Cuando concluye el Octavario por la Unidad de los cristianos publicamos este artículo sobre el mensaje del fundador del Opus Dei de una conocida escritora rusa.
A nuestro pueblo de Rusia, torturado pero no aniquilado, le ha quedado una autoridad: los "startsi" (1). En un país en el que raramente se puede conseguir la Biblia, ellos son el Evangelio viviente, la demostración viva de que Dios existe, inalcanzable para el cálculo político y el pensamiento mundano. Los startsi son guías espirituales probados por su vida. Nos salen al encuentro como padres. Y como padres nos salvan, nos dirigen, nos fortalecen, nos contagian su alegría.
En Josemaría Escrivá, a quien he encontrado a través de sus escritos, he encontrado el mismo ánimo, la misma fortaleza y el mismo amor por encima de las fronteras que distingue a los espíritus. Sus obras contienen una respuesta para todo el que anda en busca de confianza. Y he hallado en él también esa autoridad inconfundible que no violenta ni oprime, sino que enamora y entusiasma: la paternidad.
Nuestro tiempo ha perdido autoridades que cohesionen a los hombres, ha perdido la paternidad. Y cuando no hay padres, los hombres se vuelven desarraigados y sin hogar.
El lazo que los emparentaba se rompe, tanto en Occidente como en Oriente. Tras la "muerte de Dios", el hombre mató también al hombre: en el Este, físicamente; en el Oeste, espiritualmente. El nihilismo es el mismo. Por eso son tan valiosas para nosotros esas figuras que son capaces de brillar en la oscuridad de toda Europa y que se convierten en autoridad allí donde se había perdido el mismo concepto de autoridad.
"Este hombre es jovial. No puede ser ateo", dijo Dostoyevski en una ocasión. Y Josemaría Escrivá repite como un estribillo su llamada a la alegría por ser hijos de Dios. Sorprendentemente, la santidad tiene un efecto paradójico. La santidad exige el máximo de nosotros: "sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto".
El santo exige de nosotros que lo abandonemos todo, que tomemos nuestra cruz y sigamos a Cristo. Santidad significa escuchar, atender a esta llamada y obedecerla sin condiciones. Y precisamente obedeciendo nos hacemos libres.
Una obediencia interior, que no tiene nada en común con la esclavitud bajo una ideología y mucho menos con el sometimiento a un sistema político, sea el que sea. A la obediencia interior se la elige libremente.
Por eso la santidad va acompañada de la alegría. El hombre del siglo XX alardea de sus libertades. En realidad es una víctima, y está dominado. No sólo por sus pasiones: la pasión fuerte, al menos hace que se ensanchen los corazones estrechos y que se dilaten los espíritus cuadriculados; hace que se derrita el mundo de sentimientos de piedra y el pensar programado del ordenador. Están dominados, porque apartan su mirada del icono para dirigirla a la televisión y esperan llenar sus anhelos con la publicidad.
En su indigencia, el hombre del siglo XX se pregunta si la Iglesia no significará para él también esclavitud. No admite las respuestas de la tradición y la moral. Sólo lo vivo convence. Un amigo que durante 35 años de su vida había seguido el lema "mejor morir de pie que vivir de rodillas" me contó que experimentó por vez primera la sensación de libertad sin límites del ser obediente al arrodillarse en una iglesia.
También la vida de nuestros maestros espirituales, el espíritu vivo de nuestros santos modernos es una respuesta. Contemplarlos ensancha el alma, nos lleva a la paz. Nuestro mundo interior vuelve a nosotros.
La alegría jovial de la infancia espiritual esconde el Gólgota. Nuestra libertad ha costado mucho. La paternidad espiritual participa de la divina, que nos ha rescatado y liberado por amor. Por eso llamamos padre a aquel por cuya palabra Dios nos borra toda culpa: el confesor. En el sacramento del perdón amoroso se enraíza la paternidad espiritual y el misterio incomprensible de su servicio. Al confesor y al director espiritual no le interesa prohibir esto o aquello. Ni la negación ni la prohibición constituyen el camino del cristiano.
La ascética cristiana no es la negación por la negación, sino un camino "de fuerza en fuerza"; no evitar el pecado, sino crecer en el amor. "Si el monje sólo vive la lucha torturante -dice el starets Padre Sofroniy-, si no conoce la alegría animante, su ascética le aprovecha al diablo". Y Escrivá: "Tu castidad (...) no puede ser de ninguna manera una negación fría y matemática". Antes al contrario, el cristiano debe contagiar con su alegría, contagiar mediante "la santa pureza, que es afirmación gozosa".
Pureza y castidad no son aquí conceptos de la moral, no son "ética fría y abstracta. Son algo más, más profundo, más misterioso, una belleza llena de ternura y de ánimo: la santa pureza es "algo enterizo y delicado a la vez, fino, que evita incluso manifestaciones de palabras inconvenientes, porque no pueden agradar a Dios". En ese aspecto de nuestra vida espiritual no se pierde de vista el todo de la Iglesia, puesto que todo se lleva con el amor y el sacrificio.
Quien ama a la Iglesia espontáneamente, no sólo con su inteligencia, sino con todo su ser, también con el sentimiento y el instinto, sabe que el pecado se queda sin fuerza donde hay santos. "Estas crisis mundiales son crisis de santos", dice Escrivá.
Monseñor Escrivá habla de un ambiente de santidad, incluso de su "buen olor". Sí, la santidad tiene un aroma natural. La santidad se propaga espontáneamente. Y aúna.
El hombre separado de ella acostumbra a vivir en el exterior. Otra vez encontramos la paradoja: buscándose a sí mismo, huye de sí, huye de su yo interior, huye a la entropía de lo impersonal, a la vida social hueca.
Este intento de vivir completamente en los otros termina con la afirmación de Sartre: "El infierno son los otros". No quiere a los demás y tampoco se quiere a sí mismo, precisamente porque está huyendo hacia el egocentrismo y el narcisismo. El amor convierte la presencia de los demás en el paraíso. A la vez defiende el yo interior, la persona espiritual, que se une aún más con Dios.
Me ha impresionado la constante llamada de Escrivá a la santidad de lo cotidiano. Tenemos la inclinación a esperar grandes cosas y grandes hechos. Esta tendencia -hasta el delirio de grandeza- es una señal de los proyectos humanos y las ideologías. Pero el cristianismo no es una utopía ni un simple idealismo. Los iconos contienen, en su perspectiva de fondo, el peculiar anuncio de otorgar atención a las cosas pequeñas: el óbolo de la viuda, la puerta estrecha, el grano de mostaza, el ojo de la aguja. Cuanto mayor es Dios, más pequeño es el mundo.
Su anuncio de lo que no brilla es una señal inequívoca de que el icono no es ideológico. Desde cualquier detalle pequeño nos mira Dios. La ideología está también siempre orientada al futuro. En cambio, Dios es presente. El cristiano vive hoy y aquí. En el hoy están comprendidas la infinitud y la eternidad: "renueva cada jornada el deseo eficaz de anonadarte, de abnegarte, de olvidarte de ti mismo, de caminar 'in novitate sensus', con una vida nueva, cambiando esta miseria nuestra por toda la grandeza oculta y eterna de Dios". Las cosas pequeñas cotidianas van señalando el lugar y momento adecuados y, sobre todo, reales para el amor y la fidelidad.
La poesía del cristianismo tiene su raíz en lo concreto de cada día. El cristiano está llamado, con palabras de Escrivá, a "hacer de la prosa de cada día verso heroico". Justo con el mismo sentido, el starets Paisiy Velichovskiy llamó al monje "mártir de lo cotidiano", y Escrivá al camino del cristiano "sacrificio escondido".
La paternidad es espiritual en la medida en que ella misma sea obediente y se deje guiar por el cielo. En la dirección espiritual se juntan la igualdad y la autoridad de manera admirable. El padre espiritual conduce a su hijo o su hija espiritual hacia arriba; enseña cómo se puede subir un escalón más. Como dice Dionisio Aeropagita, no se vuelve el escalón más alto de la jerarquía espiritual contra el más bajo. Ante la mirada de Dios son todos iguales. Así la dirección espiritual, con toda su igualdad, exige audacia y llama al cristiano a ser siempre fecundo.
Tatjana Goritschewa
(Traducido del ruso por Irina Porudominskaya y Vicente Ayuso)
(1) Los startsi (en singular starets) son sacerdotes o monjes que por su fama de santidad llevan la dirección espiritual de otros fieles en el mundo ortodoxo ruso. Es famoso el starets Tsósima de "Los hermanos Karamazov". La misma Tatiana Goritscheva explica el papel de los startsi en su libro "La fuerza de los débiles". [Subir]
A nuestro pueblo de Rusia, torturado pero no aniquilado, le ha quedado una autoridad: los "startsi" (1). En un país en el que raramente se puede conseguir la Biblia, ellos son el Evangelio viviente, la demostración viva de que Dios existe, inalcanzable para el cálculo político y el pensamiento mundano. Los startsi son guías espirituales probados por su vida. Nos salen al encuentro como padres. Y como padres nos salvan, nos dirigen, nos fortalecen, nos contagian su alegría.
En Josemaría Escrivá, a quien he encontrado a través de sus escritos, he encontrado el mismo ánimo, la misma fortaleza y el mismo amor por encima de las fronteras que distingue a los espíritus. Sus obras contienen una respuesta para todo el que anda en busca de confianza. Y he hallado en él también esa autoridad inconfundible que no violenta ni oprime, sino que enamora y entusiasma: la paternidad.
Nuestro tiempo ha perdido autoridades que cohesionen a los hombres, ha perdido la paternidad. Y cuando no hay padres, los hombres se vuelven desarraigados y sin hogar.
El lazo que los emparentaba se rompe, tanto en Occidente como en Oriente. Tras la "muerte de Dios", el hombre mató también al hombre: en el Este, físicamente; en el Oeste, espiritualmente. El nihilismo es el mismo. Por eso son tan valiosas para nosotros esas figuras que son capaces de brillar en la oscuridad de toda Europa y que se convierten en autoridad allí donde se había perdido el mismo concepto de autoridad.
"Este hombre es jovial. No puede ser ateo", dijo Dostoyevski en una ocasión. Y Josemaría Escrivá repite como un estribillo su llamada a la alegría por ser hijos de Dios. Sorprendentemente, la santidad tiene un efecto paradójico. La santidad exige el máximo de nosotros: "sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto".
El santo exige de nosotros que lo abandonemos todo, que tomemos nuestra cruz y sigamos a Cristo. Santidad significa escuchar, atender a esta llamada y obedecerla sin condiciones. Y precisamente obedeciendo nos hacemos libres.
Una obediencia interior, que no tiene nada en común con la esclavitud bajo una ideología y mucho menos con el sometimiento a un sistema político, sea el que sea. A la obediencia interior se la elige libremente.
Por eso la santidad va acompañada de la alegría. El hombre del siglo XX alardea de sus libertades. En realidad es una víctima, y está dominado. No sólo por sus pasiones: la pasión fuerte, al menos hace que se ensanchen los corazones estrechos y que se dilaten los espíritus cuadriculados; hace que se derrita el mundo de sentimientos de piedra y el pensar programado del ordenador. Están dominados, porque apartan su mirada del icono para dirigirla a la televisión y esperan llenar sus anhelos con la publicidad.
En su indigencia, el hombre del siglo XX se pregunta si la Iglesia no significará para él también esclavitud. No admite las respuestas de la tradición y la moral. Sólo lo vivo convence. Un amigo que durante 35 años de su vida había seguido el lema "mejor morir de pie que vivir de rodillas" me contó que experimentó por vez primera la sensación de libertad sin límites del ser obediente al arrodillarse en una iglesia.
También la vida de nuestros maestros espirituales, el espíritu vivo de nuestros santos modernos es una respuesta. Contemplarlos ensancha el alma, nos lleva a la paz. Nuestro mundo interior vuelve a nosotros.
La alegría jovial de la infancia espiritual esconde el Gólgota. Nuestra libertad ha costado mucho. La paternidad espiritual participa de la divina, que nos ha rescatado y liberado por amor. Por eso llamamos padre a aquel por cuya palabra Dios nos borra toda culpa: el confesor. En el sacramento del perdón amoroso se enraíza la paternidad espiritual y el misterio incomprensible de su servicio. Al confesor y al director espiritual no le interesa prohibir esto o aquello. Ni la negación ni la prohibición constituyen el camino del cristiano.
La ascética cristiana no es la negación por la negación, sino un camino "de fuerza en fuerza"; no evitar el pecado, sino crecer en el amor. "Si el monje sólo vive la lucha torturante -dice el starets Padre Sofroniy-, si no conoce la alegría animante, su ascética le aprovecha al diablo". Y Escrivá: "Tu castidad (...) no puede ser de ninguna manera una negación fría y matemática". Antes al contrario, el cristiano debe contagiar con su alegría, contagiar mediante "la santa pureza, que es afirmación gozosa".
Pureza y castidad no son aquí conceptos de la moral, no son "ética fría y abstracta. Son algo más, más profundo, más misterioso, una belleza llena de ternura y de ánimo: la santa pureza es "algo enterizo y delicado a la vez, fino, que evita incluso manifestaciones de palabras inconvenientes, porque no pueden agradar a Dios". En ese aspecto de nuestra vida espiritual no se pierde de vista el todo de la Iglesia, puesto que todo se lleva con el amor y el sacrificio.
Quien ama a la Iglesia espontáneamente, no sólo con su inteligencia, sino con todo su ser, también con el sentimiento y el instinto, sabe que el pecado se queda sin fuerza donde hay santos. "Estas crisis mundiales son crisis de santos", dice Escrivá.
Monseñor Escrivá habla de un ambiente de santidad, incluso de su "buen olor". Sí, la santidad tiene un aroma natural. La santidad se propaga espontáneamente. Y aúna.
El hombre separado de ella acostumbra a vivir en el exterior. Otra vez encontramos la paradoja: buscándose a sí mismo, huye de sí, huye de su yo interior, huye a la entropía de lo impersonal, a la vida social hueca.
Este intento de vivir completamente en los otros termina con la afirmación de Sartre: "El infierno son los otros". No quiere a los demás y tampoco se quiere a sí mismo, precisamente porque está huyendo hacia el egocentrismo y el narcisismo. El amor convierte la presencia de los demás en el paraíso. A la vez defiende el yo interior, la persona espiritual, que se une aún más con Dios.
Me ha impresionado la constante llamada de Escrivá a la santidad de lo cotidiano. Tenemos la inclinación a esperar grandes cosas y grandes hechos. Esta tendencia -hasta el delirio de grandeza- es una señal de los proyectos humanos y las ideologías. Pero el cristianismo no es una utopía ni un simple idealismo. Los iconos contienen, en su perspectiva de fondo, el peculiar anuncio de otorgar atención a las cosas pequeñas: el óbolo de la viuda, la puerta estrecha, el grano de mostaza, el ojo de la aguja. Cuanto mayor es Dios, más pequeño es el mundo.
Su anuncio de lo que no brilla es una señal inequívoca de que el icono no es ideológico. Desde cualquier detalle pequeño nos mira Dios. La ideología está también siempre orientada al futuro. En cambio, Dios es presente. El cristiano vive hoy y aquí. En el hoy están comprendidas la infinitud y la eternidad: "renueva cada jornada el deseo eficaz de anonadarte, de abnegarte, de olvidarte de ti mismo, de caminar 'in novitate sensus', con una vida nueva, cambiando esta miseria nuestra por toda la grandeza oculta y eterna de Dios". Las cosas pequeñas cotidianas van señalando el lugar y momento adecuados y, sobre todo, reales para el amor y la fidelidad.
La poesía del cristianismo tiene su raíz en lo concreto de cada día. El cristiano está llamado, con palabras de Escrivá, a "hacer de la prosa de cada día verso heroico". Justo con el mismo sentido, el starets Paisiy Velichovskiy llamó al monje "mártir de lo cotidiano", y Escrivá al camino del cristiano "sacrificio escondido".
La paternidad es espiritual en la medida en que ella misma sea obediente y se deje guiar por el cielo. En la dirección espiritual se juntan la igualdad y la autoridad de manera admirable. El padre espiritual conduce a su hijo o su hija espiritual hacia arriba; enseña cómo se puede subir un escalón más. Como dice Dionisio Aeropagita, no se vuelve el escalón más alto de la jerarquía espiritual contra el más bajo. Ante la mirada de Dios son todos iguales. Así la dirección espiritual, con toda su igualdad, exige audacia y llama al cristiano a ser siempre fecundo.
Tatjana Goritschewa
(Traducido del ruso por Irina Porudominskaya y Vicente Ayuso)
(1) Los startsi (en singular starets) son sacerdotes o monjes que por su fama de santidad llevan la dirección espiritual de otros fieles en el mundo ortodoxo ruso. Es famoso el starets Tsósima de "Los hermanos Karamazov". La misma Tatiana Goritscheva explica el papel de los startsi en su libro "La fuerza de los débiles". [Subir]
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