MUY pocas personas saben hoy lo que sucedió al que en su tiempo fuera famoso "Cojo de Calanda", Miguel Juan Pellicer, un hombretón de veinte años y labriego de profesión.
Gracias a la obra del doctor Francisco Ansón conozco los acontecimientos que tuvieron lugar hace más de 300 años en este pueblecito zaragozano.
Fue Miguel Juan, un hombre de espíritu infantil quien, como todos los lugareños, profesaba una enorme fe a la Virgen del Pilar.
Un desgraciado día en el que había cargado su carro con trigo éste volcó, y cayó encima de una de sus piernas aplastándosela terriblemente.
A partir de este momento, comenzó un continuo peregrinaje por varios lugares en los que quizás podría hallar una solución a su problema. Primero le llevaron a Castellón, más tarde a Valencia y finalmente llegó a Zaragoza, tras haber sufrido las incomodidades de las carretas y de los caminos de aquella época, que no eran precisamente la cura que su pierna necesitaba.
Cuando llegó al Gran Hospital Real de Zaragoza, junto a su "Pilarica", varios médicos le vieron, y otros tantos abandonaron la idea de una posible curación.
Ante el mal estado de la pierna que se gangrenaba por momentos, el por entonces catedrático de Cirugía doctor don Juan de Estanga, el cirujano don Miguel Beltrán y otro experto, decidieron cortarla cuatro dedos por debajo de la rodilla.
Una vez amputada, se cauterizó su muñón con el hierro candente, utilizado en tales ocasiones, y posteriormente le fue colocada una prótesis de madera.
La falta de costumbre y el dolor, hicieron que Miguel Juan, se la quitara cuando fue a dar gracias a la Virgen, por haberle conservado la vida a pesar de todo.
Como era muy pobre comenzó a pedir a los devotos en la puerta de la iglesia, y mientras tanto para aliviar sus molestias se untaba el muñón con el aceite de las lámparas que estaban encendidas al pie del altar de la Virgen. Cuando supo el cirujano de tal práctica, le regañó por improcedente, ya que retrasaría más la cicatrización de la herida, pero ante la terquedad de aquel hombre, le dejó por imposible y el paciente siguió haciendo su voluntad. Después de estos sucesos, volvió a Calanda y como careciese de medios su familia y se veía tan joven y fuerte, no quiso ser un estorbo para ellos y les ayudaba en las tareas cotidianas, llegando incluso a transportar sacos de abono, en detrimento de su propia salud.
Un día y en presencia de los soldados de pernocta, mientras dormía en su catre, con un menguado abrigo bajo el que sólo asomaba su pierna entera, entró su madre desde el cuarto contiguo, donde había una tertulia compuesta por familiares y amigos, y vio a la luz del candil dos piernas, no, una- Pensó que la luz la engañaba, o que aquel hombre no era Miguel, pero cerciorándose de que era su hijo, comenzó a dar gritos de asombro y alegría. Inmediatamente familiares y vecinos se acercaron al lecho, percibiéndose un fuerte y aromático olor. El milagro se había hecho patente.
Desde aquel momento la pierna del milagro fue tocada por cientos y cientos de personas, e incluso por el propio Rey Felipe IV, quien se arrodilló ante Pellicer besándola con fervor.
Nos cabe pensar hoy en el hipotético supuesto de un trasplante, pero curiosamente la pierna, era la misma que le habían cortado, pues en ella había señales inequívocas de la mordedura de un perro, de unas cicatrices del monte y hasta de un grano que le había salido en la parte posterior, antes del accidente, y la huella circular de la amputación.
El libro del doctor Ansón continúa su relato amplio y detallado de las diligencias judiciales que se llevaron a cabo, las declaraciones juradas de testigos, de médicos, de cirujanos y eclesiásticos, de notarios y de varios testigos de tan prodigioso acontecimiento
Para mí no hay un milagro tan auténtico, no admitirlo sería como negar un hecho histórico, negar la existencia de Alejandro Magno o de Napoleón. Ante milagro tan palpable no caben dudas posibles. Podemos pensar en curaciones extraordinarias e inexplicables, o en resucitados que abandonaron un estado cataléptico, pero ante el hecho que nos ocupa, es deseable que no nos ocurra como a aquel cirujano incrédulo que calificó de supercherías y de fantasmagorías a los acontecimientos y quien para ver lo cierto del caso; tocó la pierna de Pellicer, la zarandeó, la golpeó, y por si fuera poco, sacó un estílete y se lo clavó al pobre Miguel Juan, quien dio tal grito de espanto que hizo salir corriendo al avispado cirujano, ante grandes abucheos de los presentes
Gracias a la obra del doctor Francisco Ansón conozco los acontecimientos que tuvieron lugar hace más de 300 años en este pueblecito zaragozano.
Fue Miguel Juan, un hombre de espíritu infantil quien, como todos los lugareños, profesaba una enorme fe a la Virgen del Pilar.
Un desgraciado día en el que había cargado su carro con trigo éste volcó, y cayó encima de una de sus piernas aplastándosela terriblemente.
A partir de este momento, comenzó un continuo peregrinaje por varios lugares en los que quizás podría hallar una solución a su problema. Primero le llevaron a Castellón, más tarde a Valencia y finalmente llegó a Zaragoza, tras haber sufrido las incomodidades de las carretas y de los caminos de aquella época, que no eran precisamente la cura que su pierna necesitaba.
Cuando llegó al Gran Hospital Real de Zaragoza, junto a su "Pilarica", varios médicos le vieron, y otros tantos abandonaron la idea de una posible curación.
Ante el mal estado de la pierna que se gangrenaba por momentos, el por entonces catedrático de Cirugía doctor don Juan de Estanga, el cirujano don Miguel Beltrán y otro experto, decidieron cortarla cuatro dedos por debajo de la rodilla.
Una vez amputada, se cauterizó su muñón con el hierro candente, utilizado en tales ocasiones, y posteriormente le fue colocada una prótesis de madera.
La falta de costumbre y el dolor, hicieron que Miguel Juan, se la quitara cuando fue a dar gracias a la Virgen, por haberle conservado la vida a pesar de todo.
Como era muy pobre comenzó a pedir a los devotos en la puerta de la iglesia, y mientras tanto para aliviar sus molestias se untaba el muñón con el aceite de las lámparas que estaban encendidas al pie del altar de la Virgen. Cuando supo el cirujano de tal práctica, le regañó por improcedente, ya que retrasaría más la cicatrización de la herida, pero ante la terquedad de aquel hombre, le dejó por imposible y el paciente siguió haciendo su voluntad. Después de estos sucesos, volvió a Calanda y como careciese de medios su familia y se veía tan joven y fuerte, no quiso ser un estorbo para ellos y les ayudaba en las tareas cotidianas, llegando incluso a transportar sacos de abono, en detrimento de su propia salud.
Un día y en presencia de los soldados de pernocta, mientras dormía en su catre, con un menguado abrigo bajo el que sólo asomaba su pierna entera, entró su madre desde el cuarto contiguo, donde había una tertulia compuesta por familiares y amigos, y vio a la luz del candil dos piernas, no, una- Pensó que la luz la engañaba, o que aquel hombre no era Miguel, pero cerciorándose de que era su hijo, comenzó a dar gritos de asombro y alegría. Inmediatamente familiares y vecinos se acercaron al lecho, percibiéndose un fuerte y aromático olor. El milagro se había hecho patente.
Desde aquel momento la pierna del milagro fue tocada por cientos y cientos de personas, e incluso por el propio Rey Felipe IV, quien se arrodilló ante Pellicer besándola con fervor.
Nos cabe pensar hoy en el hipotético supuesto de un trasplante, pero curiosamente la pierna, era la misma que le habían cortado, pues en ella había señales inequívocas de la mordedura de un perro, de unas cicatrices del monte y hasta de un grano que le había salido en la parte posterior, antes del accidente, y la huella circular de la amputación.
El libro del doctor Ansón continúa su relato amplio y detallado de las diligencias judiciales que se llevaron a cabo, las declaraciones juradas de testigos, de médicos, de cirujanos y eclesiásticos, de notarios y de varios testigos de tan prodigioso acontecimiento
Para mí no hay un milagro tan auténtico, no admitirlo sería como negar un hecho histórico, negar la existencia de Alejandro Magno o de Napoleón. Ante milagro tan palpable no caben dudas posibles. Podemos pensar en curaciones extraordinarias e inexplicables, o en resucitados que abandonaron un estado cataléptico, pero ante el hecho que nos ocupa, es deseable que no nos ocurra como a aquel cirujano incrédulo que calificó de supercherías y de fantasmagorías a los acontecimientos y quien para ver lo cierto del caso; tocó la pierna de Pellicer, la zarandeó, la golpeó, y por si fuera poco, sacó un estílete y se lo clavó al pobre Miguel Juan, quien dio tal grito de espanto que hizo salir corriendo al avispado cirujano, ante grandes abucheos de los presentes