sábado, agosto 05, 2006

Los Mártires Misioneros de Barbastro

Sangre Inocente
Los Mártires Misioneros de Barbastro

Gabriel Campo Villegas

El día 1 de julio de 1936 llegaban a Barbastro por ferrocarril treinta seminaristas mayores de los Misioneros a estudiar el último curso de Teología moral. Venían de Cervera (Lleida), de la que había sido Universidad catalana, cuyo edificio usufructuaban



Imagen tomada en el Seminario de Cervera en los años treinta

Eran muy jóvenes, veintidós, veintitrés, veinticuatro años, demasiado jóvenes para presentir -tan cercano- el aliento helado de la muerte. Mozarrones de buen ver, que imponían por su silencio, su gravedad precoz, su autodominio. Ni una sola mirada a los balcones, en la tarde clara, a las chicas, a la gente; sólo hacia la calle Monzón, donde se erigía la Iglesia del Corazón de María.

Habían oído decir que el Colegio de los Misioneros de Barbastro «era el lugar más seguro de la provincia» en aquellos días broncos de las dos Españas.

Cervera, en cambio, era un polvorín. Sectores extremistas de la población y «de fuera» habían querido «echar a los misioneros de la gloriosa Universidad», instalar un instituto laico en su ala oriental -la llamada Torre del Canciller- y en la huerta; habían acudido, a falta de razones jurídicas, a las amenazas, al descrédito y a la calumnia.

Los resultados de las elecciones de febrero de 1936 Y sus secuelas de hostigamiento a la religión católica, sus zarpazos anticlericales, la quema de conventos -siempre anónima, siempre impune- habían llevado a los superiores de los Misioneros Claretianos a pensar seriamente en el Principado de Andorra, donde toda aquella juventud claretiana podría estar a salvo de cualquier salvajada.

De todos modos, y mientras se buscaba una solución de emergencia, pareció lo mejor adelantar la salida de Cervera de aquellos treinta seminaristas, al borde ya de su ordenación sacerdotal.

Urgía además el problema legal del servicio militar. Veintiuno de ellos, los más jóvenes, podrían acogerse a la reducción de su tiempo de permanencia en filas si al presentarse demostraban «haber aprendido previamente la instrucción teórica Y práctica del recluta», como decían las ordenanzas militares(1).

En Barbastro, como en otras ciudades estratégicas, funcionaba un servicio de adiestramiento previo, para el que se brindaban militares retirados. En cuanto comenzaron con las prácticas se desataron los rumores y calumnias: «los claretianos tienen armas y se están preparando».


Fachada de los Misioneros en los años treinta.

Seminaristas, o sacerdotes jóvenes, recién ordenados, se acogían a la legislación vigente para abreviar en cuatro meses su servicio castrense. No era precisamente su «vocación» la de servir a las armas, ni estar en el ambiente cuartelario. El 8 de julio de 1936, unas semanas antes de la detención y del martirio, él seminarista Agustín Viela, le escribía a su madre Ambrosia Ezcurdia:

«Querida madre: Un saludo lo primero desde estas tierras aragonesas. Estamos ya en Barbastro. ¿Y cuál es la causa de haber venido tan aprisa a Barbastro? Sabíamos nosotros que los que de mi curso tienen que ir al servicio militar vendrían pronto para poder aprender la instrucción en particular. El lunes comenzaron ya los quintos la instrucción militar bajo la dirección de militares retirados. Esta es la causa primera de haber venido tan pronto este año a Barbastro. Quizá habrá influido algo la situación de la casa de Cervera, pues con el cambio de ayuntamiento comenzaron los líos serios y fuertes para echarnos de allí. Por eso quizá los Superiores creyeron conveniente disminuir el número de individuos de aquella casa y así nos marchamos pronto los que nos tocaba salir este verano. Lo que Vd. me pregunta acerca de las dos casas que nos han quemado no es del todo exacto, como dice. En esta provincia que nosotros llamamos de Cataluña, solamente quemaron los muebles de la casa e iglesia de Requena (Valencia) y nos han hecho salir, cerrando la casa y el colegio externo, de Játiva (Valencia). En la provincia de Castilla y más aún en las de Andalucía nos han perjudicado mucho más. Aquí estos de Barbastro creo que no son muy atrevidos ni arrojados, además como hay ejército y los jefes son muy buenos, creo que no se atreverán a molestarlos...».

El día 20 de julio de 1936 medio centenar de anarquistas o escopeteros irrumpieron en la portería de los Misioneros. Querían registrar el caserón, ver si había armas escondidas. Al frente de ellos iba un hombre moderado, Eugenio Sopena, de gran prestigio entre los ácratas. La razón de las sospechas y del registro, y de la detención incluso de los religiosos/ eran las calumnias que circulaban sobre la hipocresía moral de los clérigos, y su peligrosidad. Se corría que los conventos eran verdaderas fortalezas, con resortes misteriosos, pozos siniestros, portones que saltarían en mil pedazos o se hundirían con todos sus enemigos. Todo era pura propaganda.


Eugenio Sopena, anarquista de gran prestigio
en Barbastro, secretario del Comité antifascista.

Durante el registro, y por orden del Superior, Felipe de Jesús Munárriz, toda la comunidad bajó a la luneta, un patio interior donde se solía jugar a pelota vasca en tiempo de recreo, o pasear. Eran 60 religiosos, de los que 39 estaban acabando los estudios teológicos; dos de ellos argentinos, Hall y Parussini; nueve sacerdotes y doce hermanos coadjutores. Sólo faltaban dos: un seminarista, Jaime Falgarona, que estaba en cama con alta fiebre, y el anciano hermano Joaquín Muñoz, de 84 años, casi imposibilitado para bajar las escaleras.


Fotografía de la Comunidad de Zaragoza, vemos sentado
al Supeior Felipe de Jesús Munárriz.

Dos carabineros, bajo las órdenes del Comité, cachearon a todos, puestos en filas. Se registró toda la casa, varias veces: los tejados, la iglesia, hasta la caja de un viejo reloj de pared. Nada. Aquella comunidad era pacífica, estudiosa, austera, «pobre», de un idealismo cristiano a toda prueba. Su lema, como el de San Benito: «Ora et labora». Trabajaban, estudiaban hasta en el verano, y oraban. Los anarquistas estaban desconcertados.

-Tienen que tener armas. Todo el mundo las tiene. ¿Dónde las esconden?

-Aquí no hay armas, ni política - les dijo el Superior. Somos religiosos y tenemos prohibido pertenecer a ningún partido por nuestras constituciones.

Pero sucedió lo que tantas veces: poco tiempo después de los guardias y escopeteros fue entrando en la casa una muchedumbre curiosa y agresiva que invadió los claustros, la iglesia, y exigía la matanza inmediata de todos aquellos «cuervos». Una mujer de mal corazón escondió entre los ornamentos sagrados, que ya habían sido requisados, una gran navaja, para acusar luego a los religiosos. Un miliciano que se dio cuenta del truco, la amenazó con pegarle dos tiros. Eugenio Sopena y los moderados del Comité se vieron entre la espada y la pared. Por lo visto, los anarquistas habían pensado detener sólo a los que consideraban los responsables: al Superior; al formador, P.(2) Juan Díaz; y al ad- ministrador, P. Leoncio Pérez. Y de hecho, después del largo registro, así lo hicieron. El P. Munárriz, antes de partir, encargó al P. Nicasio Sierra que tratase de llevar a los enfermos y a los muy ancianos a las Hermanitas. Y en el momento de salir, pálido, se despidió de todos: «Adiós, hermanitos». Un seminarista le preguntó si habían de vestir el traje civil o llevar la sotana. El P. Munárriz dio su última orden, enérgico: «¡La sotana!». Con ella habían de vivir presos y morir todos.

Un pelotón condujo a los tres superiores, custodiados por escopeteros, por las principales calles de Barbastro, hasta la cárcel municipal, situada a la izquierda del ayuntamiento, en la misma plaza en que vivían los Escolapios.


Aspecto que ofrecía el Ayuntamiento en 1936. El edificio
de la izquierda es el del asilo de las Hermanitas y el de
la derecha Los Escolapios que fué habilitado como carcel.

Los otros religiosos claretianos sufrieron injurias y amenazas, que provocaron el desvanecimiento de un seminarista, Atanasio Vidaurreta. La reacción de las turbas fue, en parte, brutal:

-¡Rematadlo ya, ahí mismo!

Eugenio Sopena se impuso, enérgicamente. «No podemos permitirnos ninguna carnicería». Prometió a la multitud que, si se dispersaban ordenadamente, «se haría justicia», caso de que los Misioneros fuesen culpables de algo. Ordenó que llevasen a todos aquellos religiosos al salón de actos de los Escolapios. Se habló de darles pasaportes para sus casas, y de disolverlos, como habían hecho con las c/arisas y las capuchinas de Barbastro.

Uno de los sacerdotes, el P. Luis Masferrer, aprovechó los momentos de vacilación para salvar la Eucaristía de la casa y de la iglesia. Comulgaron todos, allí, en la luneta, apresuradamente. Y las formas consagradas que quedaban se ocultaron en un maletín, la llamada valija en los informes del argentino Hall, que se encargaron de subir al salón-prisión de los Escolapios los PP. Nicasio Sierra y Pedro Cunill, a los que se permitió quedarse, vigilados por escopeteros, con algunos seminaristas, para ayudar a los dos estudiantes enfermos: el que se había mareado y Falgarona, y al achacoso hermano Muñoz, que fueron conducidos al hospital. El P. Cunill pudo ocultar cuatro mil pesetas, para lo que sobreviniese.

Los demás salieron de la comunidad en terna, de tres en tres, vigilados por hombres armados en los flancos y en las esquinas de la calle Monzón. Fue como una procesión que se dirigió desde la calle Conde hasta la plaza del ayuntamiento. «Iban recogidos como si volviesen de comulgar», comentó un testigo, de los muchos que aún viven en Barbastro. Desde las ventanas y balcones, tras las cortinas, ojos silenciosos y sobrecogidos siguieron aquella improvisada liturgia. Un hombre ingenuo que se tropezó con aquella comitiva de sotanas, se descubrió, azorado, como sorprendido por una «procesión del Corpus». «Iban como corderos humildes y dóciles», comentaba luego la gente, en voz baja.

Desde ese día hasta el de su ejecución sumaria vivieron en el salón de actos de los Escolapios. El P. Cunill, al ver que el hermano Simón Sánchez, el encargado de la portería, se quejaba de dolor del corazón, de las sienes y de la vejiga, solicitó que fuese ingresado en las Hermanitas de los Pobres de Barbastro. Se lo permitieron. Al ver el éxito, hizo lo mismo con los hermanos más ancianos, cinco, que al fin fueron llevados también a las Hermanitas, en la misma plaza del ayuntamiento, enfrente del salón. Son los que sobrevivieron a la hecatombe.

El salón de actos, el lugar más sagrado de Barbastro, un recinto de unos veinticinco metros de largo por seis de ancho, tenía, en un extremo, un alto escenario de madera, con cortinas, y en el otro, una gradería para el público joven de las fiestas del colegio. El salón estaba -y está- más bajo que la plaza; era casi un sótano. Cinco grandes ventanales se abrían a ras del suelo de la plaza, y dejaban a los detenidos a merced de las miradas y de los insultos de los exaltados.

Los Escolapios atendieron fraternalmente a los claretianos detenidos. El Rector, P. Eusebio Ferrer, los animó; bromeó incluso, y les dio de beber, una primera cena y todo lo que disponían para los más débiles: dos camas, nueve colchones, once almohadas, dos mantas y algunos lienzos de algodón para las noches.

Pero, sobre todo, se hizo cargo del maletín de la eucaristía y lo escondió en el laboratorio de física, dentro de la máquina de proyecciones, convertido en la capilla y sagrario de aquellas improvisadas catacumbas.

Lo curioso fue el trato benévolo que recibió el hermano Ramón Vall, el cocinero de la comunidad. No se creían los milicianos que también él fuese cura. Tenía callos en las manos y olía, al detenerlo, a guisote y a grasas de cocina. Para ellos era un «explotado» por los religiosos, un pobre obrero que trabajaba miserablemente por la comida, un proletario adormecido. Él les aseguraba que era «religioso» y «misionero», pero de «otra clase».

-O sea, un criado.

-No, no.

Y el caso fue que lo dejaron en libertad para que les siguiese preparando la comida, primero de los víveres que había en la casa que acababan de abandonar, y, después, de lo que rindieran las cuatro mil pesetas del P. Cunill, y de lo que los buenos, fraternales escolapios, pudieron proporcionarle quitándoselo ellos mismos de su despensa, en aquellos tremendos días de julio y agosto revolucionario.

Los tres superiores durmieron ya, aquella noche, en una celda de la cárcel municipal, con varios canónigos de la catedral y algunos seglares católicos. En aquella habitación sórdida, de cinco metros de lado, con un ventanuco enrejado, alto, en pleno verano, atosigante, llegaron a vivir hasta 21 presos.

Los tres misioneros fueron -según testigos supervivientes, entre ellos José Subías, el Gorrión, que estuvo con ellos cinco días- realmente ejemplares: nunca se quejaban; animaban a los detenidos; seguían el horario riguroso de su reglamento: oración intensa, breviario, rosario, silencio, confesiones... Cuando los otros presos les ofrecían su turno para respirar junto a la tronera aire menos viciado, ellos rehusaban.

Los tres fueron interrogados. El P. Leoncio Pérez, el administrador, volvió de buen humor, después de prestar declaración.

-¿Qué le han preguntado?

-Que dónde tenía escondidas las armas.

. ¿...?

-Y he sacado el rosario y les he dicho: ni tengo otras armas, ni quiero otras que ésta.

-Pero vosotros habéis hecho mucho mal -le había reprochado Aniceto Fantova, el Trucho, uno de los más duros dirigentes anarquistas.

Cada uno dará cuenta de lo que haya hecho. Yo tengo la conciencia tranquila.

Los primeros asesinatos

El 25 de julio, al llegar las columnas catalanas de Barcelona -que habían sembrado de asesinatos masivos, asaltos a cárceles políticas y quema de conventos, las rutas de Cataluña y Aragón, desde Barcelona a Lérida y Monzón-(3) fueron trasladados los tres misioneros, junto con 350 presos, al viejo convento de las Capuchinas, disuelto, como el de las Clarisas, por orden del Comité revolucionario local.


Columna Ascaso el día de su partida desde Barcelona el
día 25 de Julio de 1936 hacia el frente de Huesca

De allí salieron ya directamente para la ejecución, en la madrugada del 2 de agosto, junto a otros 17 detenidos. El Comité de Barbastro había extendido un VALE POR 20, y en ese primer cupo entraron los tres sacerdotes claretianos. «Eran sacerdotes y las consignas fueron no dejar ni simiente de los curas». No se les incoó ningún proceso, ni se halló en ellos falta alguna, salvo la tremenda responsabilidad de pertenecer al clero católico.


Fotocopia de la saca de 20 presos

Sobre las dos de la madrugada aquellos tres misioneros claretianos despertaron sobresaltados. Tenían que levantarse urgentemente. El P. Díaz se vestía despacio, recitando sus oraciones y recordando el tema de la oración de la mañana, como era su costumbre y exigía su Regla misionera. El carcelero se impacientó:

-¡Aprisa, aprisa, que os están esperando! -Pero bien podré ponerme la sotana. -Donde ha de ir, no la necesitará.

Alrededor de las tres de la madrugada, una enfermera de Angüés, Amparo Esteban Fantova, los vio, atados de dos en dos y rodeados de gente armada, atravesar con dificultad la carretera de Huesca y cruzar por detrás del viejo hospital, hacia el cementerio. A esa misma hora confluyó en el mismo cementerio otro grupo de sacerdotes y seglares.

Entre los seglares había un gitano simpático, Ceferino Jiménez Malla, el Pelé, detenido pocos días antes por haber querido defender a un sacerdote acosado en plena calle y por llevar un rosario.


Ceferino Jimenez Malla (el Pelé), el primer
gitano beatificado.

Allí, junto a las tapias heladas, cayeron acribillados todos los condenados menos uno, un Guardia civil del puesto de Albalate de Cinca, Camilo Sabater Toll, herido sólo en la mano, que saltó después de la descarga como una araña las tapias del cementerio y se perdió en la noche, hacia Velilla de Cinca. Fue uno de los testigos de aquella inmensa hecatombe de Barbastro.


Camilo Sabater Toll, el guardia civil "fusilado"

Desde los Escolapios y el salón se oyeron las descargas. y desde el vecino hospital, los lamentos y los estertores de las víctimas, que quedaron desangrándose, a la derecha de la entrada del cementerio.

Esa fue la cadena implacable de los hechos. En Barbastro, cada noche circulaban los nombres de las víctimas, y la certeza de que ningún sacerdote había querido renegar de la religión para salvar su vida. Así cayeron los tres superiores, en una vulgar saca de presos, con una fría y simple autorización del Comité, el día 2 de agosto de 1936.

Los cincuenta restantes del salón habían sido, mientras, objeto de escarnio y de brutales hostigamientos, por su condición religiosa, por su sotana, que nunca dejaban, ni para dormir. La sotana era, en aquellos momentos, su símbolo de fidelidad. Muchos sacerdotes, para evitar riesgos y pasar desapercibidos, se la quitaron; los claretianos de Barbastro, no. La sotana soliviantaba especialmente a los más radicales. Por la ventana les increpaban a los seminaristas.

-Os mataremos a todos con la sotana puesta, para que ese trapo sea enterrado con los que lo lleváis.

-No odiamos vuestras personas. Lo que odiamos es vuestra profesión, ese hábito negro, la sotana. Ese trapo repugnante.

-Quitaos ese trapo y seréis como nosotros, y os libraremos.

Otros, más refinados o astutos, parecían compadecerse. Les reprochaban su «candidez» de niños, su estúpido «fanatismo».

-Hay que resignarse a dejar esta vida -les dijo a los argentinos Hall y Parussini un dirigente. No importa que seáis extranjeros. No habrá distinción.

«Desde el primer día de cárcel estuvimos preparándonos para morir, y de un día para otro esperábamos el cumplimiento de las amenazas que, sobre todo al anochecer, nos dirigían desde la plaza». Rezaban el Oficio de los mártires del breviario, su libro de rezo, y se pasaban el Maná del cristiano, con el que podían practicar el acto de aceptación de la muerte:

« ¡Oh, Señor, Dios mío! Con ánimo tranquilo, acepto, como venido de vuestras manos, cualquier género de muerte que os plazca enviarme, con todas las penas y sufrimientos».

«Atribuimos a una providencia especial de Dios que no nos quitasen los objetos piadosos, de suerte que los que iban fusilando tuvieron hasta el fin y murieron con su rosario, medallas y crucifijos, y los que estaban obligados a recitar el Oficio divino, lo pudieron rezar todos los días».

A pesar del bajón psicológico que supuso el hecho de la detención de los tres sacerdotes clave, su instinto religioso los llevó a asegurar su vida espiritual, por encima de todo. La regularidad y la vida comunitaria fueron un hecho durante aquellos amargos días de prisión, y los preparó interiormente para el último combate. Y lo primero de todo, la comunión. Comulgaron desde el primer día, mientras pudieron. Los Escolapios les bajaban la eucaristía para el día o los días siguientes.

«Lograron entregarnos algunas Sagradas Formas, que distribuimos, porque por la mañana había prohibición especialísima de comulgar, y los rojos vigilaban cuidadosamente todos nuestros movimientos, para ver si alguno daba la comunión».

«Nos repartieron las formas consagradas para poderlas consumir más fácilmente, en caso de peligro de profanación, o para ir comulgando en días sucesivos»,

La Eucaristía constituyó el centro de su vida, mientras duró, hasta el día 25, en el salón. Algunos, afortunados, la llevaban encima: eran verdaderos sagrarios. Hall recordaba después la avaricia espiritual con que se le acercaban disimuladamente otros seminaristas y hermanos, para adorar a Cristo en el sacramento. «Lo acompañábamos durante horas y horas. Gracias a Dios no teníamos otra ocupación en la cárcel». Los escopeteros y el mismo Comité parecían intuir la fortaleza misteriosa de aquella comunión; y por eso prohibieron rigurosamente tanto celebrar misa como repartir la eucaristía.

Pero los misioneros sorteaban ingeniosamente aquella ley. Una mañana, el P. Ferrer les bajó varias formas consagradas, en la canasta en que les servían el pan y el chocolate para desayunar. El P. Sierra, que hacía las veces de Superior, se encargaba de distribuir el pan y, disimuladamente, deslizaba una hostia en el panecillo abierto de los que sabía que no habían comulgado aún clandestinamente aquella mañana. Los interesados la extraían y en un abrir y cerrar de ojos, la sumían antes de probar bocado, en ayunas, según la rigurosa y venerable costumbre que aún vigía.

Con la llegada de las columnas catalanas, de expresidiarios, prostitutas y anarquistas y comunistas, la situación cambió. No se pudieron celebrar más misas arriba, en el comunitario, el piso de la comunidad de los Escolapios,. Y el escolapio P. Mompel, en su Informe asegura que incluso ellos, «al ver disminuir alarmantemente las formas, tuvieron que dividirlas en ocho o diez partes, y así poder comulgar hasta el último día».

No es difícil imaginarse aquella vida a la intemperie, en los meses más tórridos del verano. Y más sabiendo que les escatimaron el agua.

Tuvieron que soportar la falta más elemental de higiene, en aquellas jornadas monótonas, inacabables; la imposibilidad práctica de cambiarse de ropa, el calor de horno, la mugre y el sudor acumulados. Cuarenta y ocho organismos vigorosos en un salón caldeado durante gran parte del día, que transpiran, tienen que ir en fila a hacer sus necesidades más elementales, no pueden lavarse más que los pañuelos en los botijos o en el cántaro del agua, quitándosela de beber. Acaban por oler mal, a miseria humana. Y eso, un día y otro, se va sedimentando, se clava en la piel húmeda, irritada, en la pituitaria, en los ojos. La ropa interior se convierte en un cilicio, hiede y desuella la carne, hasta Ilagarla.

Un monje benedictino de El Pueyo, Ramiro Sáinz, detenido en los Escolapios, bajó un día a cortarles el pelo, y comentó: «Los pobres misioneros del salón tienen piojos».

Sólo Dios sabe -apunta Quibus, el primer historiador de los mártires de Barbastro- los sacrificios oscuros que de allí subieron al cielo por esa causa. Un detalle significativo es el que recoge el entonces diácono escolapio Santiago Mompel: al quedar vacío el salón, el 15 de agosto, lo desinfectaron cuidadosamente, porque «de ello había verdadera necesidad».

Tenían agua, pero los milicianos no les daban la necesaria para la limpieza. «No querían hacer de criados de los curas».

-¿Agua les vas a dar? -decía una mujer malévola a otra que llevaba el cántaro a los presos del salón- ¡Solimán habría que darles, para que acabasen pronto!

Un tal Eugenio Fernández, miliciano, se compadeció como un buen samaritano, al verlos sedientos, deshidratados, sucios, y les llevó agua clandestinamente.

Con frecuencia los guardias se divertían con ellos, los sometían a juegos de terror. Los atormentaban poniéndolos en fila para ejecutarlos sumariamente, «porque ya había llegado la orden, al fin». En aquellos sobresaltos, los claretianos se confesaban o recibían brevemente la absolución general de sus pecados, y esperaban a que la descarga los acribillase.

«Más de cuatro veces -escribe Parussini- recibimos la absolución creyendo que la muerte se nos echaba encima. Un día estuvimos casi una hora quietos, sin movernos, esperando de un momento a otro la descarga. ¡Qué terrible! Es cuando más se sufre: cada minuto se hace interminable y uno desea que disparen de una vez para no prolongar una agonía que no acaba más que con una blasfemia o un riso- tada sarcástica de los milicianos...».

Al P. Sierra lo tuvieron cinco horas contra la pared, hasta que se desvaneció. A un seminarista que salía del salón para hacer sus necesidades, al cruzar el patio del colegio, lo detuvieron pistola en mano varios milicianos y le ordenaron marcar el paso. Bajo aquella amenaza, tuvo que evolucionar, a derecha e izquierda, a paso lento o al trote, con marcialidad, teniéndose que aguantar sus urgencias fisiológicas, mientras los pistoleros se desternillaban o se daban un codazo, alborozados.

El día en que se presentaron las primeras mujeres, para i tentarlos, se dieron cuenta los misioneros de que aquello era «otra cosa», peor que las amenazas y la saña. Allí no valía dar la cara; se requería la prudencia y el silencio de hierro, toda la disciplina personal y comunitaria. La tentación no los sorprendió. Fue mucho mejor para ellos que se presentase a la descarada, como lujuria y no como afecto; como una llamada a la deserción, no como otra alternativa refinadamente «cristianizada» para apartarlos de su vocación.

Los testigos más selectos son muy parcos al dar detalles acerca de la introducción de mujeres, prostitutas y milicianas especialmente adoctrinadas, en el salón de los Escolapios, para excitar en las siestas y noches ardientes de aquel mes de julio, las pasiones más elementales de los bienaventurados, la mayor parte jóvenes de 21 a 25 años. El pudor de aquellos tiempos gloriosos les hizo velar honestamente los hechos más crudos. No obstante, son íntegros al constatar, como dice Hall, que «también permitieron entrar a mujeres, muchas de ellas públicas, que se burlaban de nosotros y nos insultaban».

El P. Jesús Quibus, bien informado siempre, concienzudo, es algo más explícito:

«No podía faltar tampoco la modalidad más grosera y soez de la seducción. Mujeres públicas entraban en el salón con toda liviandad; y otras, que tal vez sin serio, lo parecían, y estaban al servicio de los presos, tenían la perversidad de presentarse con desnudeces y actitudes provocativas, capaces de despertar los sentidos a un anacoreta».

«Se les acercaban, insinuantes, les tiraban de la sotana para Ilamarles la atención; dejaban por allí, como descuidados, instrumentos de pecado».

«Mujerzuela hubo, tan locamente enamorada por uno de ellos, que pasaba las horas muertas asomada por la ventana desde la plaza, para verlo y buscar la ocasión de hablarle».

Les amenazaron con someter su constancia a pruebas durísimas. Les aseguraron, repetidas veces, que iban a hacer entrar el doble de mujeres que ellos, dos para cada uno.

-Y si alguno las contraría, os fusilamos aquí mismo a todos.

Ellos guardaban silencio; pero acabaron por celebrar una o varias reuniones secretas en las que discutieron su situación, desde los principios de la moral que estaban estudiando. Y llegaron a una conclusión. Tenían un arma para aquellos momentos: les habían prohibido gritar en alta voz consignas religiosas. Nada irritaba más a aquellos carceleros que oír el «¡Viva Cristo Rey!»; Caso de verse acosados, levantarían la voz hasta que aquel clamor exasperase a los escopeteros y disparasen contra ellos.

«Destacaba -dice el P. Ferrer, escolapio- una de mala vida, llamada Trini La Pallaresa, que era la más procaz y llegó al extremo de pasar por encima de ellos cuando estaban durmiendo en el escenario. La tal Trini estaba locamen te enamorada de uno de los jóvenes misioneros, por el parecido físico que tenía con Valentino, artista de cine».

-Lo del enamoramiento de la Trini me lo dijo ella misma, atestiguó el mismo P. Ferrer.

El seminarista era Esteban Casadevall. Trini La Pallaresa decía abiertamente, delante incluso de los religiosos presos, que aquel seminarista agraciado daba «lástima»; que había sido engañado desde niño, «un chico tan guapo y tan joven», y que ella trataría de librarlo de la muerte si lograba hablarle a solas. Aseguró que lo esperaría en alguna ocasión en que saliese del salón.


Esteban Casadevall Puig, murió el 13 de Agosto
de 1936 a los 23 años.

Casadevall, con una modestia ejemplar, y como quien no se da cuenta de nada, salía y entraba «sin hacer ningún caso de los halagos y señas que le dirigía aquella mujer; sin inmutarse».

-Nosotros -dice Hall- le propusimos al Sr. Casadevall que, si volvían aquellas mujeres, se escondiese y no se deja- se ver. Y así ocurrió.

Las mujeres volvieron a entrar varios días, más o menos a la misma hora. Trini La Pallaresa «buscaba al señor Casadevall, y como no lo encontraba por estar escondido en un rincón algo oscuro, detrás de unos estudiantes, que impedían así que lo pudiese ver, llegó a preguntar si ya no estaba con nosotros. Pero no obtuvo respuesta, porque nosotros siempre permanecimos mudos a todo lo que ellas nos decían o preguntaban».

El martirio del Obispo Florentino Asensio

En la noche del 8 de agosto, el Obispo de Barbastro, D. Florentino Asensio, fue citado, una vez más, a comparecer ante el Comité; pero no a la salita de visitas del colegio de los Escolapios, donde vivía, sino al ayuntamiento, al rastrillo o sala de visitas de la cárcel popular. Al comunicarle la variación, el P. Rector presintió lo peor. El Obispo, aunque ya se había confesado otras veces, pidió de nuevo la absolución.


El obispo de Barbastro, D. Florentino Asensio
Barrosa, salvajemente asesinado.

Lo amarraron codo con codo a otro hombre mucho más alto y recio, y los condujeron a los dos, después de varias horas de calabozo, al rastrillo.

Entre frases groseras e insultantes, un tal Héctor M.,oculista, de mala entraña, Santiago F., el Codina, y Antonio R., el Marta, se acercaron al Obispo. El Obispo estaba mudo y rezando. Santiago F. le dijo a un tal Alfonso G., analfabeto: «¿No decías que tenías ganas de comer co... de Obispo? Ahora tienes la ocasión». Alfonso G. no se lo pensó dos veces: sacó una navaja de carnicero; y allí, fríamente, le cortó en vivo los testículos. Saltaron dos chorros de sangre que enrojecieron las piernas del prelado y empaparon las baldosas del pavimento, hasta encharcarlas. El Obispo palideció, pero no se inmutó. Ahogó un grito de dolor y musitó una oración al Señor de las cinco tremendas llagas.

En el suelo había un ejemplar de Solidaridad Obrera(4), donde Alfonso G. recogió los despojos; se los puso en el bolsillo y los fue mostrando, como un trofeo, por bares de Barbastro. Le cosieron la herida de cualquier manera, con hilo de esparto, como a un pobre caballo destripado. Los testigos garantizan que aquel guiñapo de hombre, el Obispo de Barbastro, se habría derrumbado de dolor sobre el pavimento si no hubiera estado atado al codo de su compañero, que se mantuvo y lo mantuvo en pie, aterrado y mudo.

El Obispo, abrasado de dolor, fue empujado a la plazuela, sin consideración alguna, y conducido al camión de la muerte. «Le obligaron a ir por su propio pie, chorreando sangre». Ante los ojos de los hombres, era un pobre perro escarnecido. Ante los ojos de Dios y de los creyentes, era la imagen ensangrentada y bellísima de un nuevo mártir, en el trance supremo de su inmolación: completaba en su cuerpo lo que le faltaba a la pasión de Cristo.

El heroico prelado, que el día anterior, el 8 de agosto, había terminado una novena al Corazón de Jesús, iba diciendo en voz alta:

-¡Qué noche más hermosa ésta para mí: voy a la casa del Señor!

José Subías, de Salas Bajas, el único sobreviviente de aquellas primeras cárceles de Barbastro, oyó comentar a los mismos ejecutores:

-Se ve que no sabe a dónde lo llevamos.

-Me lleváis a la gloria. Yo os perdono. En el cielo rogaré por vosotros...

-Anda, tocino, date prisa -le decían. y él:

-No, si por más que me hagáis, yo os he de perdonar. Uno de los anarquistas le golpeó la boca con un ladrillo, y le dijo: «Toma la comunión». Extenuado, llegó al lugar de la ejecución, que fue el cementerio de Barbastro. Subió, no por la avenida de los Toreros, donde estaba el hospital, sino por la izquierda, por la calle que lleva hoy su nombre.

Al recibir la descarga, los milicianos le oyeron decir: «Señor, compadécete de mí». Pero el Obispo no murió aún. Lo arrojaron sobre un montón de cadáveres, y después de una hora o dos de agonía atroz, lo remataron de un tiro. «No le dieron el tiro de gracia al principio, -dice Mompel- sino que lo dejaron morir desangrándose, para que sufriera más». Sabemos, por otras fuentes, que «la agonía le arrancaba lamentos». Se le oía decir: «Dios mío, abridme pronto las puertas del cielo». Varios milicianos le oyeron musitar, también: «Señor, no retardéis el momento de mi muerte: dadme fuerzas para resistir hasta el último momento». Y repetía muchas veces «lo de su sangre y el perdón de los demás». Otro testigo le oyó que «ofrecía su sangre por la salvación de su diócesis».

Después de muerto, Mariano C. A. y el Peir lo desnudaron; y El Enterrador le dio a Mariano C. A. los pantalones, que se puso dos días después, «porque estaban en buen uso»; y a José C. S. El Garrilla le dio los zapatos. «Los llevé hasta que se me rompieron», declaró él mismo después de la guerra, antes de ser ejecutado.

Durante varios años se pudieron ver las baldosas ensangrentadas del rastrillo, testigos mudos de aquella salvajada.

El resto de las muertes

La ejecución del Obispo precipitó la de los jóvenes claretianos del salón. Un tal Mariané, del Comité local, se presentó al Rector de los Escolapios, para quejarse de la «libertad» con la que se movían en el salón los detenidos.

-He notado que los misioneros se reúnen, hablan y se comunican con los de fuera, por la ventana. Y rezan también. Y cuando baja el cocinero, todos se acercan y unas veces dan muestras de alegría, y otras de tristeza. Nos sospechamos que tienen armas, y que están tramando alguna.

La medida fue radical: el hermano Vall, que por ser cocinero, y atender a las comidas y despensa desde los Escolapios, había gozado de bastante libertad para salir y entrar, no podría relacionarse más con ellos. No se asomaría por el salón, ni siquiera durante las comidas.

Debió de ser el día 10 de agosto, porque varios testigos apuntan que fue un día especial: se produjo una gran tormenta «de tales características» que la gente piadosa de Barbastro decía: «algo gordo han tenido que hacer los malos, cuando el Señor parece que quiere castigarlos». Parussini anota: «El diez de agosto llovió a cántaros. Pedrisco».

Ese día 10, cuando ya entreveían con bastante claridad la catástrofe a que estaban abocados, Ramón lila escribió una preciosa carta que podría ser digna de cualquier mártir de los tiempos heroicos de la Iglesia:

«Queridísima madre, abuela, recordados hermanos: Con la más grande alegría del alma escribo a ustedes, pues el Señor sabe que no miento: no me cansaría y (lo digo ante el Cielo y la Tierra) les comunico con estas líneas que escribo que el Señor se digna poner en mis manos la palma del martirio; y en ellas envío un ruego por todo testamento: que al recibir estas líneas canten al Señor por el don tan grande y señalado como es el martirio que el Señor se digna concederme.

Llevamos en la cárcel desde el día 20 de julio. Estamos toda la comunidad: 60 individuos justos; hace ocho días fusilaron ya al Rdo. P. Superior y a otros Padres. Felices ellos y los que les seguiremos. Yo no cambiaría la cárcel por el don de hacer milagros; ni el martirio por el apostolado, que era la ilusión de mi vida.

Voy a ser fusilado por ser religioso y miembro del clero, o sea, por seguir las doctrinas de la Iglesia Católica Romana. Gracias sean dadas al Padre por Nuestro Señor Jesucristo... Amén.

Ramón lila, C.M.F(5).

Barbastro, 10, VIII, 1936

Nota: No sé en qué día vamos a ser fusilados: parece que un día de la semana que hoy comienza».

El escrito nos ha llegado en una hoja impresa de Fábrica de chocolates Simón Aznar. La hoja está doblada muchas veces. «Suplico que se remita este original a mi madre: María Salvía, Plaza Mayor 15, Bellvís (Lérida); pero, porque me es incierta la suerte de ellos durante los días de la revolución, agradecería se enviara, bajo otro sobre, a nombre de D. Antonio Monrabá». En el reverso del papel dice: «Dormimos en el suelo, pero muy bien».


Envuelta de chocolate Aznar con el testamento de los jóvenes
claretianos. Esta hoja se encuentra en el Museo de los Mártires
Misioneros de Barbastro.

Ramón lila tenía sólo 22 años y una gran cultura. Dominaba el latín, el griego y el hebreo, y estudiaba a la vez el inglés y el alemán. Retenía en su memoria todo lo que leía. Componía poesías en castellano, latín y catalán, y rezaba -enamorado de la liturgia- sin estar obligado, todas las horas canónicas. Ya en 1934, a raíz de la revolución de Asturias, estudiando en Cervera, en momentos en que muchos estaban con el alma en vilo, él había comentado: «¡Qué lastima! Faltó un pelo de conejo para no ser mártir».

y no era sólo él. Todos los misioneros respiraban, en aquellos momentos, la misma atmósfera martirial. «Nos teníamos por felices -dice Hall- al poder sufrir algo por la causa de Dios; porque nos iban a matar únicamente por ser religiosos y por ser sacerdotes o aspirantes al sacerdocio».

A todos les ofrecieron la libertad, innumerables veces, a cambio de arrancarse la sotana y hacerse «revolucionarios». Pero a uno de ellos se le brindó una oportunidad de oro. Un día se le acercó un miliciano a Salvador Pigem y le dijo:

-¿Tú te llamas Salvador Pigem? -¿Por qué me lo pregunta?

-Porque estando yo de cocinero en el Hotel del Centro de Gerona, recuerdo haber visto allí a un sobrino de los dueños, que quería ser sacerdote, y aquel niño se parecía a ti.

Salvador Pigem era, efectivamente, de Viloví d'Onyar, y tenía parientes en Gerona.

-Soy yo.

-Pues mira, si quieres, te salvaré de la muerte. -¿Me salvará con todos mis compañeros? -No, a ti solo.

-Pues así, no acepto; prefiero ser mártir con ellos.

A las tres y media de la madrugada del 12 de agosto, miércoles, irrumpieron en el salón «unos quince revolucionarios», bien armados. Traían gruesos manojos o rollos de cuerdas ensangrentadas. El portazo, los pisotones en la madera y el vocerío resonaban como detonaciones. Los presos se despertaron sobresaltados. Un dirigente ordenó encender las luces y preguntó áspero:

-A ver, ¿dónde está el Superior?

-Al Padre Superior lo separaron de nosotros antes de sacarnos de nuestra comunidad.

-Está bien. ¡Que bajen aquí los seis más viejos!

Mansamente, sin resistencia ni protestas, fueron bajando del escenario los PP. Nicasio Sierra, de 46 años; José Pavón, de 35; Sebastián Calvo y Pedro Cunill, los dos de 33; el Hermano Gregorio Chirivás, de 56, y el subdiácono Wenceslao Clarís, de 29. El H. Chirivás había pasado varios días indispuesto; pero ya estaba mejor. Al oír que lo llamaban, «dejó todas sus cosas en el banco en que había dormido» -se le había roto la dentadura- y descendió con toda naturalidad, como si acudiese a un acto comunitario, y se puso al lado de sus hermanos. Les ataron las manos a la espalda, uno a uno; y luego, de dos en dos, los amarraron codo con codo.

El P. Pavón buscó con la mirada a los dos sacerdotes que quedaban en el salón. El P. Ortega, que estaba paralizado en el escenario, levantó la mano discretamente sobre ellos, y pronunció la formula sacramental: «Yo os absuelvo de todos vuestros pecados...». El P. Pavón fue paseando su mirada por todos los que quedaban y serenamente, con una sonrisa en los labios, se despidió. Mientras los acababan de atar, el P. Cunill pidió permiso para decir algo. Un miliciano replicó:

-No hay tiempo para nada. ¿Qué quiere usted?

-Como no sabemos adónde nos llevan, ¿nos permitirían coger algún libro, para pasar el tiempo?

Adonde van -le contestó el anarquista- no les faltará nada. Lo tendrán todo.

Se les unió otro sacerdote diocesano, D. Marcelino de Abajo, sacristán de la Catedral y familiar del Obispo ejecutado. Lo ataron con el P. Sebastián Calvo. Los sacaron del salón y les hicieron atravesar la plaza, escoltados por escopeteros. Todavía los pudieron ver desde el salón a través de los ventanales: cruzaban como sombras bajo los árboles del ayuntamiento y se dirigían al camión que los esperaba con los faros encendidos.

Los milicianos hicieron apagar todas las luces del salón y les ordenaron seguir durmiendo. «Pero nosotros -dice Parussini- quedamos terriblemente impresionados, sin poder conciliar el sueño; yo rezaba con otros, en un rincón del escenario; nos preparábamos para el sacrificio de nuestra vida».

Y poco después, «a las cuatro menos siete minutos» -dice Hall- una fuerte descarga de fusilería les anunció la tragedia gloriosa que se acababa de consumar. Ellos creyeron que había sido en el mismo cementerio de Barbastro. Posteriormente se comprobó que fue en uno de los muchos recodos tortuosos de la carretera de Barbastro a Berbegal y Sariñena, cerca del kilómetro tres. Antes de disparar, les ofrecieron por última vez la posibilidad de apostatar, y los remataron, luego, con el tiro de gracia en la sien. Dejaron después que se desangrasen, para que no manchasen de sangre el camión, ni la carretera.

Los ejecutores se iban a abrevar de vino a las torres cercanas, alquerías donde se cosechaba a marchas forzadas, y regresaban a cargar en el camión los cadáveres apelmazados entre las cuerdas y las sotanas, y los transportaban al cementerio, a una fosa; les «echaron cal viva y tierra encima», «unos cuarenta o cincuenta pozales(6) cada vez, de cal y agua».

Muchos de la población que se interesaban por aquellos «desgraciados» «estaban todas las noches escondidos en lugares estratégicos del cementerio para presenciar la sobrecogedora escena, con el objeto de cerciorarse del lugar exacto donde iban sepultando a los diversos grupos y poder después testificarlo, e identificar los cadáveres».

Aquel 12 de agosto fue una jornada de purificación para los claretianos vivos. Los mártires conocían ya su plazo; era un privilegio. Se consideraban, todos, indignos y dichosos. Varios de ellos, Casadevall, Ruiz, Novich, Amorós, recordaban el Padrenuestro rezado en ciertos paseos, durante el noviciado, «para que todos llegasen a ser mártires». Estaban a punto de ver cumplida una profecía. De aquel día poseemos el testimonio directo de Hall y Parussi- ni, que por su condición de extranjeros, fueron excluidos de la matanza; y se reservaron para que fuesen testigos presenciales de los hechos y de sus últimas palabras.

«Cuando el día doce de agosto se llevaron a los seis primeros, nos pusieron aparte a los extranjeros y nos garantizaron que no nos harían nada. Yo no podía creerlo, pues hacía pocos días, el Comité de Barbastro había fusilado a dos extranjeros seglares, por ser los más destacados de las asociaciones católicas...».

A las siete de la mañana, menos de tres horas después de las ejecuciones, se presentó en el salón uno del Comité con varios pistoleros y les tomó el nombre a todos: era la lista negra -dice Parussini- el catálogo martirial de las edades, por el que iban a llamarlos, noche tras noche. Desde aquel momento comenzaron a prepararse, «próxima y fervorosamente», para la muerte.

«Nos confesamos todos por última vez, y se puede decir que pasamos el día rezando y meditando. Todos estábamos resignados a la divina voluntad y contentos de estar sufriendo algo por la causa de Dios». Muchos se pidieron mutuamente perdón por sus faltas; se besaban los pies y se daban un abrazo. Todos hicieron constar que «perdonaban a sus verdugos» y se comprometieron a rogar por ellos en el cielo.

«Pasamos el día en religioso silencio -escribió Faustino Pérez- y preparándonos para morir mañana; sólo el murmullo santo de las oraciones se deja sentir en esta sala, testigo de nuestras duras angustias. Si hablamos es para animarnos a morir como mártires; si rezamos, es para perdonar...¡Sálvalos, Señor, que no saben lo que hacen!...».

Para la Congregación de Misioneros del Corazón de María, a la que pertenecían, guardaron su último beso. Hall les pidió un recuerdo para Ilevárselo personalmente al P. General y, a través de él, a toda la Congregación. Los futuros mártires se resistieron en principio, temiendo hasta la sombra de una vanidad infiltrada; hasta que se les garantizó que se trataba sólo de un recuerdo familiar. Tomaron entonces un pañuelo que había sido del P. Nicasio Sierra, fusilado pocas horas antes, por odio a la fe, lo besaron y se lo pasaron, uno a uno, por su frente, como obreros cansados y sufridos, diciendo: «Sea éste el beso que doy a la Congregación querida al tener la dicha de morir en su seno».

«Me creo en la obligación de decir -constata Hall- que aquellos a quienes pedí algún recuerdo, lo hicieron con la condición expresa de conservarlo como un recuerdo de compañeros de estudio y de cárcel, o con la de mandarlo a la familia respectiva, para que les sirviese de consuelo... Muchos, ni aun así dejaron cosa alguna». Otros, en cambio, se hacían con algún objeto que había sido de los seis fusilados últimos, y decían:

-Mire, si puede y le libran, llévese esto que fue del P.tal... fusilado esta mañana, y con el tiempo podrá servir de reliquia, si la Santa Madre Iglesia llega a reconocerlos por Mártires, pues nosotros creemos que delante de Dios lo son».

Aquel día, el doce, por la tarde, profesaron perpetuamente (sub conditione, bajo condición: «si habían sido aprobados»), los estudiantes José Amorós, de Puebla Larga, Valencia, hijo de ferroviarios; y Esteban Casadevall, el más tentado contra la castidad. El P. Secundino Ortega les tomó la profesión. Y redactaron el documento, y varios firmaron como testigos. Rafael Briega, que sabía bastante chino, le dijo a Hall:

-Hágale saber al P. José Fogued (Administrador Apostólico de Tonkin) que ya no puedo ir a China, como siempre he deseado, ofrezco gustoso mi sangre por aquellas misiones y desde el cielo rogaré por ellas.

Los cuarenta misioneros redactaron su despedida oficial y la firmaron, uno a uno, para que los estudiantes argentinos Hall y Parussini, si se salvaban realmente, la hicieran llegar a la Congregación. La letra es del indómito Faustino Pérez, que es el primero en firmar, y el último en despedirse. Usaron un modesto envoltorio de chocolate por el envés y la cara. Valdría la pena que un grafólogo serio estudiase los trazos de cada uno y nos dijese cómo estaba el ánimo de aquellos condenados a muerte, a pocas horas de su ejecución.

El reloj de la catedral dio las doce. Se abrieron repentinamente las puertas del salón para dejar paso a unos veinte milicianos armados y provistos de abundantes cuerdas, «teñidas aún en sangre de otros mártires». A una orden suya se levantaron los que dormían. Se encendieron las bombillas.

Los milicianos se desplegaron cautelosamente por todos los ángulos, fusil en mano. Era el principio del fin.

-¡Atención! -gritó una voz. Era Mariano Abad, el Enterrador, famoso por sus salvajadas. Solía decir que si los ejecutados no llegaban a veinte, no merecía la pena el paseo o la faena.

-¡Atención! ¡Que bajen los que tengan más de veintiséis años!

No se movió nadie.

Mariano Abad repitió, áspero, la orden. -¡Los que pasen de veinticinco!

Tampoco había nadie de tanta edad. Mariano Abad se enfureció.

-¡Que se enciendan todas las luces!

Sacó una lista y, como apenas sabía leer, se la dio a otro miliciano mucho más joven, que leyó con voz de hierro: -¡Secundino Ortega!

El P. Ortega se levantó; saltó del escenario. «¡Presente!» y se fue a ocupar su «puesto».

Iban bajando, ágiles y decididos, como para recibir una condecoración, y se colocaban en fila junto a la pared. Los milicianos les ataban las manos a la espalda y, luego, de dos en dos, les ligaban los brazos, para impedir cualquier intento de fuga. «Aquellos rostros -dice Parussini- tenían en aquel momento algo de sobrenatural que no se puede describir». «Ninguno desfalleció ni mostró cobardía», asegura Hall.

En el momento de salir, Juan Echarri se volvió hacia los que quedaban y les gritó:

-¡Adiós, hermanos, hasta el cielo!

Algunos de los claretianos les respondieron. Se produjo un alboroto entre los guardias, que tenían, al parecer, prisa. Cortaron en seco las efusiones con una aclaración sardónica:

-Vosotros, los que quedáis, tenéis un día entero para comer, reír, divertiros, bailar, hacer todo lo que queráis: aprovechad lo bien, que mañana, a esta misma hora, vendremos a buscaros como a éstos, y os daremos un paseíto a la fresca, hasta el cementerio. Y ahora, a apagar las luces y a dormir.

Los veinte misioneros cruzaron la plaza, donde se arremolinaba una multitud efervescente. Los presos se dirigieron al camión. Había un escaño o banquillo al pie de la trasera de la plataforma. Apenas subidos, se oyó el ruido del motor. Un anciano guardia civil que los acompañaba en aquel último viaje, Felipe Zalama, tomó la iniciativa y levantó la voz:

-¡Viva Cristo Rey!

-¡Viva...!

¡Más fuerte, muchachos! ¡Viva Cristo Rey!

Se repitieron las aclamaciones varias veces. Alternaron los cánticos. Los guardias armados, enfurecidos, les golpeaban con las culatas de los fusiles, para silenciarlos. El camión enfiló, primero el Coso, luego la carretera de Huesca; se ladeó luego hacia la de Sariñena y Berbegal, por la que trepó y fue doblando, entre curvas y vaivenes, hasta unos doscientos metros del kilómetro tres, donde se detuvo. Delante y detrás del camión iban varios coches, con los dirigentes y ejecutores.

«Los tiraron del camión de dos en dos», atropelladamente. Y los empujaron hacia el ribazo, de espaldas al monasterio de El Pueyo. Se oían crepitar los grillos, intermitentemente, con su indiferencia telúrica. Un testigo presencial vio a los claretianos de rodillas junto a la tierra hinchada y con los brazos en cruz, como podían. Varios focos de luz convergían sobre ellos y sus sotanas. Con los fusiles apuntándoles, se levantó el vozarrón de Mariano Abad:

-Aún tenéis tiempo. ¿Queréis venir con nosotros a luchar contra los fascistas?

-¡Viva Cristo Rey!

-¡Gritad, al menos ¡Viva la revolución!

-¡Viva Cristo Rey!

Se oyó una descarga terrible, en la noche. Era la una menos veinte de la mañana del trece de agosto. Poco después, se oyeron los tiros de gracia, uno a uno. «Por los tiros finales conocíamos el número» -decía luego un campesino de la torre la Jaqueta. Los misioneros del salón oyeron perfectamente las detonaciones, y los tiros últimos. «Todos estábamos rezando por nuestros hermanos, -dice Hall- pidiendo su perseverancia hasta el fin, como en la noche anterior. Hubo dos que comenzaron una parte del santo rosario, meditando los misterios de dolor, y al oír los disparos, cambiaron a los misterios de gloria. Otro llegó a rezar veinte veces el Magnificat, antes de las descargas: uno por cada hermano que iba a ser fusilado. Se puede seguir así, cronológicamente, la trayectoria del camión y el tiempo exacto que tardaron en llegar».

Había, no lejos de allí, cuatro campesinos de Costean, que estaban cosechando en la torre la Jaqueta de Antonio Pueyo Coscojuela: los dos Santaliestra, José -que aún vive, en Costean- y Francisco, fallecido ya; Joaquín Pana, muerto en 1985; y, por supuesto, Antonio Pueyo, el dueño, que vive en Barbastro. Los cuatro eran cristianos convencidos y solían ir a misa, en Barbastro, a la iglesia de los Misioneros Claretianos. Antonio Pueyo aclara, siempre:

«El día trece no mataron aún en nuestra finca, sino un poco más arriba, en una tierra del ayuntamiento de Barbastro, donde echan las basuras y las queman. Y aquella mañana llevaron el camión a las Paúlas, para lavar la sangre». Los campesinos estaban ya acostados, aquella noche, y no se atrevían ni a levantarse. «Estábamos aterrorizados por los fusilamientos cercanos». Temían que «fuesen también a por ellos». «Da horror», le decían al dueño. «Miaja(7) bien estamos aquí». Pueyo les pidió a sus trabajadores: «Si vienen, por lo que más queráis, no les digáis que yo soy el amo». Habían observado cómo los milicianos hacían virar los dos vehículos y juntaban los faros. Oyeron sus gritos y los de los misioneros. Al fin, cuando vieron que venían a su torre, Pueyo les dijo: «Andad, dadles de beber, lo que quieran». Abrieron el portalón e hicieron pasar a los milicianos.


Antonio Pueyo,uno de los téstigos junto al autor
de este reportaje en el monumento erigido en el
lugar de los fusilamientos.

Mientras bebían vino, los milicianos lo contaban todo, jactándose, entre bromas y palabrotas. Los fusilados del día trece eran los misioneros, veinte misioneros. Les explicaron a los campesinos que los «dejaban en tierra una hora o más, para que se desangraran y no dejaran rastro por el camino, ni embadurnaran el camión». Allí, en aquel rincón de tierra empapada de sangre encontraron, a la mañana siguiente, estampetas, libros, y algún zapato de los misioneros.

Luis Befaluy, vecino también de Costean, al pasar por aquel lugar tétrico y glorioso, conduciendo un camión en compañía de el Trucho, recogió de él este comentario espontáneo -El Trucho señalaba el lugar exacto, ocupado hoy por una cruz severa:

-Ahí fusilamos a los misioneros. Se pusieron allí de rodillas, y con los brazos en cruz, y gritaban: «¡Viva Cristo Rey! ». Así recibieron la descarga.

En una torre cercana, a unos cuatrocientos metros del lugar de la ejecución, otra familia, la de los Iglesias Sopena, que «estaban durmiendo al aire libre, por el gran calor, encima de la paja de la era, bajo la carrasca», que aún está, «oyeron el ruido de los vehículos, el camión de la muerte y unos cinco coches que iluminaban la carretera». «Venían de Barbastro -dice Manuel- disparando tiros». El perro de la torre empezó a ladrar. «Había muchos ejecutores; yo creo que entre treinta y cuarenta. Se oían las voces: jA descargar a los presos! ¡venga, bajad!"». «Fue la primera noche que se mató en aquellos lugares. Los presos venían en el camión, atados». «Recuerdo perfectamente que los misioneros gritaban: "¡Viva Cristo Rey!"». «Después de fusilarlos, los remataban con una pistola. Se oían los gritos de los mártires, que eran chicos jóvenes, y se lamentaban al morir».

Por encima de la torre se oían silbar las balas. «Vimos las luces de los vehículos. Ponían a los mártires en una fila, en el borde de la cuneta derecha de la carretera, bajando. En la izquierda se apostaron los milicianos». Disparaban de cara a El Pueyo.

-¡Ojo cómo se tira! -decía un dirigente.

«El camión marchó hacia abajo, por la vaguada ancha, y dio la vuelta. Lo pusieron de cara a Barbastro y empezaron a cargar a los mártires».

-¡Venga, que este tío pesa! -decía uno. -¡Mira, éste aún respira; así se joderá!

«A la mañana siguiente vinieron del Comité a tapar la sangre de la carretera. Nos dijeron que había trozos de sesos y sangreras». Echaron tierra con una media luna de carreteros. Los cadáveres fueron trasladados al cementerio de Barbastro, y arrojados en una zanja común que se obligó a abrir a los gitanos. Allí se descubrieron, años más tarde, y se identificaron, uno a uno, gracias al número de ropa personal que llevaban puesto y que coincidía con la lista con que el hermano sastre, en una comunidad numerosa, sabía las correspondencias, para pasar semanalmente la muda, y que se conservaron fielmente.

Entre la una y media y las dos «vinieron al salón unos milicianos para avisar» a los seminaristas argentinos, Pablo Hall y Atilio Parussini «que estuviesen preparados», que irían a buscarlos en auto y los llevarían a Barcelona. «El tiempo que quedaba de cárcel lo empleamos en rezar y en despedirnos de los 20 últimos hermanos nuestros. Con lágrimas en los ojos, y con mucha envidia, con amor y respeto, besamos aquellas manos y aquellas frentes que pronto serían premiadas con la más rica diadema del mundo: el martirio».

«Estábamos emocionadísimos, pero ellos estaban muy animados, con el ejemplo de los anteriores, y nos aseguraron que irían todo el camino cantando y dando "vivas" a Cristo Rey, al Corazón de María, a la religión Católica y al Papa». «Nos dijeron que cantarían el "Jesús ya sabes..." y el "Firme la voz, serena la mirada...", que sotto voce habíamos cantado y repetido en la cárcel».

-¡Qué pobres infelices son ustedes! -les dijo Ramón Illa a los argentinos- ¡No poder morir mártires por nuestro Señor!

No morirían mártires, pero serían testigos oculares de aquella grandiosa hecatombe de claretianos hasta el día trece de agosto. Ellos fueron los emisarios providenciales, correos vivos que transmitieron a toda la Congregación los hechos por dentro, y la última voluntad de los mártires.

A las cinco y media de la mañana los sacaron de la cárcel. A las seis subían al tren. Entre otras cosas, salvaron la Ofrenda última, con la firma de los últimos cuarenta mártires de las dos últimas sacas. Se la entregaron en Barcelona al P. Carlos Catá, misionero huido; con quien se tropezaron providencialmente.

En el salón, los 20 últimos misioneros estaban convencidos de que el 13 era su último día en esta tierra. Se creye- ron en el deber de dejar su testamento:

«Querida Congregación: Anteayer, día 11, murieron, con la generosidad con que mueren los mártires, seis de nuestros hermanos; hoy, 13, han alcanzado la palma de la victoria veinte/ y mañana/ catorce/ esperamos morir los veintiuno restantes. iGloria a Dios! íGloria a Díos! íY qué nobles y heroicos se están portando tus hijos, Congregación querida! Pasamos el día animándonos para el martirio y rezando por nuestros enemigos y por nuestro querido Instituto. Cuando llega el momento de designar las víctimas hay en todos serenidad santa y ansia de oír el nombre para adelantar y ponernos en las filas de los elegidos; esperamos el momento con generosa impaciencia, y cuando ha llegado, hemos visto a unos besar los cordeles con que los ataban, y a otros dirigir palabras de perdón a la turba armada: cuando van en el camión hacia el cementerio, les oímos gritar "¡Viva Cristo Rey!". Responde el populacho rabioso: "¡Muera! ¡Muera!", pero nada los intimida. ¡Son tus hijos, Congregación querida, éstos que entre pistolas y fusiles se atreven a gritar serenos cuando van hacia el cementerio "¡Viva Cristo Rey!". Mañana iremos los restantes y ya tenemos la consigna de aclamar, aunque suenen los disparos, al Corazón de nuestra Madre, a Cristo Rey, a la Iglesia Católica y a ti, Madre común de todos nosotros. Me dicen mis compañeros que yo inicie los ¡vivas! y que ellos ya responderán. Yo gritaré con toda la fuerza de mis pulmones, y en nuestros clamores entusiastas adivina tú, Congregación querida, el amor que te tenemos, pues te llevamos en nuestros recuerdos hasta estas regiones de dolor y de muerte.

"Morimos todos contentos sin que nadie sienta desmayos ni pesares; morimos todos rogando a Dios que la sangre que caiga de nuestras heridas no sea sangre vengadora, sino sangre que entrando roja y viva por tus venas, estimule tu desarrollo y expansión por todo el mundo. ¡Adiós querida Congregación! Tus hijos, Mártires de Barbastro, te saludan desde la prisión y te ofrecen sus dolores y angustias en holocausto expiatorio por nuestras deficiencias y en testimonio de nuestro amor fiel, generoso y perpetuo. Los Mártires de mañana, catorce, recuerdan que mueren en vísperas de la Asunción; jY qué recuerdo éste! Morimos por llevar la sotana y moriremos precisamente en el mismo día en que nos la impusieron".

”Los Mártires de Barbastro, y en nombre de todos, el último y más indigno, Faustino Pérez, C.M.F.".

¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Corazón de María! ¡Viva la Congregación! Adiós, querido Instituto. Vamos al cielo a rogar por ti. ¡Adiós, adiós!».

La muerte no llegó en la madrugada del 14, como les habían anunciado. Vivieron los misioneros una noche de sobresalto y de plegarias, capaz de destrozar los nervios al más templado. Su ejecución, su día, se trasladaba al sábado, día de la Asunción. Así lo creyeron definitivamente, porque nunca se fusilaba de día.

Sobre la medianoche del 14 al 15 estalló el griterío en la plaza. Llegaba el camión de las ejecuciones. Todos los testigos coinciden en la fecha y en los detalles. El carcelero del ayuntamiento, Andrés Soler, nos ha transmitido la liturgia que precedía y seguía cada una de aquellas masacres:

«Todas las noches que había saca de presos, antes y r después de las ejecuciones, se reunían los milicianos a beber cerveza en la galería de la cárcel que da al río Vero, y comentaban los incidentes».

Un joven carnicero, de 19 años, Mariano Lagüéns, tuvo que ir a los Escolapios, aquella noche, a trocear cuatro o cinco corderos. Dios permitió que fuese, también, testigo de la escena: un grupo de escopeteros irrumpió en el salón. Los misioneros se incorporaron. Los milicianos llevaban, como la antevíspera, cuerdas ensangrentadas. El cajero Torrente, que los capitaneaba, llamó a los misioneros por la lista. Leída la lista negra, en el salón, Torrente les preguntó, mientras revolvía un lío de cuerdas enrojecidas:

-¿A dónde queréis ir: al frente, a luchar contra el fascismo o a ser fusilados?

Se hizo un silencio espeso. Ir al frente era un eufemismo, todos lo sabían: significaba renegar de su fe y de su condición religiosa.

-Preferimos morir por Dios y por España.

Los ataron tan fuertemente, con alambres y torniquetes -dice un testigo presencial- que les saltaba la sangre de las muñecas y las manos. Y las cuerdas se volvían a empapar. Ninguno de ellos se quejó. Los amarraron de dos en dos, por los codos. Tropezaban al subir las escaleras y al pasar la puerta y salir a la plaza. En ella se les juntaron tres sacerdotes de Barbastro, atados también: D. Vicente Salanova, D. Mariano Albás y D. Vicente Artiga. Artiga iba chorreando sangre por la mandíbula derecha. La gente de la plaza estaba sobrecogida, al verlos tan jóvenes. El camión estaba custodiado estratégicamente: junto a la cabina, un miliciano pistola en mano, que no dejaría de apuntarles en todo el viaje; en los ángulos de la plataforma, otros con escopeta.

Antes de subir, Mariano Abad los detuvo y les brindó otra oportunidad:

-Os vaya proponer un trato; no creáis que os engaño. Si venís a luchar contra los fascistas y renunciáis a vuestra religión, os perdonamos la vida.

Nadie contestó. El Enterrador volvió a insistir. Y, al fin, al ver que nadie se movía, estalló entre blasfemias:

-¡Qué lástima que estos hombres tan bragados no vengan a luchar con nosotros! Se han acabado las contemplaciones. ¡Que no se vuelva a repetir lo del grito de ¡Viva Cristo Rey! Como lo vuelva a oír, os machacaremos la cabeza.

Al ir en parejas, no era difícil romper el equilibrio, al subir al camión. Manos de hierro los sujetaban por los lados, y los empujaban hacia aquella caja espantosa, que resonaba como un inmenso ataúd. Caían de cualquier manera, en montón. Tenían que avanzar luego hacia la nuca de la cabina, para dejar paso a los que seguían. Poco a poco, a empujones, entraron los últimos. Los milicianos alzaron la zaga del camión y lo acerrojaron. Mariano Abad dio la orden de arrancar. Al iniciarse la bajada por el Rollo, hoy calle de la Academia Cerbuna, se oyó un grito en el camión, que trepanó la noche, la voz de Faustino Pérez:

-¡Viva Cristo Rey!

Los veinte misioneros y los tres sacerdotes diocesanos, carearon:

-¡Viva Cristo Rey!

Mariano Abad ordenó al chófer parar el vehículo. Se encaramó a la plataforma del camión y «golpeó a los misioneros con la culata de un fusil». Los golpes se hundieron en el cráneo de Faustino. Otro de los seminaristas se lamentó en catalán:

-Mare meva!

A la bajada del Rollo, los vivas, los gritos y las amenazas convirtieron la calle en una algarabía ensordecedora.

-¡Viva el Corazón de María!

-¡Viva la Asunción! ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Papa!

El camión, con aquella sagrada carga, descendió hasta el Coso y se dirigió a la carretera de Sariñena. A poco de pasar el kilómetro 3, ente curvas retorcidas, baches y repechos, apareció el hondo valle de San Miguel, desolador. La carretera, antes de cruzarlo, formaba un ángulo recto, cuyo vértice se apoyaba en un estrecho ribazo; era la finca de Pueyo, el Val Martín.

«Los echaron al suelo como fardos». El automóvil de los dirigentes, con los faros levantados, iluminaba aquella escena dantesca. Los misioneros trataban de incorporarse, de abrir los brazos en cruz, arrodillados, repitiendo sus jaculatorias y su perdón.

El grito de «¡Viva la Asunción!» lo oyeron, desde su torre jaqueta, Antonio Pueyo y sus tres compañeros de siega. No lo olvidaron nunca. Antonio estaba subido a las falsas, asomado en el ancho ventanal, a menos de doscientos metros de la escena de los fusilamientos, digna de Goya. Oyó y vio los golpes, la caída en masa como «sacos o costales» de los claretianos sobre aquella tierra suya, junto a la carretera.

Le llegaban y Ilagaban los gritos de los anarquistas y los últimos vivas de los seminaristas. Oyó también la última oferta de El Enterrador. Crepitaron los fusiles. El grupo de ajusticiados se derrumbó. Nuevas descargas, cerradas, para sofocar los últimos gritos, apagados. «Desde que bajaron del camión hasta que murieron -dice un testigo- no dejaron de rezar jaculatorias». Y poco después, los tiros de gracia. Se conocía así, matemáticamente, hasta de lejos, el número exacto de mártires de aquella noche.

«Murieron firmes en la idea; y aun después de fusilados, entre los últimos estertores, decían aspiraciones y continuaban con el crucifijo en la mano, hasta que a la fuerza se lo quitaban. Otros llevaban el rosario».

Al día siguiente, varios campesinos se acercaron al ribazo empapado, y vieron restos de los misioneros, revueltos entre la tierra y la sangre: armazones, varillas y cristales rotos de sus lentes, rosarios, escapularios medio deshechos, sucios de sangre, trozos de ropa, astillas, casquillos metálicos, medallas...

Antonio Pueyo encontró una cartera y, en ella, una estampa con un nombre al dorso: «Sebastián Riera, C.M.F». Salvador Fajarnés oyó decir -luego- en el Comité que «los jóvenes (seminaristas) se hubieran podido salvar, todos, dejando la sotana y renegando de su fe».

«Un día de aquellos, -dice Luis Iglesias Sopena, en 1992- pasamos con carros cargados de trigo, y la primera de las caballerías, que era muy buen caballo, al llegar al sitio y oler la sangre humana reciente -hacía sólo cinco horas que habían fusilado a los misioneros- no quería pasar, como espantada. Se quería volver atrás. Le tuve que pegar con el ramal».

El 18 de agosto, martes, caían en el mismo lugar, los dos últimos seminaristas, Jaime Falgarona y Atanasio Vidaurreta, que completaron la corona gloriosa de los cincuenta y un mártires misioneros claretianos de Barbastro. Habían estado, como enfermos, junto con el Hermano Joaquín Muñoz, en el hospital, desde la tarde del 20 de julio. Los médicos alargaron su permanencia lo que pudieron, porque sabían que estaban condenados. Al fin, el 15 de agosto, por la tarde, les dieron de alta y fueron a ocupar una celda en la cárcel. El H. Muñoz se pasaba el día rezando rosarios. Al verlo tan achacoso, herniado, el día de la ejecución, dijeron en voz alta dos milicianos:

-¿Qué vamos a hacer con este trasto? y lo apartaron.

Falgarona y Vidaurreta rindieron sus vidas bajo los faros cegadores, en el mismo lugar que sus hermanos. Antonio Pueyo lo confirmó, porque se lo dijo Florencio Salamero, el hijo de la muda, del Comité Antifascista de Barbastro. Francisco Santaliestra Carrera, de Costean, y testigo ocular de las matanzas, da un detalle espeluznante:

«Un día, fusilaron a tres y estuvieron los cadáveres hasta las ocho de la mañana. Quedó un rastro grande de sangre, tan grande que hicieron venir a uno para que picase la tierra». «La cruz que han levantado luego -el monumento a los mártires- está, exactamente, en el sitio en que estuvo la sangre».


La prensa internacional se hizo eco rápidamente de la
masacre, en la imágen el periódico vaticano El
Observatore Romano del 29 de Agosto de 1936.

EL MUSEO

En Barbastro existe un museo dedicado a los Mártires Misioneros donde se encuentran los restos y recuerdos de los 51 claretianos asesinados. Es especialmente impresionante la cripta con los restos óseos donde se pueden apreciar los agujeros de balas en los cráneos. También encontraremos en este museo objetos y recuerdos de la GCE en Barbastro así como tres salas anexas dedicadas a San Antonio María Claret y a la Congregación Claretiana.

Es posible visitar el museo de Martes a Domingo (cerrado los Lunes) con horario de 10 a 13 por las mañanas y de 16 a 20 por las tardes.

Su dirección es c/. Conde, 4 22300 Barbastro y el Tlf. 974-311146.


Entrada al Museo


La Cripta con los restos de los Misioneros.


Notas

  1. Art. 394 del Apéndice 1 del Reglamento para el Reclutamiento..., de 29 de marzo de 1924.
  2. Padre.
  3. La primera columna en llegar a Barbastro fué la 3ª llamada también Ascaso que se dirigió hacia el frente de Huesca, anteriormente habían partido desde Barcelona hacia la conquista de Zaragoza la 1º (Durruti) y la 2ª (Ortiz), luego llegarían las del POUM, Aguiluchos de la FAI, Roja y Negra, Comunistas, Catalanistas, etc.
  4. Solidaridad Obrera, periódico anarquista editado en Barcelona por la CNT-FAI.
  5. CMF, abreviatura de Cordis María Filium o Hijos del Corazón de María
  6. Cubos, en aragonés.
  7. Poco, en aragonés



Título

Autor
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Fecha de publicación
Última actualización
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Si quieres saber mas


Sangre Inocente
Los Martires Misioneros de Barbastro
Gabriel Campo Villegas
-
Abril 2002
-
16
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2 comentarios:

Ramón Arias Pérez dijo...

emotivo, pero con muy pocas fuentes.
Un saludo

M.A. dijo...

Conocí y traté varioa años al autor que falleció hace poco. Puede pedir libros en la dirección apuntada.

Saludos