar en el tiempo la consecución de sus deseos, para aprender a amar más y a amar mejor. Sólo así les preparamos para ser felices y para encajar, con entereza, las dificultades de la vida.
+ Juan José Omella Omella
Obispo de Calahorra y La Calzada-Logroño
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