
José Luis Olaizola
 Me parece de justicia confesar que la espiritualidad  del Fundador del Opus Dei me ha ayudado enormemente a remodelar mí vida. Supongo  que mis amigos pensarán que, de momento, esa remodelación ha resultado  insuficiente, pero uno confía en que Dios le dará aún tiempo para terminar bien  el trabajo.
 Recuerdo que, cuando estudié el bachillerato,  nunca conseguí que me admitieran en las Congregaciones Marianas ni tan  siquiera como aspirante. Los congregantes y los aspirantes tenían derecho a  comulgar los jueves y ese día entraban tarde en la primera clase de la mañana,  de modo ostensible, porque los profesores sabían de dónde venían. Eran tiempos  -en España- en que se insistía mucho en la moralidad oficial y el ser  congregante daba enorme prestigio. Por eso yo tenía un cierto complejo de  inferioridad, porque formulaba la solicitud cada año y era rechazada. Un  profesor muy bondadoso me consolaba: "Otro año será, hijo mío". Pero ese año no  llegó. Terminé el bachiller y entré en la universidad, haciéndome un poco el  agnóstico y jugador de rugby. La relación entre lo uno y lo otro es que los  jugadores de rugby hablábamos sistemáticamente mal, aunque sin especial  intención. Jugué cinco años la liga nacional en ese deporte, participé en los  Campeonatos de España de Bateles, fui campeón juvenil de 800 m lisos y  subcampeón universitario de 3.000. También fui internacional de balonmano a 11 y  boxeador en la categoría de aficionados. Evidentemente, no me quedaba tiempo  para estudiar. Pero repentinamente me enamoré, y, como en España entonces no se  podía vivir del deporte, me puse a estudiar y terminé la carrera de Derecho. Yo  ya entonces escribía e incluso quedé finalista en un premio de novela en 1957,  pero, como era mucho más rentable la literatura jurídica, me tuve que dedicar a  los pleitos, porque ya me había casado y tenía hijos con sorprendente  regularidad. Eran tiempos en los que aun a los no piadosos no se nos ocurría  hacer cosas raras para no tener hijos.
"Me quedó muy claro que que los que nos pasábamos el día lamentándonos de que hubiera ricos y pobres éramos una rémora. Entendí que los demás valen la pena"Soy el  menor de una familia de nueve hermanos, y, como ya he dicho, mi práctica  religiosa era bien escasa, si es que era. No obstante, uno de mis hermanos  mayores conoció el Opus Dei, y por su mediación fui a un curso de retiro  espiritual en Molinoviejo, provincia de Segovia, calculo que en el año 1958.  Comenzó entonces un cambio profundo en mi vida. Me llamó especialmente la  atención el hecho de que mi trabajo -entonces ejercía la abogacía con entusiasmo  relativo- fuera, precisamente, el medio de mi santificación. Me sorprendió que,  en aquel curso de retiro, se hablara con tanta naturalidad de santidad, como  algo al alcance de cualquier cristiano. Me quedó muy claro que en la Iglesia no  podía haber cristianos en situación de clases pasivas y que los que nos  pasábamos el día lamentándonos de que hubiera ricos y pobres éramos una rémora.  Entendí bastante bien la pobreza de espíritu, el desprendimiento de los bienes  terrenos y, conexo con lo anterior, que los demás valen la pena. Quizá no  entendí todo esto de golpe, pero empecé a mirar las cosas de otro  modo.
 Fue en 1960 cuando conocí personalmente al  Fundador de la Obra. Ocurrió en la basílica de San Miguel, en Madrid, en una  misa en la que -me figuro- casi todos los asistentes serían del Opus Dei. Tenían  gran emoción porque la mayoría de ellos iban a ver por primera vez en su vida al  Padre. La iglesia estaba abarrotada, todo el mundo hubiera querido estar muy  cerca del altar para verle mejor y, sin embargo, aceptaron las indicaciones del  que hacía de maestro de ceremonias, mi paisano don Jesús Urteaga. Las mujeres,  sentadas en los bancos o en lugares de preferencia; los hombres, detrás, y los  que éramos más altos, al fondo del todo. Sí alguno llegaba tarde no se cerraban  filas, sino que se hacía un esfuerzo para que cupiera; una tontería si se  quiere, pero aquella gente sabía estar en una iglesia.
      "Nos habló de que a veces -cuando  las cosas hay que hacerlas aunque cuesten- podíamos tener la impresión de que  estábamos haciendo comedia  delante de  Dios" | 
 Recuerdo la breve homilía de Monseñor Escrivá de  Balaguer, corta, pues pienso que no le gustaba distraer la esencia del  sacrificio del altar con peroratas, en que nos habló de vida interior, de  nuestra lucha para conseguirla, de modo que a veces -cuando las cosas hay que  hacerlas aunque cuesten- podíamos tener la impresión de que estábamos haciendo  "comedia" delante de Dios: pues ¡bendita comedia, con Dios, la Virgen y los  ángeles como espectadores!; desde entonces, yo siempre he pensado que en la  comedia de nuestra vida tenemos un Espectador benévolo, Dios, deseoso de que  nuestro papel nos salga bien.
 En abril de 1965 tuve que ir a Roma a un  Congreso de Prensa; entonces trabajaba como directivo en una empresa  periodística. Me llevé a mi mujer -Marisa-, que estaba entonces en estado de  gestación -su estado habitual a la sazón-, esperando a nuestro séptimo hijo. Me  la llevé por muchas razones, pero la principal, porque teníamos esperanzas de  que nos recibiera el Padre. Como así fue. Le visitamos el 15 de abril de 1965, a  las once de la mañana. Nos recibió en Bruno Buozzi 73, su residencia.
 El Padre llevaba una sotana limpia, no demasiado  nueva, y una chaqueta de punto, negra, de confección casera. Le recuerdo  guapo, con el pelo negro, fino, no demasiado tupido, peinado con raya a un lado,  el cutis terso, bien afeitado, con aire delicado, no de salud, sino de un cierto  desprendimiento de su ser, pero muy vigoroso en el hablar. Él habló bastante,  nosotros muy poco. Era una catequesis deliciosa, porque, por vía de ejemplo, a  mí me dijo que teníamos que vivir mejor, que teníamos que viajar, distraernos y,  principalmente, distraer a mi mujer. Marisa le interrumpió: "Pero, Padre,  entonces dirán que los del Opus Dei nos damos la gran vida". Y el Padre le  replicó: "Que digan lo que quíeran". Lo dijo, porque nunca tuvo respetos humanos  ni quería que nosotros los tuviéramos y, además, aquel consejo era de una  excelente ascesis para mí, que era un ejecutivo, un tanto creído, de treinta y  tantos años, dispuesto a hacer méritos a todo trance, y que consideraba como un  día fracasado aquel que no hubiera conseguido trabajar diez horas, por lo  menos.
    |   "He aprendido a aceptar como la cosa más natural de mundo lo  sobrenatural, de modo que las cosas que son imposibles, humanamente hablando,  las acometo con la paz que él nos  enseñó"  | 
 También nos aclaró que lo que en otros tiempos  podía ser lujo ahora podía ser necesidad. Se refería a la necesidad de  distraerse, de cambiar en ocasiones de ambiente, porque la vida moderna nos  imponía ritmos y tensiones que había que aliviar. Aprovechó para explicarnos el  modo de vivir la pobreza, que era vivirla en todo, hasta en recoser una sotana  antigua para que siguiese durando. Mostró mucho interés en este punto y hurgó en  las costuras hasta que encontró una muy deteriorada. "Aquí tengo un roto", dijo.  Se puso de pie y buscó una posición favorable de luz para que nosotros también  lo viéramos. Pero nos tranquilizó, añadiendo que se la volvería a coser para que  siguiera sirviendo. Era un cura muy elegante, aunque vistiera una sotana vieja y  una chaqueta de punto grueso. Era un hombre santo que, cuando terminó la  entrevista, nos acompañó a visitar al Señor al oratorio. Se arrodilló muy bien,  mirando muy fijo al Sagrario, y me invitó a mí a hacer lo mismo, pero a mi mujer  no se lo consintió, por su embarazo. Luego nos acercamos a una imagen sedente de  la Virgen y la besó con tanto amor que a mí me imponía respeto hacerlo a  continuación. Termino estas líneas y veo que son todo detalles personales,  nimios, que yo recuerdo de aquel hombre santo que consumió su vida en servicio  de la Iglesia. Ahora, que he sobrepasado los setenta, sigo tan necio como cuando  corría 800 m, pero -por lo menos- he aprendido del Fundador de la Obra a aceptar  como la cosa más natural de mundo lo sobrenatural, de modo que las cosas que son  imposibles, humanamente hablando, las acometo con la paz que él nos  enseñó.
 Hoy, cuando los críticos tienen la gentileza de  ocuparse de algunas de mis novelas, me califican como un narrador que les  dejo ser a mis personajes y me acerco a ellos de un modo amable. No puedo dejar  de pensar que así trató siempre el Padre a la gente: les dejó ser y les amó con  sus defectos o, precisamente, por sus defectos.
 Todo esto lo aprendí de él. Aprendí tanto  que, antes de conocerle, tengo la impresión de que sabía muy poco.
 (Publicado en: Alfonso Méndiz y Juan Ángel  Brage, Un amor siempre joven. Enseñanzas de San Josemaría Escrivá  sobre la familia. Palabra, Madrid, 2003, p. 281-283.)