Victoria Gillick
A lo largo de los años, he ido aquilatando un gran respeto por la figura de San Josemaría, Fundador del Opus Dei. Las biografías que conozco le describen como una persona santa y decidida, de fuerte personalidad, que no dudó en acometer proyectos que parecían “imposibles humanos” por amor a Jesucristo.
De alguna forma, me siento identificada en esa actitud valiente de Josemaría Escrivá. Con frecuencia, en mi tarea como conferenciante y activista a favor de la institución familiar he sentido que los medios que podía emplear eran claramente desproporcionados para los objetivos que pretendía; y también, gracias a Dios, a los logros que de esos esfuerzos se derivaban. Obviamente, no pretendo compararme con el Fundador del Opus Dei, al que la Iglesia venera en los altares, pues únicamente me considero una corriente madre de familia inglesa, que solo ha buscado defender a sus hijos y conseguir sacarlos adelante. Pero también en eso me parece descubrir un paralelismo con el Padre, como le llaman tantos miles de personas en todo el mundo, porque frecuentemente tuvo que emplearse a fondo para defender a sus hijos. Unas veces —según me cuentan—, con una honda catequesis por muchos países para ofrecerles alimento espiritual, ante el espectacular avance de ideologías anticristianas; otras, defendiendo la libertad de expresión de un hijo suyo, al que se le negaba su derecho a intervenir en la vida pública; y, siempre, en el ejercicio de una paternidad que tenía mucho de humana, quizá porque era muy sobrenatural.
"Las semillas que al principio parecen minúsculas se revelan años más tarde como árboles de una fecundidad asombrosa" |
Esta actitud me recuerda un episodio concreto. A mediados de octubre de 1985, mi marido Gordon y yo salíamos de la Cámara de los Lores amargamente decepcionados por haber perdido —tras cinco años de duro esfuerzo— el último asalto de nuestra batalla legal contra el Ministerio de la Salud y su política de suministrar secretamente píldoras anticonceptivas a las colegialas. Nos encontramos con un hombre que daba saltos de alegría y alegaba que habíamos ganado. “¿De verdad?”, le dije deprimida y sorprendida por una conducta que juzgaba muy extraña. Pero aquel hombre no se inmutó: nos hizo ver que nuestro caso había dejado huella en la opinión pública británica; había hecho historia, aunque nosotros no lo viésemos en ese momento. Como tantas cosas que se siembran, nuestros esfuerzos tenían que desaparecer de la vista y abonar calladamente el campo antes de dar fruto; así, las semillas que al principio parecen minúsculas se revelan años más tarde como árboles de una fecundidad asombrosa. Creo que esa misma experiencia le aconteció a San Josemaría en varias ocasiones.
En sus escritos valora mucho la madurez humana que se forja en el trabajo profesional, en la contradicción o en el dolor. Ese esfuerzo por crecer en la virtud, un aspecto que se palpa en todos sus libros, es algo con lo que ahora puedo identificarme fácilmente, aunque no lo comprendía o no lo valoraba completamente en mi juventud. Por ejemplo, mientras luchaba en la defensa de la familia por los vericuetos judiciales y de la política social del Reino Unido, nunca pensé que ese esfuerzo me llevaría a un crecimiento personal; y sin embargo, así fue. La escasez de recursos económicos, las continuas reuniones y relaciones con todo tipo de personas y la dedicación urgente e intensa para solucionar ese problema fueron los apoyos para crecer más plenamente en lo humano. Mi marido y yo aprendimos a superar todas las dificultades que suponía esa batalla legal. Aprendimos a querernos aún más el uno al otro, y fuimos descubriendo también la maravilla de nuestro matrimonio y de la familia que queríamos formar. Añoro, por ejemplo, el paseo que di con Gordon desde la iglesia hasta nuestra casa, después de la boda, cuando los invitados se olvidaron de nosotros y huyeron para refugiarse de la intensa lluvia que caía. Hubiera podido ser un desastre, pero en vez de eso fue una oportunidad maravillosa pasar unos momentos preciosos los dos juntos.
Otro aspecto que aprendí de San Josemaría fue su tenacidad y alegría en medio de las dificultades; el no perder la calma, aun en medio de las críticas. Durante los años setenta se estableció firmemente en Gran Bretaña una mentalidad contraría a la vida; y ello gracias a los misántropos fanáticos de la “superpoblación”, firmemente asentados en el gobierno; a determinados círculos médicos, y a la actividad de algunos medios de comunicación, todos los cuales atacaban feroz y persistentemente el concepto mismo de maternidad. Se sometía a las jóvenes parejas recién casadas a una feroz presión social para que utilizasen productos químicos y todo tipo de dispositivos para que limitásemos nuestras familias a uno o, como máximo, dos hijos.
Recuerdo la cantidad de reproches nada velados que recibí por parte de médicos —e incluso por parte de extraños en la calle— que veían mis sucesivos embarazos como una irresponsabilidad malvada y egoísta. Gordon y yo sabíamos en el fondo de nuestros corazones —y nunca dudamos ni por un momento de ello— que esta actitud abierta a la vida dentro de nuestro matrimonio, acogiendo a los diez hijos que Dios quiso enviarnos, era la única opción correcta y buena; y no solo para nosotros y nuestros hijos, sino en último extremo para nuestra sociedad, tan tristemente equivocada. Entonces pensaba, y hoy estoy aún más convencida de ello, que vivir con fidelidad la doctrina de la Iglesia y secundar los planes divinos en relación a la generación humana nos acerca verdaderamente a Dios, y a través de Él, a los demás. Entre mis amistades descubro ahora que muchos de los hijos de San Josemaría han sacado adelante una familia numerosa, con similares quebraderos de cabeza, pero también con idénticas alegrías. Creo que es crucialmente importante adquirir una sólida formación en la Fe que profesamos y en la habilidad de explicar esa Fe a nuestros hijos conforme van madurando. Por eso me gustaría invitarles a valorar y agradecer esos medios de formación que la Obra pone tan a su alcance.
La necesidad fue, para mis hijos, el origen de una fuerte unidad en la familia. Especialmente lo noté cuando nacieron nuestros gemelos Theodore y James. Recuerdo que, alguna vez, preguntaba en voz alta: “¿quién me ayuda a dar de comer a los pequeños?”. Inmediatamente, un coro de voces acogía con entusiasmo la petición. Sentados los dos candidatos en cada extremo del sofá, con un gemelo cada uno, daban cuidadosamente el biberón a los dos, mientras yo podía dedicarme a otras tareas del hogar. Nunca fallaron en ese cometido, y fue una experiencia que sirvió para unirles muy estrechamente a sus hermanos.
Procuramos bautizar a los niños a las pocas semanas de su nacimiento para ayudarles a estirar tempranamente sus alas espirituales. En esos mismos años —otra coincidencia más—, el Padre desarrollaba su amplia catequesis por todo el mundo, e insistía a los padres y madres de familia en la responsabilidad de bautizar pronto a los hijos. Es natural que un buen pastor trate de aportar luces sobre las verdades de fe que caen en el olvido, pero esta sintonía con mi propia vida me da mucho ánimo y me hace admirarle aún más.
Aunque había conocido a varias personas del Opus Dei en Inglaterra, solo después de publicar la edición castellana de Relato de una madre (Madrid 1986), tuve la oportunidad de conocer a algunos miembros españoles de la Obra. Fue a través de Gonzalo Herranz, catedrático de medicina de la Universidad de Navarra, que tradujo el libro al castellano. Este profesor tuvo la atención de invitarme a España a dar algunas conferencias; y a partir de ahí fui conociendo a muchas otras personas del Opus Dei que estaban implicadas en el movimiento español pro-vida y fui descubriendo el espíritu que vivían. Hacía años que su Fundador había fallecido, pero comprobé que sus hijos siempre estaban dispuestos a hablarme de él.
Visité España cinco veces entre 1990 y 1992, dando charlas a cientos de padres y estudiantes de centros docentes dirigidos por miembros del Opus Dei. Me impresionaron y gustaron especialmente los colegios situados en las zonas más desfavorecidas, en los que era evidente que el Opus Dei no había escatimado nada para crear un entorno bello y tranquilo para la enseñanza de aquellos jóvenes con menos oportunidades.
También he sabido después que era muy abundante la correspondencia de San Josemaría con gentes de toda clase y condición. Según he leído, sus cartas ayudaban siempre a elevar los ojos hacia lo sobrenatural, y prestaban al destinatario el consuelo del que estaba necesitado. Me gustó especialmente la respuesta que —según me contaron— dio a una periodista rodhesiana (de Zimbabwe) cuando le agradeció la ayuda espiritual que sus escritos le habían proporcionado: “Las gracias dáselas a Dios. A mi, no. Dios escribe una carta, la mete dentro de un sobre. La carta se saca del sobre y el sobre se tira a la basura”. Esta humilde declaración me lleva a desear que mi correspondencia con cientos de personas en las dos últimas décadas pueda haber servido, en ocasiones, como cauce para que el amor de Dios entrara de nuevo en nuestro mundo.
Ha pasado el tiempo y mis hijos ya se han hecho mayores; algunos están casados, y ya abundan los nietos. Me da mucha alegría ver que todos han sido bendecidos con dones de creatividad, de una u otra forma, como pintores, escultores, ilustradores, diseñadores de teatro o de interiores, actores, arquitectos y diseñadores de muebles. La hija más pequeña ha descubierto su aptitud para la medicina y se está preparando para ser enfermera. James recibió hace un tiempo el encargo de pintar un cuadro para el retablo de un oratorio de un Centro del Opus Dei, en Londres, y se le pidió que incorporase un retrato de San Josemaría. Estoy segura de que a mi hijo le alegrará ver esto como una pequeña aportación de mi familia en agradecimiento a Dios por haber dado al mundo a Josemaría Escrivá, padre de una familia tan buena y numerosa.
(Publicado en: Alfonso Méndiz y Juan Ángel Brage, Un amor siempre joven. Enseñanzas de San Josemaría Escrivá sobre la familia. Palabra, Madrid, 2003, p. 325-329.)
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